Caryl Férey
Zulú
Traducción: Isabel González-Gallarza
Sé como una brizna de hierba,
Y serás más grande que el eje del universo…
ATTILA JÓZSEF
A mi amigo Fred Couderc
cuyas alas de gigante me enseñaron a volar,
y a su mujer, Laurence,
planeador inquieto.
«Zone Libre»
por el sonido, a volumen brutal.
PRIMERA PARTE
1
– ¿Tienes miedo, hombrecito?… Dime: ¿tienes miedo?
Ali no contestó. Demasiadas culebras en la boca.
– ¿Ves lo que pasa, pequeño zulú? ¡¿Lo ves?!
No, no veía nada. Lo agarraron del pelo y lo llevaron hasta el árbol del jardín para obligarlo a mirar. Ali, obstinado, hundía la cabeza entre los hombros. Las palabras del gigante del pasamontañas le mordían la nuca. No quería alzar la mirada. Ni gritar. El ruido de las antorchas crepitaba en sus oídos. El hombre apretó con más fuerza su mano encallecida sobre su cabeza.
– ¿Lo ves, pequeño zulú?
El cuerpo colgaba balanceándose blandamente de la rama del jacarandá. El torso relucía apenas a la luz de la luna, pero Ali no reconocía el rostro: ese hombre colgado de los pies, esa sonrisa sangrienta por encima de él no era su padre. No, no era él.
No del todo.
Ya no.
Volvió a restallar el sjambock [1].
Estaban todos allí, reunidos para el reparto del botín, los «Judías verdes», las milicias adiestradas para mantener el orden en los townships [2], esos negros a sueldo de los alcaldes comprados por el poder, los señores de la guerra, y también los otros, los que violaban los boicots y a los que les habían cortado las orejas: Ali quiso suplicarles, decirles que no servía de nada, que se equivocaban, pero no le salían las palabras. El gigante no lo soltaba:
– ¡Mira, niño: mira!
Le apestaba el aliento a cerveza y a la miseria del bantustán [3]: volvió a golpear, dos veces, latigazos que desgarraban la piel de su padre, pero el hombre colgado del árbol ya no reaccionaba. Había perdido demasiada sangre. La piel se le había levantado por todas partes. Estaba irreconocible. La realidad se había resquebrajado. Ali, ingrávido, miraba fijamente hacia el lado contrario: no era su padre eso que colgaba del árbol… No.
Le giraron la cabeza como una tuerca para obligarlo a mirar, antes de arrojarlo de bruces contra el suelo. Ali cayó sobre el césped seco. No reconocía a los hombres que lo rodeaban, los gigantes llevaban medias en la cara o pasamontañas, sólo veía la rabia reflejada en sus miradas, sus capilares reventados como ríos de sangre. Escondió la cabeza entre las manos para enterrarse en ellas y ocultarse, para acurrucarse y volver a ser líquido amniótico… A dos pasos de allí, Andy flaqueaba a ojos vista. Todavía vestía el pantalón corto rojo que le servía de pijama, y que ahora estaba empapado de orina, y sus rodillas se entrechocaban. Le habían atado las manos a la espalda y le habían puesto un neumático al cuello. Los ogros lo empujaban, le escupían a la cara, increpándose unos a otros, a ver quién encontraba la frase adecuada, la mejor justificación para la matanza. Andy los miraba, con los ojos fuera de las órbitas.
Ali nunca había visto a su hermano flaquear: Andy tenía quince años, era el mayor. Por supuesto, se peleaban con frecuencia, para desesperación de su madre, pero Ali era decididamente demasiado pequeño para defenderse. Preferían ir de pesca y jugar con los coches de alambre que hacían ellos mismos. Peugeot, Mercedes, Ford, Andy era un experto. Hasta se había fabricado un Jaguar, que habían visto en una revista, un coche inglés que les hacía soñar. Ahora sus rodillas huesudas y torcidas tiritaban a la luz de las antorchas; el jardín al que lo habían arrastrado apestaba a gasolina, y los gigantes se peleaban entre los bidones. Más lejos había gente gritando en la calle, los Amagoduka que venían del campo y no entendían lo que les hacían a sus vecinos: la tortura del collar.
Andy lloraba, lágrimas negras sobre su piel de ébano, con su pantalón corto rojo empapado de miedo… Ali vio a su hermano tambalearse cuando arrojaron la cerilla al neumático cubierto de gasolina.
– ¡¿Ves lo que pasa, hombrecito?! ¡¿Lo ves?!
Un grito, el chorro de petróleo sobre sus mejillas, la silueta dislocada de su hermano que se disolvía, fundiéndose como un soldadito de goma, y ese espantoso olor a quemado…
Los pájaros describían diagonales imposibles entre los ángulos del acantilado; se lanzaban en picado hacia el océano, inventaban suicidios y regresaban batiendo las alas…
Apostado en el terraplén que dominaba el lugar, Ali Neuman miraba pasar los buques de carga en el horizonte. Despuntaba el alba en el Cabo de Buena Esperanza, naranja y azul en el espectro índico. Las ballenas no eran más que un pretexto de paseo en su insomnio, ballenas jorobadas que, a partir de septiembre, venían a retozar a la punta de África… Ali había visto una vez a una pareja de ballenas saltar juntas en el aire antes de sumergirse en una larga apnea amorosa y reemerger cubiertas de espuma… La presencia de las ballenas le daba un poco de paz, como si su fuerza subiera hasta él. Pero el tiempo del amor había pasado para siempre. El alba horadaba la bruma sobre el mar, y ya no vendrían, ni esa mañana ni al día siguiente.
Las ballenas lo rehuían.
Habían desaparecido en las aguas heladas: ellas también tenían miedo del zulú…
Desdeñando el abismo que le tendía los brazos, Neuman bajó el sendero. El Cabo de Buena Esperanza estaba desierto a esa hora; no había autocares ni turistas chinos posando muy formalitos ante el mítico cartel. Sólo la brisa atlántica, que soplaba sobre la landa pelada, fantasmas conocidos que se perseguían al alba y sus eternas ganas de pelearse con el mundo. Una rabia ciega. Incluso los babuinos del parque se mantenían a distancia.
Neuman cruzó la landa hasta la entrada del Table Mountain National Park. El coche esperaba al otro lado de la barrera, anodino y polvoriento. El viento que soplaba del océano lo había calmado un poco. No duraría. Nada duraba. Encendió el motor sin pensar.
Lo importante era aguantar el tipo.
2
– Bass! Bass [4]!
Los negros de alpargatas raídas que habían saltado las vallas de seguridad esperaban a que los coches redujeran la velocidad para vender su mercancía.
La N 2 unía Ciudad del Cabo con Khayelitsha, su township más grande. Más allá de Mitchell's Plain, construida para los mestizos expulsados de las áreas blancas, se extendía una zona de dunas: en esa tierra llena de arena, el gobierno del apartheid había decidido construir Khayelitsha, «nueva casa», modelo del urbanismo de control típico de Sudáfrica: muy alejado del centro.
Pese a la superpoblación crónica, Josephina se negaba a mudarse a otra parte, ni siquiera a los terrenos acondicionados de Mandela Park, al sur del township, que habían construido para la emergente clase media negra; bajo sus sonrisas de ciega y su eterna bondad, la madre de Ali era una tremenda cabezota. Allí se habían refugiado los dos hacía veinte años, en los viejos barrios que formaban el corazón de Khayelitsha.
Josephina vivía sola en una de las core-houses [5] de Lindela, el eje que cruzaba de parte a parte el township, y no tenía motivo de queja: por lo general, solían hacinarse cinco o seis personas en ese espacio que, como mucho, contaba con una sola habitación, una cocina y un exiguo cuarto de baño que, debido a su edad avanzada, había aceptado agrandar. Josephina era feliz a su manera. Tenía agua corriente, electricidad y, gracias a su hijo, «todas las comodidades con las que podía soñar una ciega de setenta años». Josephina no pensaba moverse de Khayelitsha, y su colosal gordura no tenía nada que ver en su empecinamiento.