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– Claro, nada más fácil, chico.

Se rascó la cabeza y levantó la vista hacia la luna creciente que acababa de salir por encima de los árboles.

– Entoces, explícame una cosa -dijo-, ¿de dónde salen esas porquerías de cervezas? ¿De dónde viene todo ese condenado alcohol? ¿Eh, a ver?

– Oye, estás de broma. ¡Eso no es realmente alcohol!

– No, claro, y dentro de un momento sacarás unos cuantos porros o alguna otra porquería así de ese estilo…

– Ahí, muchacho, me das pena…

Se quedó un momento pensando y después me miró de pies cabeza.

– Bueno -dijo al fin-, creo que voy a olvidar este incidente per en el futuro trata de integrarte mejor en el grupo. Sólo puede hacerte bien.

– No sé que me ha pasado -dije.

Nos reunimos con los demás y comimos un bocado sentados alrededor del fuego. Me perdí en la contemplación de las llamas hasta el final de la comida. Apenas oía su charla, y de plano cerré jos oídos cuando el tal Vincent nos lanzó su memez de discurso sobre la Naturaleza. Hay tipos que pueden convertir en ridicula cualquier cosa, tipos capaces de cargárselo todo. Apasionarse por algo pe» te hace forzosamente más inteligente, contra lo que pueda creerse.

Creí que no iba a terminar nunca pero, en el momento en que perdía toda esperanza, fui designado, junto a algunos otros, para apagar el fuego. No nos hicimos de rogar. Entretanto, unos tipos valerosos plantaron tiendas en un tiempo récord, lo que hizo que sólo unos pocos tuviéramos que compartir la cabana. En mi opinión aún éramos demasiados, pero era aquello o nada. Era aquello o dejarse devorar por los mosquitos y hacerse duchar por el rocío de la madrugada.

La cabaña era bastante grande y además tenía una especie de buhardilla a la que se llegaba mediante una escalera de mano. Inmeditamente supe lo que tenía que hacer. Mientras los otros lo tergiversaban todo y se hacían cumplidos, cogí a Lucie por un brazo y lancé nuestras cosas allí arriba.

– Es nuestra única oportunidad -le dije.

Una vez llegados arriba, me froté las manos. El lugar era encantador, con una ventana pequeña que enmarcaba perfectamente a la luna. Lucie estaba arreglando los sacos de dormir cuando vi que emergía una cabeza a ras de suelo, una cabeza de cincuenta años con gafas y una coleta a cada lada. Estuve a punto de estrangularla pero ya era demasiado tarde, la buena mujer subió los últimos escalones y se plantó con su pijama y su saco enrollado bajo el brazo.

– Creo que estaremos mucho mejor aquí arriba -dijo.

– Estaremos apretados -gruñí yo.

Otra sorda. Pero no tuve tiempo para insistir porque vi que la escalera volvía a temblar. Me lancé hacia delante y empecé a zarandear el asunto hasta que el tipo que estaba abajo abandonó. Está completo, vaya una locura, dije, y retiré la escalera con el corazón rebosando odio.

A continuación me estiré al lado de Lucie. La buena mujer no estaba demasiado lejos de nosotros, nos sonreía y yo le dirigí una mirada asesina.

Tal como me temía, Lucie se negó a hacer nada hasta que nuestra vecina se hubiera dormido. Era un suplicio. Los de abajo habían apagado la lámpara, pero nosotros, allí arriba, conservabamos un rayo de luna, y yo veía que la buena mujer luchaba tontamente contra el sueño, con la boca medio abierta y manoseándose una coleta.

Ese cuento duró más de media hora, y luego su cabeza se cayó hacia un lado. Le hice una seña a Lucie indicándole que la plasta aquélla acababa de dormirse y que íbamos a estar tranquilos hasta el amanecer.

Se quitó la camiseta. Pude jugar con sus tetas y mordisquearle los pezones.

Se quitó aquella cosa apretada y pude jugar con sus piernas, sobre todo con el interior de sus muslos.

Quiso quitarse sus bragas de seda azul pero ahí dije basta. También quería jugar con aquello, Y DE QUÉ MODO. Aquel pequeño pedazo de tela era una pura maravilla que iba directa al corazón; su materia parecía realmente viva. Hice que Lucie se pusiera de rodillas. Apoyó la cabeza en mis brazos y me quedé un momento inmóvil. Estaba verdaderamente fascinado. Un rayo de luna daba directamente allí y resbalaba sobre la seda, yo me mordía los labios. Carajo, aquella condenada cosa iba a engullirme de un momento a otro pero quería verlo, era como un arco voltaico, y quería estar consciente tanto como pudiera. Qué piel tan magnífica tenía. Coloqué una mano sudorosa sobre las bragas y empecé a cerrar lentamente los dedos. La seda se puso tensa como una vela hinchada por el viento. Oía la respiración de Lucie y a continuación cerré el puño y estiré de forma que la tela le entrara entre las nalgas. Era realmente fantástico, su raja empezó a rezumar y rápidamente me ocupé del asunto. Empecé a ver puntitos luminosos por todos lados.

Yo hacía como si las bragas no existieran, Lucie lanzaba pequeños gruñidos. Estaba volviéndome medio loco cuando la buena mujer que estaba ahí al lado se despertó. Se quedó mirando lo que yo estaba haciendo con los ojos abiertos como platos. Me erguí con un hilo de saliva luminosa colgando de mi boca; menos mal que Lucie no se había dado cuenta de nada. Le indiqué a la vieja que se callara aplastándome un dedo en los labios. Gimió y a continuación se puso el anorak sobre la cabeza mientras yo volvía a mi himno a la Naturaleza iluminado por un rayo de luna plateado.

De madrugada, sentí que una mano me zarandeaba. Abrí un Ojo. Vi que las coletas se balanceaban encima de mi nariz y me volví hacia otro lado. Ella me zarandeó con más fuerza.

– Santo Dios -dije-, estoy reventado. ¿Qué quiere?

– Tengo que bajar -dijo.

– Bueno, haga lo que quiera. No se lo estoy impidiendo, ¿verdad?

– No puedo poner la escalera yo sola. Es demasiado pesada para mí…

– Sí, sí, claro, ¿pero por qué no se pone a dormir, eh? Va a despertar a todo el mundo.

– Tengo que hacer pipí… Inmediatamente.

Lancé un suspiro que no acababa nunca y me levanté. No me sentía en forma, tenía las piernas un poco flojas y los ojos hinchados, no había podido dormir ni dos horas y era una sombra de mí mismo. Levanté la escalera, me pareció más pesada que la noche anterior, me acerqué al vacío y la dejé rebalar hasta abajo. La mujer me dio las gracias y luego me obsequió con una extraña sonrisa antes de poner un pie sobre el primer escalón. No sé cómo se las apañó pero le resbaló el pie y estuvo a punto de caer hacia atrás. La pesqué por un brazo en el último momento.

– ¡Santo Dios! Tenga un poco de cuidado, mujer, me ha hecho pasar un miedo espantoso -dije.

– Ay, muchas gracias… Es usted muy amable.

– No es nada -dije.

– Qué ridículo, ¿no? La escalera ha resbalado…

– No, la escalera no ha resbalado. Venga, baje despacito…

– Se lo aseguro, he notado que se iba hacia un lado.

– Que no, que no hay ningún peligro.

Ella no estaba segura y yo casi me estaba durmiendo de pie. Se movió un poco para ver si estaba firme y, efectivamente, la puta escalera resbaló hacia un lado. Mi pie descalzo estaba presamente allí.

Fue como si lo hubiera puesto encima de un raíl y una locomotora le hubiera pasado por encima pitando. El dolor zigzagueó por mi cerebro. Sentí como un desvanecimiento. Me desequilibré hacia delante, bajé directamente y fui a dar sobre la mesa.

Así fue cómo me rompí el brazo.

25

Después de varios intentos, le di un golpe a mi original y llamé por teléfono a mi editor.

– He terminado mi novela -le dije-. Pero soy incapaz de pasarla a limpio, tengo un brazo enyesado.

– Le envío a alguien -me contestó.

Colgué y me fumé un puro en la ventana, entrecerrando los ojos al sol.

A primera hora de la tarde se presentó una mujer con el pelo estirado hacia atrás, vestidita son un traje sastre azul marino y extraordinariamente empolvada. Iba a ofrecerle una cerveza, pero me contuve. No tenía labios. Arrastraba una corriente de aire helado a sus espaldas. Le expliqué el problema brevemente y me escuchó en silencio. Luego dejó su bolso encima de la mesa y me miró fijamente a los ojos mientras juntaba las manos, como si fuera a tirarse al agua.