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El 25 de West Point. Dorados, maderas lacadas, espejos a gogó, una joya para cualquier apasionado del brillo vulgar de los ochenta, la vivienda de la familia Botha estaba engalanada como una drag-queen de Sidney. Flora, que lucía una expresión cansada por el sol y el maquillaje, aguardaba el regreso de Judith sobre el sofá del salón panorámico. Su marido, que se afanaba alrededor de la mesa baja, hablaba por los dos. Mintiendo a todo el mundo, la tontorrona de la jovencita había levantado una barrera de antagonismo entre las dos familias: Stewart había llamado un poco antes, una discusión agitada que no había hecho sino envenenar más las cosas. El jugador de los Springboks había terminado su carrera en los Stormers de Nils Botha, y los dos hombres habían mantenido la amistad desde entonces: sus hijas habían ido juntas al colegio, tenían el mismo círculo de amistades, salían por los mismos sitios, nunca les había faltado nada ni habían dado el más mínimo disgusto a sus padres. Se suponía que debían repasar para los exámenes, no salir por ahí de noche ni marcharse a pasar el fin de semana en la playa. Traición. Incomprensión. Botha echaba chispas. Fletcher lo dejó cocerse en su propio jugo, mientras su esposa se retorcía los dedos en el sofá tapizado de flores.

Dan pensó en Claire, su mujer, a la que después iría a recoger al hospital, cuando llamaron al telefonillo. Flora dio un respingo en su cojín, se incorporó de golpe, como movida por un resorte, e hizo repiquetear sus tacones de aguja sobre el suelo de mármol. Nils fue el primero en descolgar el auricular del telefonillo. El vigilante anunció la llegada de su hija.

Judith apareció poco después al pie del ascensor privado, acompañada de su novio Peter, un niño bien del barrio que había cambiado sus Ray Ban por un mechón rubio que le adornaba la frente.

– Pero ¿qué pasa? -preguntó Judith, al ver la expresión deshecha de su madre-. ¿Ha ocurrido algo?

Botha echó a un lado a su mujer, se precipitó sobre su hija y le propinó una bofetada en plena cara. Flora dejó escapar un gritito de estupefacción. Judith gimió, desplomándose en el suelo.

– ¡Nils! -protestó Flora-. No…

– ¡Cállate! Y tú, escúchame bien -rugió, dirigiéndose a su hija-: sí, ha ocurrido algo: ¡Nicole ha sido asesinada! ¡¿Me oyes?! ¡La han matado!

La asistenta, escondida al fondo del pasillo, corrió a refugiarse en la cocina. Judith se echó a llorar. El joven a la moda que la acompañaba retrocedió hacia el ascensor. Botha lo fusiló con la mirada antes de inclinarse sobre la muchacha que lloraba, a la que levantó del brazo como se arrancan las malas hierbas.

– No creo que este trato sea el más adecuado dada la situación -se interpuso Fletcher.

– ¡Trato a mi hija como me da la gana!

– Pero ve que apenas puede mantenerse en pie…

A Botha le traía sin cuidado. Ya había golpeado antes a hombres en el suelo. Era tan válido en la vida como en el rugby. No veía más que la mentira, el engaño, la pérdida definitiva de la amistad con Stewart Wiese, con el resto de sus conocidos, la repercusión en sus negocios, la marabunta de problemas que se perfilaba en el horizonte. Y todo por culpa de la imbécil de su hija.

Judith sollozaba en el suelo de mármol, cubriéndose el rostro con las manos. Flora acudió junto a ella, torpe, sin saber por dónde cogerla ni cómo consolarla.

– Me gustaría hablar a solas con Judith -dijo Fletcher.

– ¡Tengo derecho a saber por qué nos ha mentido mi hija!

– Se lo ruego, señor Botha: déjeme hacer mi trabajo…

La boca de Botha se torció en un rictus agrio. El agente canijo hablaba a media voz y miraba a su hija con una compasión que lo ponía nervioso. Judith seguía encogida, con la espalda apoyada en la puerta del ascensor, patética, mientras su madre, torpe, trataba de consolarla con un murmullo inaudible.

Fletcher se arrodilló a su vez, descubrió unas pecas bajo el cabello despeinado de la muchacha, la tomó de la mano y la ayudó a levantarse. El rímel se le había corrido y ahora le manchaba los dedos. Apoyado contra el ascensor, Peter Deblink contaba las placas de mármol.

– Tú también te vienes -le lanzó Fletcher.

Evitando la furia paterna, la joven pareja siguió al policía hasta la terraza del salón panorámico.

Un viento fresco se elevaba con los pájaros; abajo, en la playa, se levantaban olas turquesa, era como si ese rincón del paraíso se hubiera equivocado de lugar; Judith, todavía en estado de shock, se derrumbó sobre una tumbona, donde pudo llorar con más libertad.

Hubo un momento de silencio, acentuado por el estruendo de las olas. Fletcher tenía la silueta frágil de Montgomery Clift, y su mirada sólo brillaba por la de su mujer: se inclinó hacia la joven estudiante y la encontró bonita, sin más.

– Tienes que ayudarme -dijo-. ¿De acuerdo?

Judith no contestó, muy ocupada en contener el llanto.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó, sorbiéndose la nariz.

– Todavía no lo sabemos -contestó Fletcher-. Esta mañana han encontrado el cuerpo de Nicole en el Jardín Botánico de Kirstenbosch.

Judith levantó la cabeza, incrédula. Los dedos de su padre habían trazado una obra paleolítica sobre su mejilla.

– Eras la mejor amiga de Nicole, según me han dicho…

– Nos conocemos desde niñas -confirmó Judith, con un nudo en la garganta-. Nicole vive en Camps Bay, al otro lado de la colina…

Pero el movimiento de cabeza que esbozó apenas llegaba a las plantas de la terraza.

– ¿Solías mentir para encubrirla?

– No… No…

Fletcher observó sus ojos mojados pero no vio en ellos más que vergüenza y tristeza.

– Dime la verdad.

– Tengo… tengo un estudio en Obs', cerca de la facultad… Nicole les decía a sus padres que se quedaba a dormir allí para estudiar.

– ¿Y no era verdad?

– Era sólo un pretexto para salir… No me gusta mentir, pero lo hacía por ella, por amistad. Intenté decirle que nuestros padres terminarían por enterarse, pero Nicole me suplicaba y… Vamos, que no tuve el valor de negarme. Ahora me arrepiento. Es horrible.

Buscó refugio entre sus manos.

– ¿No estabais con ella anoche? -preguntó Fletcher, volviéndose hacia Deblink.

– No -contestó el rubito-: estábamos en Strand para bucear en una jaula con los tiburones blancos. La excursión salía a las siete de la mañana. Hemos dormido en la casa de la empresa que organizaba esta salida de buceo.

Era fácil de comprobar.

– ¿Y Nicole?

– Tenía una copia de las llaves -contestó Judith-. Así teníamos libertad.

– ¿Te dijo adónde iba, con quién?

– No…

– Pensaba que erais amigas.

La expresión de su rostro cambió:

– A decir verdad, últimamente nos veíamos poco.

– Estáis en la misma facultad.

– Nicole ya casi no iba a clase -explicó Judith.

– ¿Y eso?

– La Historia no le apasionaba demasiado…

– Prefería a los chicos -prosiguió Fletcher.

– No me haga decir lo que no he dicho.

– Pero se acostaba con chicos…

– ¡Nicole era cualquier cosa menos una puta! -protestó su amiga.

– No veo qué hay de malo en que te gusten los chicos -dijo Fletcher para calmarla-. ¿Nicole había conocido a alguien?

Judith se encogió de hombros, desarmada.

– Creo que sí.

– ¿Sólo lo crees?

– No me habló de ello directamente, pero… no sé… Nicole había cambiado. Me rehuía.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– No sé -dijo Judith con un soplo de voz-. Es una intuición… Nos conocemos desde hace tiempo, pero algo había cambiado en ella. No sabría decir por qué, pero Nicole no era la misma, sobre todo últimamente. Eso es lo que me hace pensar que había conocido a alguien.