Выбрать главу

Epkeen comprendía el humor belicoso del padre de familia -a él la muerte de un vago como David lo aniquilaría-, pero había algo en los argumentos de ese tipo que lo molestaba…

– Hace tiempo que no habían visto a su hija en los bares de Camps Bay -dijo-. ¿Le comentó Nicole si iba a algún sitio nuevo?

– Mi hija no tiene por costumbre salir de bares -contestó, mirándolo fijamente.

– Precisamente: alguien pudo llevarla a la fuerza, obligarla a beber…

– Somos adventistas estrictos -aseguró Wiese.

– Es usted también un deportista de alto niveclass="underline" entre los partidos fuera de casa y las estancias de concentración, me imagino que apenas habrá visto crecer a su hija mayor.

– La tuve joven, es verdad -concedió-, yo estaba entonces muy centrado en la competición, pero desde que me retiré hemos tenido tiempo de conocernos.

– Su hija mantenía entonces una relación más cercana con su madre -prosiguió Epkeen.

– Con ella hablaba más que conmigo.

Lo típico, vamos.

– Nicole salió varias veces la semana pasada…

– Le repito que se suponía que estaba repasando los exámenes con Judith.

– Si Nicole necesitaba una coartada para salir es porque conocía de antemano su reacción, ¿no?

– ¿Qué reacción?

– Imagine por ejemplo que hubiera conocido a jóvenes de otro entorno social, coloured [21], o incluso negros…

Stewart Wiese recuperó su expresión de segunda línea momentos antes de entrar en la melé:

– ¿A qué ha venido aquí, a tacharme de racista o a encontrar al cerdo que mató a mi hija?

– Nicole mantuvo relaciones sexuales la noche del asesinato -dijo Epkeen-. Trato de averiguar con quién.

– Mi hija fue violada y asesinada.

– Eso por ahora no se sabe… -Epkeen encendió un cigarrillo-. Siento tener que entrar en detalles, señor Wiese, pero puede ocurrir que la vagina de una mujer se lubrique para protegerse de violencias sexuales. Eso no quiere decir que la relación fuera consentida.

– Es imposible.

– ¿Puede saberse por qué?

– Mi hija era virgen -dijo.

– He oído hablar de un tal Durandt…

– Era un simple ligue. Anoche lo comentamos mi mujer y yo: Nicole no lo quería. Al menos no lo suficiente para tomar la píldora.

Había otros medios de contracepción, sobre todo con el sida, que asolaba el país, pero era adentrarse en un terreno resbaladizo, y Durandt había confirmado que nunca se habían acostado.

– ¿Nicole no le hizo entonces ninguna confidencia a su esposa? -insistió Epkeen.

– No sobre ese tema.

– ¿Sobre algún otro en concreto?

– Somos una familia unida, teniente. ¿Adónde quiere llegar? Sus ojos parecían canicas cromadas bajo la luz del sol.

– En la chaqueta de Nicole se encontró una tarjeta de videoclub -dijo Epkeen-. Según el registro del establecimiento, en las últimas semanas con esa tarjeta se alquilaron varias películas de carácter pornográfico.

– ¡Que yo sepa esa tarjeta estaba a nombre de Judith Botha! -se irritó el afrikáner.

– Nicole la utilizaba.

– ¡¿Eso se lo ha dicho Judith?!

– No fue ella quien guardó esa tarjeta en la chaqueta de Nicole.

El coloso estaba desconcertado: no le gustaba el tono que estaba tomando la conversación, ni el aspecto del poli que había venido a interrogarlo.

– Eso no quiere decir que mi hija alquilara esa clase de películas -afirmó-. ¡Lo que insinúa es odioso!

– Acabo de hablar por teléfono con Judith: sostiene no haber alquilado nunca ninguna película porno.

– ¡Miente! -ladró Wiese-. ¡Miente como nos ha mentido siempre, a Nils Botha y a mí!

Epkeen asintió con la cabeza. Lo comprobaría preguntando a los dependientes del videoclub…

– ¿Tenía su hija un diario íntimo o algo por el estilo? -inquirió.

– No, que yo sepa.

– ¿Puedo ver su habitación?

Wiese había cruzado los brazos, dos troncos, como si estuviera montando guardia.

– Por aquí -dijo, abriendo la cristalera.

Las habitaciones de la casa eran amplias y luminosas. Subieron al piso de arriba. Wiese pasó sin hacer ruido por delante del cuarto donde su mujer dormía para no sentir el dolor, y señaló una puerta al final del pasillo. La habitación de Nicole era la de una adolescente estudiosa: fotos de actores de cine encima de su escritorio, un ordenador, discos, una serie de fotos de carné con su amiga Judith, de la época en que aún iban al colegio, riendo y haciendo el tonto, una cama con una funda nórdica impecablemente estirada, estanterías llenas de libros, Un largo camino hacia la libertad, la autobiografía de Mandela, unas cuantas novelas policíacas sudafricanas y americanas, cajas, velas, cachivaches… Epkeen abrió el cajón de la mesilla de noche, encontró un montón revuelto de cartas, y las miró una a una. Cartas de adolescentes, que hablaban de sueños y de amores futuros. No citaban ningún nombre, sólo el de un tal Ben (Durandt), al que se describía como superficial y más interesado por los campeonatos de Fórmula 1 que por los vericuetos de su alma gemela. La joven había conocido a otra persona. Alguien que había ocultado a todo el mundo…

El padre de Nicole permanecía en la puerta de la habitación, como un vigía silencioso. Excepto una blusa sobre el respaldo de un sillón de mimbre, todo estaba cuidadosamente ordenado. También el cuarto de baño, con sus frasquitos de maquillaje y de productos de belleza alineados delante del espejo. Epkeen registró el armarito de las medicinas: algodón, antiséptico y medicinas varias. Abrió las cajitas de artesanía africana que adornaban los estantes, los cajones de la cómoda y el zapatero, pero sólo descubrió prendas de lujo con los bolsillos vacíos o accesorios de chica de enigmática utilidad. Tampoco había nada bajo el colchón, la almohada y los cojines. Nicole no tenía diario íntimo. Encendió el ordenador, abrió los iconos…

– ¿Qué está buscando? -preguntó a su espalda el padre.

– Pues una pista, qué si no.

Epkeen exploró el buzón de correo, los e-mails enviados y recibidos, apuntó los nombres y las direcciones pero no encontró nada concreto. La vida de Nicole se resumía en una masa de niebla. Vació los pulmones, cerró los ojos para barrer lo que había visto y volvió a abrirlos enseguida, como nuevos. Reflexionó un momento antes de inclinarse sobre la torre del ordenador: había huellas de dedos, se adivinaban debajo de una gruesa capa de polvo.

Se agachó, sacó su navaja suiza, desatornilló el lado izquierdo de la torre y quitó el bloque de metal… Dentro encontró una bolsita de plástico junto a las barras de memoria, con curiosos objetos en su interior: bolas chinas, un mini vibrador con orejas de conejo para enchufar al iPod, preservativos, nieve comestible para untar en el cuerpo, un anillo vibrador con estimulador para el clítoris, pildoras «Woman power caps», un spray de lubricante anal anestésico y el último grito en juguetes eróticos, cuidadosamente empaquetados…

Inclinado sobre él como un árbol muerto, el ex jugador de rugby tardó un tiempo en reaccionar. Apartó la cara y se volvió hacia la piscina, cuyas aguas se veían espejear por la ventana. Pudor inúticlass="underline" los hombros del gigante empezaron a temblar y a sacudirse, cada vez más rápido…

7

Ciudad del Cabo era el escaparate de Sudáfrica. Escaldada por el asesinato de un conocido historiador el año anterior; escandalizada por la muerte del cantante reggae Lucky Duke, leyenda viva comprometida con la lucha contra el apartheid, asesinado a tiros por unos malhechores delante de sus hijos, cuando los llevaba a casa de su tío; el First National Bank (FNB) acababa de lanzar una amplia campaña de comunicación contra el crimen, una campaña que englobaba al sector privado y a las principales instancias de la oposición.

вернуться

[21] Nombre con el que se conoce a los mestizos de Ciudad del Cabo, pertenecientes a distintas etnias.