A uno de los lados, vi una especie de escalera de madera que se hundía en el agua y subía hasta la galería. Escalé los peldaños como una locomotora salida de la vía, di un hermoso bandazo y me detuve arriba con la respiración agitada. Goteaba por todos lados y tenía los pies cubiertos de un espeso lodo negro.
Debía de tener un aspecto realmente monstruoso, como el de un tipo que realmente está cerca de su objetivo. Sentía la piel de la cara tensa y a punto de reventar. Como si estuviera remontando el tiempo, noté que llegaba el momento de mi redención.
El gigante me esperaba frente a la puerta. Se rió al verme. No había notado que mis ojos brillaban con un fulgor demencial. No sabía que yo había sido elegido entre todos y se interpuso en mi camino. Pobre tarado. Mi fuerza consistía en que yo tenía el aspecto de candidato al basurero, mojado y debilitado por aquel brazo monstruoso, mientras que el tipo debía pesar veinte o treinta kilos más que yo y me superaba por más de una cabeza. Avanzó hacia mí sin ninguna desconfianza, mientras que yo estaba a punto de salir disparado como una navaja automática lanzando destellos azules.
– No me diviertes nada, ¿sabes, tío?
Extendió despacio una mano hacia mí, y en aquel momento lo levanté del suelo con una patada delirante en pleno vientre. Los dos nos caímos hacia atrás. Pero yo me levanté en seguida, mientras que él se retorcía en el suelo, farfullando. Lancé una breve risa nerviosa y pasé por encima del gigante. Irrumpí en la casa como una máquina demente. Las dos chicas estaban con el culo al aire, pero no alzaron la cabeza hacia mí; fumaban cigarrillos de filtro dorado echadas en los sofás.
De un salto llegué a la habitación y arranqué la puerta. Me quedé deslumhrado porque había una curiosa iluminación. Y al cabo de un instante vi a Charles, que había conseguido quitarse los pantalones. Cabalgaba a Nina, le había arremangado las faldas y tiraba de sus bragas como si fueran un acordeón. Ella se debatía blandamente.
Lancé una especie de chillido y Charles se volvió. Le caía el sudor por ambas mejillas. Antes de que a mí se me ocurriera, comprendió lo que iba a hacerle y miró mi yeso con ojos llenos de temor y repugnancia. Pobre idiota, acababa de darme la cuerda con la que iba a colgarlo. Con la mano libre lo agarré por el cuello, lanzó unos sonidos guturales, y a continuación le rompí el yeso en plena cabeza. Los trozos crepitaron por las paredes. Yo también me hice daño, un pequeño fogonazo al nivel de la rotura, y dejé tirada aquella mierda.
– ¡Vamonos de aquí enseguida! -dije.
Apenas terminada mi frase, empecé a temblar como una hoja muerta, me castañeteaban los dientes. Me pasé una mano por la frente. Tenía la sensación de ser un ratón cogido en la trampa. Corrí hacia la ventana y la abrí de par en par. De momento, no vi más que un agujero negro y sin fondo, y tuve que entornar los ojos para percibir alguna cosa.
Me volví hacia Nina. Estaba sentada al borde de la cama y se miraba los pies sin moverse. La zarandeé:
– ¿Estás esperando a que esos animales se despierten? -le pregunté.
Salimos por la ventana, trotamos por la galería y llegamos a la carretera sin problemas. Empecé a correr pero rápidamente me di cuenta de que ella no lograba seguirme. Zigzagueaba de un lado a otro de la carretera. Me detuve resoplando y la esperé mirando ansiosamente a sus espaldas. Esperaba que los dos tipos, furiosos, aparecieran de un momento a otro.
Cuando llegó a mi altura, se aferró a mí y me zarandeó en todas direciones.
– No te he pedido nada -dijo-. Mierda, no te he pedido nada, ¿entiendes?
Trató de abofetearme pero logré esquivarla, estaba demasiado borracha para cogerme por sorpresa. La tomé de la mano e intenté arrastrarla.
– ¡Eres peor que él! -dijo-. ¡¡¡Suéltame!!!
Los sonidos de su voz se elevaban por los aires como trozos de vidrio «Securit» y quedaban suspendidos en mi cabeza. El menor ruido poseía una nitidez terrorífica, y todo el lugar se estremecía bajo el claro de luna. La solté. Se mordió el dorso de la mano sin dejar de mirarme y respiraba a toda velocidad. Me sentí vaciado.
– Santo Dios, ¿qué querías que hiciera? -le pregunté.
Sacudió la cabeza y su cuerpo empezó a sobresaltarse debido a un sollozo nervioso que no lograba llegar a la garganta. Volvió las palmas de las manos hacia mí y sus ojos trataron de hundirse en mi cabeza.
– Yo no quería nada -dijo-, no quería nada, nada de nada.
Empecé a moverme como si bailara, apoyándome primero en un pie y luego en el otro. Quería explicarle por qué había hecho todo aquello, pero cualquier cosa que pensara se convertía inmediatamente en polvo. Era una sensación infernal, como si me hubiera despertado en medio de un campo de minas.
– No sé qué decirte -expliqué.
Permanecimos en silencio y a continuación resoplé profundamente. Caminamos despacio hacia el coche. No podía decirse que fuéramos juntos, simplemente íbamos en la misma dirección. No sentía ni pena ni alegría. No sentía nada de nada. Sólo oía hasta los menores ruidos que ella producía, y la devoraba viva.
Nos instalamos en el coche sin decirnos nada. Nos miramos, pero no aguantamos ni tres segundos. Giré la llave de contacto.
– Pones una cara… -le dije.
Se inclinó para encender la radio. Luego cogió el retrovisor y lo encaró en mi dirección:
– Pues fíjate en la tuya -dijo.
En el momento en que yo arrancaba, el tipo de la radio puso Sweat Dreams.
29
Estábamos sentados en la cocina. Acabábamos de comernos una inmensa bandeja llena de pasta italiana con salsa de gor-gonzola y no quedaba ni una migaja. Era de noche. Teníamos todas las luces encendidas. Ella me explicaba cosas, tonterías, con los codos apoyados en la mesa y la barbilla en las manos. Yo tenía un público fabuloso y una chica espléndida en primer plano. Las cosas iban bien. No hacía nada. Mi libro había tenido algunas críticas buenas, otras se habían cagado en él y ya hacía tiempo de todo aquello. Había nevado desde entonces.
La miré durante un buen rato, de verdad que era la chica más guapa de las que había tenido. De todas maneras le anuncié la noticia:
– ¿Sabes?, siento que me está viniendo. Creo que pronto voy a ponerme a escribir.
Ella tenía una belleza serena. No apartó la mirada de mí y sonreía como un ángel. Dejó la barbilla apoyada en una mano y con la otra cogió la bandeja.
La sostuvo dos o tres segundos en el vacío. Luego la soltó y el cacharro explotó sobre las baldosas con un ruido infernal.
– Claro -dijo ella-. ¿Cuándo empiezas?