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Quería que la trataran como a una convaleciente, no como a una enferma. Lo mismo valía para Ali y Brian. Dan volvió a besarla.

– ¿Has encontrado lo que te pedí? -quiso saber ella, subiendo al coche.

– Sí. Está en el asiento de atrás.

Claire se volvió hacia los asientos y colocó la sombrerera sobre su regazo.

– Cierra los ojos -le dijo.

– Ya están cerrados.

Claire lo miró de reojo, se quitó muy rápido la boina, cogió la peluca que había dentro de la sombrerera y se la ajustó mirándose en el espejo del retrovisor: una melena cuadrada y cortita, rubio platino, con dos mechones a los años sesenta que le llegaban justo por debajo de las orejas… Mmm, no estaba nada mal… Le dio unas palmaditas a su marido en el brazo:

– ¿Qué tal estoy en versión acrílico?

Dan no pudo evitar estremecerse: una sonrisa ávida y cruel flotaba en sus labios, una sonrisa de muñeca maltratada, y esos ojos azules donde brillaba su muerte…

– Fantástica -dijo, encendiendo el motor.

Tenían dos horas por delante: o lo que es lo mismo, la vida entera.

***

Los periódicos de la tarde abrían su edición con el asesinato de Nicole Wiese. Su padre había sido campeón del mundo justo después de las primeras elecciones democráticas, Mandela había vestido la camiseta de los Springboks y escuchado el nuevo himno sudafricano estrechando la mano de su capitán, Pienaar, un afrikáner. Aquel día, el segunda línea Stewart Wiese se había convertido en uno de los embajadores de la nueva Sudáfrica -y qué importaba si los invencibles All Blacks se habían pillado una gastroenteritis la víspera de la final-.

En medio de la tempestad que se había desatado, Stewart Wiese había anunciado que daría una conferencia de prensa, lo cual, en un país presa de la violencia y el crimen, no presagiaba nada bueno; se recordarían las estadísticas, más de cincuenta asesinatos al día, los fallos de la policía, incapaz de proteger a sus conciudadanos, y de ahí se pasaría a comentar la pertinencia de restablecer la pena de muerte…

La noche caía en el township. Ali apagó la radio y sirvió la cena en la cocina. Había preparado un plato de lentejas con cilantro y un cóctel de zumo de frutas. Atiborrada a pastillas, su madre había dormido buena parte de la tarde, pero ahora parecía mucho más recuperada: ¿la agresión de esta mañana? ¿Qué agresión? Josephina pretendía encontrarse divinamente, casi llegaba a decir que no había estado mejor en su vida. El, en cambio, aunque seguía igual de guapo, de fuerte, etcétera, parecía cansado… El mismo numerito de siempre.

Neuman no comentó nada de su jornada de trabajo, de lo que había visto: dejó sobre la mesa de la cocina sus bombones preferidos, el único capricho que se permitía su madre, y se marchó, no sin antes darle un beso en la frente y jurarle que sí, que sí, que un día le presentaría a su novia…

Simulacros.

Sin alumbrado público, fragmentados en una multitud de micro territorios, de noche los townships eran particularmente peligrosos. Marenberg no escapaba a esta regla: los Rastafari [17] habían organizado marchas contra el crimen y la droga, pero las bandas organizadas seguían imponiendo su ley: había ocurrido incluso que las escuelas de Bonteheuwel tuvieran que cerrar por decreto de las mafias, y las autoridades, impotentes, no pudieran garantizar la seguridad de los alumnos. En Marenberg, tres cuartas partes de éstos consumían drogas y gravitaban alrededor de los tsotsis…

Neuman aparcó el coche delante de la casa de Maia, una de las pocas construcciones de ladrillo del barrio. Las luces de los aviones titilaban en el cielo malva. Miró las calles de tierra que se desvanecían en la oscuridad y cerró la puerta del coche. Un rayo de claridad se filtraba por el tragaluz de su habitación; llamó suavemente a la puerta, para no asustarla -cuatro veces, era uno de sus códigos. Unos pasos quedos se acercaron.

Maia sonrió al verlo, su semidiós esculpido en la noche.

– Te he estado esperando todo el día -le dijo sin reproche.

La mestiza sólo vestía un camisón de reflejos plateados y el par de zapatillas que él le había comprado. Besó la mano del zulú y lo atrajo al interior de la casa. La decoración del pequeño salón había cambiado desde la semana anterior: Maia había arrancado los distintos papeles de pared que adornaban la habitación y, en su lugar, había colgado sus propios cuadros, que pintaba sobre tablas o sobre madera que recuperaba de la basura. Maia se alegraba de verlo pero no dijo nada -código número cuatro. Ali había elaborado una lista para ellos. Maia tenía que recordarla-.

Lo llevó hasta la habitación sin decir una palabra, encendió la vela que había junto al colchón y se tumbó boca abajo. Sus muslos dorados resplandecían en la penumbra, esas piernas de las que Ali conocía cada músculo, cada recoveco, por haberlas recorrido mil veces. Maia cerró los ojos y se dejó contemplar, con los brazos separados del cuerpo, como si estuviera a punto de echar a volar. Fuera ladró un perro.

Pasó otro avión. La cera terminó por derramarse sobre la moqueta. Esculpida en la espera, Maia seguía inmóvil, con los ojos cerrados, como si estuviera muerta. Por fin, Neuman le pasó la mano por el cabello, trenzado con esmero y, suavemente, le acaricio la curva de la nuca. Ella esbozó una sonrisa, no necesitaba abrir los ojos:

– Reconocería tu mano a tres metros…

Maia estaba caliente y suave, como sus labios. Le acarició los hombros, la espalda, ligeramente rugosa… Una, dos, tres… Neuman contó cinco cicatrices. Maia se retorcía, gimiendo. Quizá fingiera… Qué importaba. Él le subió el camisón, dejó al descubierto sus riñones, la curva de sus nalgas, que ella no tardó en tenderle, como una ofrenda. Ali no pensaba: con las yemas de los dedos trazaba surcos en su cuerpo maltratado, un hilo invisible que le arrancaba mil y un gemidos de puro placer…

Levantó la cabeza y, a la luz de la vela, vio las imágenes que adornaban las paredes; eran fotografías recortadas de revistas que Maia había puesto ahí para alegrar la habitación, o pensando que le gustarían a él, mujeres vestidas con trajes sastre muy elegantes o en bañador, mujeres publicitarias en decorados paradisíacos de playas y atolones aislados, pobres fotografías medio arrugadas, algunas de las cuales, recogidas de la calle, se habían manchado de humedad o de la suciedad de la basura… Le partían el corazón, y a la vez sintió unas fuertes ganas de vomitar.

Neuman se marchó sin mirar siquiera sus cuadros, dejando un puñado de billetes sobre la nevera.

***

El jardín Botánico estaba vacío a esas horas, el alba era aún un recuerdo. Neuman caminó sobre el césped cortado a la inglesa, con los zapatos en la mano. Sentía la hierba blanda y fresca bajo los pies. Las hojas de las acacias se estremecían en la oscuridad. Se arrebujó en su chaqueta y se acuclilló junto a las flores.

«Wilde Iris (Dictesgrandiflora)», decía el cartelito. Seguían allí los precintos de la policía, que se agitaban con la brisa…

No se había encontrado el bolso de Nicole en el lugar del crimen. El asesino se lo habría llevado. ¿Por qué? ¿Por el dinero? ¿Qué podía llevar una estudiante en el bolso? Alzó los ojos hacia las nubes asustadas que desfilaban deprisa bajo la luna. El presentimiento seguía ahí, omnipresente, y le oprimía el pecho.

Ali no dormiría. Ni esa noche ni la siguiente. Las pastillas no le hacían ningún efecto, como mucho le dejaban un sabor a pasta blanda en la boca; insomnio crónico, desesperación, fenómenos compensatorios, desesperación, su cerebro era presa de un círculo vicioso. Y no sólo desde aquella mañana. Los paseos por el Cabo de Buena Esperanza no iban a cambiar nada tampoco. En lo más hondo de sí mismo tenía ese monstruo frío, esa bestia de la que no podía librarse; por más que luchara, por más que la negara, por más que hiciera que cada mañana fuera la primera y no la última, libraba una guerra perdida de antemano. Maia: patética fachada… Se le llenaron los ojos de lágrimas. Podía inventarse escenarios de vida, códigos eróticos, listas de atracciones pasionales que no eran sino amores fantasma, el yeso no aguantaba. Sus máscaras caerían en una lluvia de escayola, muy pronto, tabiques de imperio que lo arrastrarían todo en su caída, decorados demasiado viejos, listos para el desguace. La realidad estallaría algún día: lo agarraría del cuello y le haría morder el polvo, como en el jardín de su infancia. Su piel, su vida de zulú pendía de un hilo: podía remodelar la realidad cuanto quisiera, hacer planes, poner nombres a las curvas femeninas, pero al final ésta siempre volvía a caer, cual motor en llamas, en la misma tierra de nadie. Una tierra sin hombres, sin hombres dignos de ese nombre.

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[17] Partidarios del regreso a África.