– ¿Tiene alguna idea del lugar donde pueden haber ido anoche?
– No…
– ¿Judith tiene novio?
– Deblink… Peter Deblink. Vive en Camps Bay -añadió Botha, como si aquello pudiera ser una garantía de moralidad-. Sus padres tienen un restaurante al que solemos ir mi mujer y yo…
– ¿Estaban juntos anoche?
– Ya le he dicho que Judith había quedado para repasar para los parciales con su amiga de la universidad.
– Su hija le mintió -replicó Fletcher.
Los delanteros jadeaban, agotados, pero Botha ya no los veía: si el cadáver era el de su hija… Sintió que se le endurecían los muslos y se le erizaba el vello. Entonces el móvil de Fletcher vibró en el bolsillo de su chaqueta. Con un gesto de disculpa para el entrenador, muy pálido, contestó a la llamada. Era Janet Helms, su compañera.
– Acabo de hablar por teléfono con Judith Botha -le dijo-: está en Strand, con su novio, no ha encendido el móvil hasta ahora…
El nudo que tenía en el estómago se disolvió.
– ¿La has puesto al corriente?
– No -contestó Janet-. Me imaginé que preferirías interrogarla tú.
– Has hecho bien… Dile que la espero en casa de sus padres.
A pie de campo, Botha tendió el oído. Pendiente de sus labios, buscaba un indicio, el que fuera, que le dijera que su hija estaba viva.
– Su hija está en la playa -le dijo Fletcher.
Los hombros del deportista se hundieron. Su alivio duró poco: Dan marcó el número de Neuman, que contestó al instante.
– Ali, soy yo. Creo que tengo el nombre de la víctima: Nicole Wiese.
5
– Es ella…
Los dedos de Stewart Wiese se entrelazaban como boas ante el mármol gris. La sala olía a antiséptico, pero por mucho que se esforzara el forense en hacer que su hija fuera algo más presentable, nada de eso iba a aplacar su rabia: de la tristeza ya se ocuparía después con su mujer.
Stewart Wiese había jugado de segunda línea en los Springboks: campeón del mundo en el 95, había formado parte unas cincuenta veces de la selección nacional, tenía muslos de búfalo y un cráneo con el que habría podido reventar una piedra de un cabezazo. Los campos de rugby lo habían entrenado para encajar golpes, el afrikáner había recibido bastantes y él a su vez había maltratado bastantes cuerpos, pero, como jugador que era, sabía de sobra que los golpes que no se ven venir son los más violentos. Ahora la niña de sus ojos, su hija mayor, ya no tenía ojos, ni nada que pudiera recordarle los rasgos de su Nicole.
– ¿Quiere sentarse?
– No.
Wiese debía de haber cogido unos quince kilos desde los tiempos en que jugaba, pero había conservado intactas las ganas de pelearse con el mundo. Apartó con un gesto el vaso de agua fresca que le ofrecía la ayudante del forense y le lanzó una mirada aguerrida a Neuman. Pensó en su mujer, loca de dolor antes incluso de que se confirmara el asesinato, en el abismo que se abría, cada vez más grande, bajo sus pies.
– ¿Tiene idea de quién es el hijo de puta que ha hecho esto?
No era tanto una pregunta como una amenaza.
Neuman observó la foto de la hija de Stewart, una muchacha rubia que acababa de cumplir dieciocho años y que residía en el 114 de Victoria, el barrio elegante de Camps Bay, en la periferia de la ciudad. Nicole Wiese: una muñequita bonita, al verla te daban ganas de comprarle un helado de vainilla, no de destrozarle el rostro con un martillo.
– Imagino que su hija no tenía enemigos -se aventuró Neuman.
– Ninguno así.
– ¿Permiso de conducir?
– No.
– Sin embargo, Nicole no fue andando a Kirstenbosch: ¿tiene idea de quién pudo haberla acompañado?
Wiese se retorcía las manos para no temblar.
– Nicole nunca habría salido por ahí de noche con desconocidos -dijo.
Miraba el rostro pulverizado de su hija como si fuera el de otra persona. No quería creer que el mundo no fuera más que una ilusión banal. Un castillo de naipes.
– ¿Cree en la teoría de que su hija era la persona equivocada y que esto ha ocurrido por encontrarse en el lugar y en el momento equivocados? -preguntó Neuman.
La rabia que estaba conteniendo estalló de golpe:
– ¡No, yo lo que creo es que esto es obra de un salvaje: un salvaje que se ha ensañado con mi hija! -Su voz retumbó en el aire helado-. ¡¿Quién si no puede haber hecho una cosa así?! ¡¿Quién si no?! ¡¿Me lo puede decir?!
– Lo siento mucho.
– No tanto como yo -replicó Wiese, sin aflojar las mandíbulas-. Pero esto no quedará así. No: no quedará así…
La tez rubicunda del afrikáner se había diluido, un furor sordo latía en sus sienes. Creía a su hija en casa de Judith Botha, donde las dos estudiantes debían pasar la noche repasando para los exámenes parciales ante un trozo de pizza, y en vez de eso la habían encontrado muerta a varios kilómetros de allí, asesinada en el Jardín Botánico de Kirstenbosch, en plena noche.
– ¿Y han… han violado a mi hija?
– Todavía no lo sabemos. La autopsia lo dirá.
El antiguo jugador de rugby enderezó el busto, era apenas un poco más alto que Neuman.
– Deberían saberlo -le espetó-. ¡¿Qué coño hace su forense?!
– Su trabajo -contestó Neuman-. Su hija mantuvo relaciones sexuales anoche, pero no es seguro que fuera violada.
Wiese se puso muy colorado, parecía estupefacto.
– Quiero ver al jefe de policía -dijo con voz átona-. Quiero que se ocupe personalmente de esto.
– Yo dirijo la brigada criminal -precisó Neuman-: y es exactamente lo que voy a hacer.
El afrikáner vaciló, desconcertado. La ayudante del forense había tapado con la sábana el cadáver, que Wiese seguía mirando con ojos vidriosos.
– ¿Puede decirme cuándo vio a Nicole por última vez?
– Hacia las cuatro de la tarde… El sábado… Nicole tenía que irse de compras con Judith Botha, antes de encerrarse a repasar para los exámenes.
– ¿Sabe si tenía novio?
– Nicole rompió antes del verano con su último novio -dijo-. Ben Durandt. Desde entonces no había vuelto a tener ninguno.
– A los dieciocho años no siempre le cuenta uno todo a su padre -se aventuró Neuman.
– Mi mujer me lo habría dicho. ¿Qué insinúa? ¿Qué no sé controlar a mi hija?
El furor velaba sus ojos metálicos: encontraría al tipo que había asesinado a su hija, lo haría papilla, lo reduciría a un puñado de huesos, no quedaría nada de él.
– Mi hija ha sido violada y asesinada por una bestia -declaró en tono perentorio-, un monstruo de la peor especie que hoy se pasea tan campante por la ciudad, con total impunidad: no puedo aceptarlo. Imposible. Si no sabe quién soy yo, va a aprender a conocerme… No soy de los que tiran la toalla, capitán. Removeré cielo y tierra hasta que cojamos a esta basura. Quiero que todos los departamentos de su jodida policía se involucren en el caso, que sus putos inspectores muevan el culo y sobre todo que obtengan resultados: pronto. ¿Está claro?
– La justicia es igual para todos -aseguró el policía negro con un énfasis que Wiese interpretó como arrogancia-. Encontraré al asesino de su hija.
– Lo espero por usted -masculló entre dientes.
La nuca rapada del afrikáner estaba empapada en sudor. Stewart Wiese lanzó una última mirada a la sábana que cubría a su hija.
Neuman empezaba a entender lo que lo irritaba de esa entrevista.
– Un agente irá a su casa mañana por la mañana -dijo, antes de dejarlo marchar.
Un agente blanco.
Las colinas y la vegetación frondosa que cubría las paradisíacas calas de Clifton habían cedido el lugar a residencias de lujo, chalés con aparcamiento en el techo, vigilancia y acceso privado a la playa. Atrapados como estaban en la tela de la especulación inmobiliaria, todavía se construía directamente en las faldas de las colinas, cada vez más alto; de todas formas, ya era demasiado tarde para pensar en preservar el paisaje.