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– Me parece que me voy a la cama -dijo ella-. Pero tú puedes continuar, no va a molestarme.

– Muchas gracias -le dije-. Entra cuando quieras.

Estuve prácticamente una semana sin salir y el esfuerzo valió la pena: un hermoso montón de páginas, algo cuyo grosor ya se notaba entre los dedos y que pesaba un poco. Aparte eso, la pregunta clave era: «¿Qué es lo que puede impulsar a un tipo de treinta y cuatro, en lo mejor de su forma, a permanecer clavado en su silla durante días enteros y durante buena parte de las noches?» No, la gilipollez no lo explicaba todo y en realidad la respuesta adecuada era: «Lo que impulsa a un tipo a escribir es que no escribir es aún más espantoso.» Y me pregunto cómo podía mantener la sonrisa con unas ideas semejantes. Pero en cualquier caso tenía la moral invariablemente alta. Los días eran hermosos, posiblemente íbamos a tener una prolongación del verano, lo que me proporcionaba una buena luz para mi novela. Sentía que pronto iba a llegar el final, las mallas se cerraban y podía dejarme llevar. Mi estilo se hacía más líquido. Soy partidario del viejo y excelente método que consiste en contenerse al principio para después dejarse más suelto; es el más natural.

Me concedí un día de descanso antes de volver a sumergirme en la novela. Me tomé el café en la cama y a continuación me afeité. Escondí el original debajo del lavabo antes de salir. Siempre he escondido mis originales y de todas formas nunca he sido un tipo despegado. Aquello representaba algo para mí. Mierda para los que se rían.

Fui a comer al autoservicio en el que trabajaba mi vecina, y sólo pude guiñarle el ojo porque el asunto estaba repleto de gente. Sí, no solamente se levantaban a la misma hora, sino que comían a la misma hora, trabajaban a la misma hora y todo igual; era muy sutil, era el remate de toda una civilización. Mierda para la decadencia.

Al salir me levanté el cuello de la cazadora debido al viento, pero el cielo estaba realmente azul. Fui a dar una vuelta por los lugares que conocía, sólo por pasear, y a continuación fui a ver Rambo, la película de Stallone. Súper. Mierda para las vanguardias.

Cuando me encontré en la calle, el cielo había virado a tono: amarillo rosados y la gente forzaba el paso para llegar a sus casa: antes de que se hiciera de noche, lo que estropeaba el ambiente. Decidí ir a acostarme para estar en forma a la mañana siguiente, y regresé al hotel. No era un programa muy alegre, pero ya no cono cía a nadie en la zona y había estado caminando buena parte de tarde. Cuando entraba al vestíbulo del hotel me crucé con mi vecina, que terminaba su jornada.

– Voy a cenar a casa de mi hermana -dijo-. Si estás solo, te invito.

– Estoy solo -declaré.

La hermana no estaba mal, pero tuve que cargar con su chorbo durante toda la velada. No me dejó ni un momento, era un rubiales con pinta romántica y con un jersey de rombos.

– Hey, viejo -dijo-, dejemos que las mujeres se ocupen de la cocina y vamos a oír un poco de folk mientras nos tomamos una copa. Tengo todos los discos de folk que puedas imaginarte, viejo…

– Vaya… -dije yo.

Además, el tipo recibía lecciones de tenis, lecciones de guitarra, lecciones de poco más o menos cualquier cosa. Todo aquello era muy interesante, yo no sabía si reír o llorar y bostezaba escondiéndome detrás de mi copa.

Recibí el golpe de gracia cuando estaba terminando la cena, porque la rubia cometió el error de decirle que yo estaba escribiendo un libro.

– Oh -exclamó-, pues yo, precisamente, pronto voy a escribir uno. Tengo toda la historia aquí, en la cabeza, viejo, hasta los menores detalles…

– ¿Pues a qué esperas? -le pregunté.

– ¿Cómo?

– Pues eso, ¿o te crees que te va a caer del cielo?

Se echó a reír tontamente y se apresuró a cambiar de tema: nos anunció que acababa de inscribirse en un curso de expresión corporal.

A la vuelta, como que el tipo me había dejado totalmente reventado, propuse que tomáramos un taxi. Nos fumamos un cigarrillo frente a una parada, la noche era fresca y el barrio estaba bastante desierto. Esperamos un momento sin decirnos ni una palabra. Yo me movía sin cambiar de posición, con las manos hundidas en los bolsillos y el filtro entre los dientes, y trataba de no pensar en nada.

Llegó un taxi. Me incliné hacia el tipo para indicarle la dirección y empuñé el picaporte de la puerta trasera. Estaba bloqueada por dentro. Forcejeé un poco.

– Mire, no vale la pena que se canse -dijo el conductor.

– ¿Hay que dar la vuelta? -pregunté.

– No, no vale la pena que dé la vuelta.

– ¡Eh! ¿Pero qué le pasa?

– Nada, simplemente que no está por mi ruta.

– Claro, cómo va estar, no está conduciendo un tranvía.

– Hago lo que me da la gana. Además, eres joven y sólo tienes que andar un poquito.

Yo aún tenía agarrado el picaporte y pensé colega, cuando esté sentado ahí detrás de tu taxi mangurrino, a ver si puedes echarme antes de llegar al hotel, sólo entonces bajaré, y después, si quieres, puedes cambiar de oficio. Había visto el botón del seguro. Bastaba con que pasara la mano por la ventanilla del tipo para desbloquear el sistema y, antes de que pudiera enterarse de nada, iba a ver mi sonrisa por el retrovisor, bien instalado en el asiento trasero.

Así que metí la mano hacia el interior del coche, pero en el mismo momento vi que se elevaba una manta al lado del chorbo y oí un gruñido horroroso. Retiré la mano a la velocidad de la luz.

El tipo acarició la cabeza de un dogo que ahora estaba entre sus piernas. Yo había dado un salto hacia atrás de al menos dos metros, y parece que al tipo le gustó porque me miraba sonriendo.

– Así que te creías más listo que los demás, ¿eh? -soltó.

– Muy bien, anda y que te den morcilla -le dije.

– Creías que ibas a joderme pero no das la talla, nene. Este coche es una verdadera fortaleza… Nadie puede con ella y dejo subir a quien me da la gana.

– Lo importante es haberlo intentado -dije yo.

– ¿De verdad te lo crees?

– Claro que no.

Arrancó y sus luces traseras se alejaron por la calle y desaparecieron en silencio. No fue la mejor manera de terminar mi día de descanso.

Necesité ocho días más para terminar mi novela. Seguro que no habría podido aguantar ni un minuto más. Acabé realmente de rodillas y con tembleques en las manos: la cerveza, la emoción, los cafés o qué sé yo… La última página era la mejor, de una pureza celestial, y el punto final se parecía al fin del mundo. Me quedé aún unas cuantas horas sin moverme, detrás de mi máquina, y a contiguación me fui a acostar.

Antes de irme fui a decirle adiós a mi vecina. Llamé a su puerta. Vino a abrirme en bata, con una toalla blanca enrollada en la cabeza.

– ¿Te estabas lavando el pelo? -le pregunté. -¿Eh? Ah, sí… Entra, siéntate.

– He venido a decirte adiós. Ya he terminado mi libro.

Se quitó la toalla de la cabeza para secarse las manos. Parecía más joven con el pelo hacia atrás.

– Oh, vaya… Es una tontería completa, pero no tengo nada de beber para ofrecerte…

– No importa -le dije.

Ella siguió frotándose las manos mientras yo miraba hacia otro lado.

– Bueno, creo que voy a perder a un buen vecino -dijo.

– Tendrías que tratar de cambiarte a mi habitación, la vista es mejor.

– Claro, es verdad, tienes razón.

Inclinó la cabeza hacia un lado para que le cayera el agua que tenía en la oreja y yo miré la ropa que se amontonaba encima de la cama.

– No te fijes en eso. Estoy en pleno mogollón -dijo.

– Te vería espléndida en un superapartamento -le dije.

Se puso la toalla alrededor del cuello, como si fuera un tipo que volviera del entrenamiento, y le dio un puñetazo no muy fuerte a la puerta. Sonrió.