Las guitarras que gritaban en la habitación callaron de pronto.
– ¡¿Qué es esta música de salvajes?!
P. J. Harvey: un metro cincuenta y cinco de explosivo, una voz de sílex y unos riffs que podrían hacer estallar la Tierra… Rick apareció en el quicio de la puerta, con el pelo aún mojado de los largos que acababa de nadar en su piscina. Llevaba un albornoz y un reloj con forma de televisor. Ruby estaba terminando de maquillarse. Le acarició el trasero en pompa.
– ¿Te vas?
– Sí -contestó ella-, llego tarde.
– Qué pena…
Ruby sintió su erección en su espalda, su sexo se iba endureciendo a medida que se le acercaba más para abrazarla. Rick sonreía dejando al descubierto sus treinta y dos dientes impecables, que se reflejaban en el espejo; deslizó la mano bajo su vestido, salvó el obstáculo del tanga y la introdujo en su pubis.
– Vamos a tener que darnos prisa -le susurró al oído.
Ruby arqueó el cuerpo, mientras él empezaba a masturbarla.
– No tengo tiempo -gimió.
– Dos minutos -dijo él, respirando más fuerte.
– Voy a llegar tarde…
– Sí… Verás qué rico…
– Cariño…
Ruby se retorcía, para zafarse de él sin brusquedad, pero él la sujetaba con fuerza mientras le masajeaba el clítoris; le levantó el vestido y apretó su sexo entre sus nalgas.
– Rick… No, Rick…
Pero él ya le había bajado el tanga.
Era un hermoso día de verano, los insectos volaban en círculo en el jardín umbroso, perseguidos por veloces pájaros. Ruby salió por la terraza, con el bolso en la mano; al final iba a llegar tarde… Rick volvió a ceñirse el albornoz y cogió el periódico que estaba sobre la tumbona.
– ¡Hasta esta noche, querida! -le dijo desde lejos.
– ¡Te llamo después de la reunión!
– ¡Vale!
Ruby sonrió para ocultar que se sentía incómoda. Le había hecho daño…
El bullmastiff que vigilaba la finca acudió a mendigarle una caricia pero se alejó enseguida. Ruby se subió al BMW cupé aparcado en el patio, evitó cruzarse con su propia mirada vidriosa en el retrovisor, a punto estuvo de atropellar al perro, que ladraba bajo las ruedas, y se alejó deprisa por el camino de las viñas, escuchando a Polly Jean a todo volumen, para ahogar sus lágrimas.
Tan elegante y tan chic como su hermana Clifton, Camps Bay se asomaba al Atlántico y a los contrafuertes de Table Mountain, que la protegían de los vientos polares. Con unas nubes vaporosas en las cumbres, los buques de carga que moteaban el horizonte azul celeste y palmeras indolentes bordeando Victoria Road, el barrio residencial de lujo emanaba un perfume de Eldorado.
– Menuda cara de malhumor tiene usted -observó el camarero.
Epkeen se estaba tomando un café mientras contemplaba el mar. Acababa de hablar con Ruby por teléfono y dudaba entre reír o llorar…
– Ponme otro expreso en lugar de hacerte el listillo -replicó.
La terraza del Café Caprice estaba casi vacía a esa hora. Tipos tatuados con físico de culturistas, bólidos descapotables, tías buenas y chicas fáciles a tutiplén, gafas de sol de última moda, los jóvenes modernos de Camps Bay no aparecerían por allí antes de las once.
– ¿Quiere algo de bollería? -le propuso el camarero mientras pasaba la bayeta por la mesa vecina. -No.
– Si quiere, también tengo unas salchichas riq…
– ¡Que te he dicho que no!
Brian odiaba las bóerewors, esas salchichas que sabían a pies sucios y que le servían de desayuno cuando era niño, con la excusa de ser afrikáner. Cerró el Cape Times y suspiró, contemplando el azul del mar y del cielo; Stewart Wiese había emitido un comunicado de prensa particularmente elocuente en cuanto a la política nacional contra la delincuencia, y en especial contra la policía, a la que juzgaba incapaz de evitar los asesinatos y las violaciones de los cuales su hija acababa de ser la enésima víctima, y ya estaba bien; una declaración de la que enseguida se habían hecho eco los medios de comunicación de todo el país… Brian había recorrido todos los bares de Victoria Road preguntando a los camareros y enseñándoles la foto de la estudiante, pero ninguno recordaba haberla visto últimamente, lo que corroboraba el testimonio de Judith Botha. Tomando el relevo de Dan Fletcher, había interrogado a Ben Durandt. «Muy bien para conducir un descapotable»: el único amante (conocido) de Nicole cuadraba con la descripción que de él había hecho su amiga Judith… Pagó la cuenta y, algo calmado por el ruido del mar, Epkeen subió el pequeño repecho que llevaba a casa de los Wiese.
Pese a los problemas de inseguridad y la crisis inmobiliaria, Camps Bay seguía siendo el barrio elegante más importante de Ciudad del Cabo, una estación balnearia residencial preservada por Chapman's Speak, una de las carreteras más bellas del mundo, a la que actualmente sólo se podía acceder previo pago de un peaje. Allí los negros aparcaban los coches o trabajaban en las cocinas. Había que bajar hacia Hout Bay para ver los primeros townships, que eran poco más que islotes de chabolas que surgían, como excrecencias, de los pueblos de la costa.
El miedo al negro había cedido paso al miedo a la delincuencia entre la mayor parte de los blancos acomodados, que se refugiaban en sus laager [18]: respuesta armada, acceso vigilado por vídeo, muralla coronada por alambre de espino y cables electrificados; la casa en la que había crecido Nicole poseía el equipamiento mínimo de una vivienda de ese nivel.
La terraza de teca dominaba el chalé de un cineasta ausente la mitad del año; Epkeen se fumó un cigarro apoyado en la barandilla, contemplando la vista sobre la bahía. La asistenta, una xhosa que parecía sacada de otra época y se expresaba en pidgin [19], le había rogado que esperara junto a la piscina: Stewart Wiese estaba hablando en el salón vecino con el responsable de la empresa funeraria.
El antiguo jugador de rugby se había pasado al negocio del vino y tenía acciones en distintas sociedades locales, entre las que se contaban las mejores explotaciones de la región. Epkeen se inclinó hacia la cristalera que daba al despacho de la planta baja: vio trofeos en los estantes, banderines de rugby, la bandera del Partido Nacional, que hasta hacía poco aún era mayoritario en la provincia del Cabo Occidental [20].
Unos pasos pesados retumbaron entonces sobre el suelo de la terraza.
Brian había olvidado su rostro, pero lo reconoció nada más verlo: Stewart Wiese era un armario de dos metros y un centímetro, tenía la cabeza abollada a golpes, las orejas arrugadas por un sinfín de melés y los ojos gris acero todavía rojos de llorar.
– ¿Es usted quien lleva la investigación? -le espetó al policía vestido con pantalones de faena que acababa de llegar.
– Teniente Epkeen -se presentó; su mano se perdió en la del coloso.
Sucio y arrugado por la noche del sábado, Epkeen había dejado su traje en el tinte. Wiese esbozó una mueca dubitativa al ver su camiseta. Sus dos hijas menores, de cuatro y seis años, se habían marchado a casa de sus abuelos hasta el funeral de su hermana; su mujer, incapaz de mantener la más mínima conversación, dormía en su habitación porque había tomado un somnífero. Respondió a las preguntas del agente como si fueran una mera formalidad: Nicole estaba matriculada en primero de Historia en Observatory, y para aprobar Historia había que echarle codos, no pasarse las noches por ahí de cachondeo; además, las calles no eran seguras, a los clientes del restaurante más de moda de la ciudad los había desvalijado una banda de delincuentes la semana anterior, sin ir más lejos, un sábado por la noche; las jóvenes blancas eran población de riesgo, razón por la cual controlaba por dónde y con quién salía Nicole. Nunca había dudado de Judith Botha, de su lealtad. El y su mujer no entendían lo que había podido ocurrir: era algo que los superaba por completo.