– Es raro que no te hubiera hablado de ello: eras su mejor amiga.
– Lo era, sí…
Un viento de tristeza barrió la terraza.
– ¿Nicole cambiaba a menudo de novio?
– No… no: no es que le gustara coleccionar ligues, ya se lo he dicho. Le gustaban los chicos, sí, pero como a todo el mundo: sin pasarse, una cosa normal.
Deblink ni siquiera se inmutó.
– Ben Durandt -añadió Fletcher-: ¿lo conoces?
– Un amigo de Camps Bay -dijo, tristona-. Estuvieron seis meses juntos.
– ¿Cómo se comportaba Durandt con Nicole?
– Muy bien para conducir un descapotable -calibró Judith.
– ¿Era el típico novio celoso?
– No… -Judith negó con la cabeza-. Durandt está demasiado fascinado por sí mismo como para interesarse por los demás. De todas maneras, no era más que un ligue. Nicole se aburría un montón con él.
La muchacha se iba animando un poco.
– ¿Sabes si se habían acostado juntos?
– No. ¡¿Por qué me lo pregunta?!
– Intento saber si Nicole se acostaba con chicos, si la relación sexual que mantuvo la noche del asesinato fue consentida o no.
Judith bajó la mirada.
– ¿Tú qué crees? -le preguntó a Deblink.
– Apenas nos conocíamos -contestó éste, con una mueca antipática.
– ¿Pensaba que erais asiduos de Camps Bay? La juventud dorada pasaba allí los fines de semana, de playa en playa.
– Sí -confirmó el playboy-, allí nos conocimos Judith y yo. Pero a Nicole sólo la había visto una vez, y deprisa y corriendo…
– ¿Quieres decir que Nicole ya no iba por Camps Bay?
– Eso es.
– Le digo que había cambiado -añadió Judith.
Una gaviota suspendida en el aire graznó a la altura de la terraza. Fletcher se volvió hacia la estudiante:
– ¿En qué habíais quedado anoche?
– Nicole me avisó por teléfono de que iba a salir. Yo tenía planeado ir a ver tiburones con Peter, por lo que le dejaba el estudio libre toda la noche…
– ¿Por qué mentir a vuestros padres?
– Mi padre, pase -contestó Judith, mordisqueándose los labios-, me ha dejado alquilar un estudio cerca de la universidad… Pero el padre de Nicole es muy… conservador, por decirlo de alguna manera. No le gustaba que saliera. O si lo hacía, tenía que ser con chicos que él conociera. Tenía miedo de que la agredieran o la violaran.
Había una agresión o una violación cada cinco minutos, según las estadísticas nacionales.
– ¿Por eso la encubrías cuando salía?
– Sí.
– ¿Nicole salía por los bares del barrio?
– Eso me decía ella.
– ¿Tenía nuevos amigos?
– Seguramente…
Fletcher asintió. La brisa de la tarde soplaba sobre la terraza.
– Han encontrado una tarjeta de videoclub a tu nombre en el bolsillo de su chaqueta -dijo.
– Sí, se la prestaba cuando quería ver películas.
– ¿Anoche, por ejemplo?
– No lo sé. Nicole tenía las llaves y volvía cuando quería. Yo no le hacía preguntas. Apenas nos cruzábamos por las mañanas, eso cuando no pasaba fuera toda la noche…
– ¿Ocurrió alguna vez?
– Sí, una vez, esta semana… El miércoles. Sí: el miércoles -repitió-. Cuando me desperté por la mañana no había nadie en el sofá.
– ¿Nicole no te contó dónde había dormido?
– No… Yo me limité a decirle que no podía seguir así. Que nuestros padres terminarían por pillarnos… Y, pese a todo, el sábado me dejé convencer otra vez. Como una idiota…
Volvieron a su memoria recuerdos de infancia, y sintió ganas de llorar: muñecas maquilladas, carcajadas, confidencias…
Judith trató de contener el llanto, pero venía con demasiada fuerza y la ola la ahogó. Ocultó el rostro entre las manos.
La noche caía despacio sobre el mar. Fletcher consultó su reloj: Claire salía en menos de una hora.
A dos pasos de allí, con su mechón rubio agitándose al viento, el playboy de plástico todavía no había tenido un solo gesto de consuelo para su novia. Dan apretó el hombro de la muchacha que lloraba, antes de marcharse hacia el hospital.
A partir de mañana (dentro de unas horas), iré de camino hacia ti. Un camino lento, como nos gusta, a paso de carroza… ¿A qué sabe tu sexo? ¿Sabes que su sabor cambia según la estación del año, la inclinación del sol, el humor de la luna? ¿Sigue siendo tu boca esa virtuosa del «orgasmo agónico»? ¿Seré todavía el pez piloto que corre en cabeza? Pienso en ello, luego ya estoy allí, imaginando, desde lejos, el placer de la inmersión… ¡Cuánto ansío estar contigo, mi amor!
Claire releyó por enésima vez la notita que Dan había metido junto con las flores. Se la guardó y le dio las rosas a la enfermera xhosa que llevaba tres noches cuidándola.
A los treinta años, uno desconfía de sus decisiones, en su mayoría definitivas, del matrimonio y de los accidentes de coche, pero no del cáncer, un cáncer de mama que le habían diagnosticado hacía tres meses y que había degenerado en toda clase de metástasis. El suelo se abría bajo sus pies, Dan no veía más que un abismo, pero Claire parecía soportar la quimioterapia y la pérdida de cabello. La última serie de análisis había resultado globalmente positiva: habría que ver cómo evolucionaba… Los niños, por supuesto, no sabían nada: Tom, de cuatro años y medio, estaba convencido de que su madre estaba «enferma de otoño», y que volvería a crecerle el pelo. Y en cuanto a Eve, ni siquiera se había enterado de nada…
Dan recogió a su mujer en el vestíbulo del Hospital Somerset. Claire llevaba una boina negra para cubrir su cabeza calva y una falda corta que dejaba al descubierto sus rodillas más delgadas ahora: sonrió al verlo abrirse paso a través de la multitud, lo cogió por los hombros y le plantó un beso en la boca delante de la recepción. Un beso largo y lánguido, como en sus primeros encuentros… Había que darle por culo a la desgracia, ésa era la expresión que empleaba ese ángel desposeído: la enfermedad no podría con ella ni con su cuerpo, ese terreno era sólo suyo, de Dan.
La gente pasaba delante de ellos, y su beso duraba y duraba.
– ¿Llevas mucho tiempo esperando? -le susurró Dan al oído.
– Veintiséis años dentro de dos meses -contestó Claire.
Dan se separó de su abrazo:
– Entonces vámonos de aquí…
La tomó de su mano frágil, cogió su maleta y la llevó hacia la salida. El aire del aparcamiento se le antojaba nuevo de pronto, y el cielo, casi tan luminoso como sus ojos azules de golondrina.
– Los niños te esperan, han organizado una fiestecita -anunció Dan-. La casa está un poco manga por hombro, no he tenido tiempo de ordenarla, pero la niñera se ocupa de las tartas.
– ¡Genial!
– Les he dicho que no llegaríamos antes de las ocho -añadió, como quien no quiere la cosa.
Eran apenas las seis y cuarto…
– ¿Adónde me llevas, casanova?
– A Llandudno.
Claire sonrió. Conocían una calita en la península, un sitio tranquilo donde podían bañarse desnudos sin que nadie viniera a molestarlos. Se acurrucó contra él y vio su coche camuflado en el aparcamiento.
– ¿Estás de servicio?
– Sí… Es una lata… Esta mañana han encontrado a una chica en Kirstenbosch.
– ¿La hija del jugador de rugby?
– ¿Te has enterado?
– Lo han dado antes por la radio… ¿Vienen a cenar los chicos?
Se refería a Ali y a Brian, sus queridos amigos, y al pequeño ritual que consistía en ir a cenar a su casa para disculparse por los horarios flexibles, el estrés y la burrada de trabajo que los esperaba.
– Habíamos pensado en mañana por la noche. Si te encuentras bien, claro -se apresuró a añadir.
– Ya lo hemos hablado -dijo Claire, como algo convenido-. No cambiemos nada, ¿vale?