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Llegaron a casa de Dan con flores para Claire.

La joven pareja vivía en Kloof Nek, en una casita en la parte alta de la ciudad. Dan Fletcher compartía su punto de vista sobre la sociedad sudafricana, los medios empleados para mejorarla así como la naturaleza del vínculo que los unía. La desgracia que había sufrido su mujer había terminado de sellar su amistad.

Claire los recibió en la verja de entrada con un abrazo y una sonrisa valiente.

– ¿Estás bien? -le preguntó Ali, devolviéndole la sonrisa.

– Mejor que vosotros, chicos: ¡vaya caras largas traéis!

Su silueta se había afinado y su tez rosa había palidecido bajo el efecto de la radiación, pero Claire seguía tan guapa como siempre. Le sentaba bien la peluca rubia. La cogieron del brazo, le preguntaron por su enfermedad sin dejar de bromear -les gustaba mostrarse animosos- y la siguieron hasta la casa. Dan aguardaba bajo las malvarrosas del cenador, obedeciendo al ritual de la barbacoa en el jardín; los niños, muy excitados, los recibieron con gritos de júbilo.

Cenaron todos juntos en la terraza de la casa, olvidando que una recaída haría añicos su vida.

La copa de Pinot que Claire se había permitido la había achispado, y Brian abrió otra botella.

– Ahora salgo con una camarera -dijo, a modo de explicación.

– Qué original… ¿Y cómo es?

– Ni idea.

– ¡Vamos, hombre! -Claire sonrió-. ¡¿Al menos sabrás cómo se llama?!

– Mira -protestó él-, ¡si ya me cuesta acordarme de mi propio nombre!

Esta vez Claire soltó una carcajada, que era de lo que se trataba.

– Ya, bueno, el caso es que entre tú y Ali, que nos oculta a su dulcinea -prosiguió la mujer-, sigo siendo la única chica aquí.

– Sí -asintió Brian-, eso también me lo reprochaba Ruby cuando comíamos fuera de casa.

Ali sonrió con ellos, para no quedar mal, pero las grietas de su refugio se agrandaban. Nunca les había presentado a Maia a sus amigos. Ningún blanco iba jamás a los townships: por eso mismo la había elegido Ali. Y de todas formas, ¿qué les iba a decir? ¡¿Que había recogido a esa pobre chica de la calle, como una bolsa de basura reventada por los perros, que no sabía leer ni escribir, que apenas sabía pintar en trozos de madera, que mantenía a una mujer para poder acariciarla cuanto quisiera, para aplacar sus pulsiones de hombre o lo que quedaba de ellas, que Maia le servía de fachada, de tapadera social, de tarjeta postal?! No se la presentaría nunca. Jamás.

Pasó una sombra en el crepúsculo. Neuman se levantó para quitar la mesa y se quedó un momento bajo los árboles, hasta que se tranquilizó.

Brian lo observaba desde lejos, bromeando para disimular, pero no se dejaba engañar, Ali estaba raro últimamente…

En el jardín, era la hora del gato: dos gatos sin raza, atigrados, que fingían devorarse el uno al otro. Los niños, con los pijamas puestos, los observaban, contentos y excitados; los adultos terminaron de quitar la mesa, lo que marcaba para ellos la hora de irse a la cama, pero aún no se querían acostar.

– ¡Tío Brian! ¡¿Luchamos?! ¡Anda, sí! ¡Tío Brian!

– Yo no lucho con gárgolas.

– ¡Soy Darth Vader! -gritó Tom, agitando en círculos un trozo de plástico.

Eve, feliz, también sabía gesticular lo suyo.

– Ya está bien de tricloretileno -les aconsejó Brian.

Los niños no entendían ni la mitad de lo que decía, pero les bastaba con los sonidos de las palabras. Pronto pasaron de brazos en brazos antes de seguir a su madre al interior de la casa. El jardín quedó sumido en la calma, al caer la noche. Dan encendió las velas de los faroles mientras Neuman abría la carpeta con el caso que se traían entre manos. No tardaron en olvidar que era una noche agradable.

Nicole Wiese había tomado por la tangente, y era fácil comprenderla -con dieciocho años que tenía, quería ver la vida, no su envoltorio, por brillante que fuera-. Judith Botha le servía de coartada y, de vez en cuando, le prestaba su apartamento. El equipo científico lo había registrado a conciencia, pero no había encontrado más huellas que las de las dos chicas y las de Deblink. Las preguntas a los vecinos no habían aportado respuestas interesantes, así como tampoco se había encontrado ninguna pista en la Universidad de Observatory: Nicole no ponía los pies allí más que para hacer algún que otro papeleo de vez en cuando, lo que confirmaba lo que había dicho su amiga Judith.

Epkeen había seguido la pista de los juguetes eróticos: al no encontrar el rastro de la venta vía Internet en su habitación (de todas maneras, Nicole no se habría arriesgado a que le entregaran la mercancía a domicilio), había recorrido todos los sex shops de la ciudad y había dado con la tienda que le había vendido el material; habían sido varias compras, escalonadas en las últimas tres semanas. A la dependienta a la que había interrogado le gustaba darle a la lengua y tenía buena memoria para las caras: Nicole no había ido a la tienda acompañada de ningún chico. Epkeen había pasado también por el videoclub: Por el culo, Cita en mi coño, Fist-fucking in the rain, Nicole no había alquilado ninguna película el sábado por la noche, pero sí varias esas últimas semanas. El empleado al que había interrogado recordaba a la joven estudiante (le había pedido el carné de identidad), pero estaba sola…

Por suerte, Fletcher había logrado más resultados.

– He comprobado las llamadas y las cuentas de Nicole -dijo, consultando su cuaderno de investigación-: tenemos una lista de números que, por ahora, no han dado nada. En cuanto al dinero, Nicole tenía gastos regulares que cubrían de sobra su tren de vida, bastante modesto si tenemos en cuenta el nivel social de su familia. Las compras realizadas con tarjeta de crédito son de ropa en las tiendas del centro, material escolar y copas en distintos bares de Observatory. La última vez que la utilizó fue el miércoles por la noche, en el Sundance: sesenta rands.

– Un bar de estudiantes -precisó Epkeen.

– El miércoles -prosiguió Fletcher-, es decir, cuando Nicole pasó toda la noche fuera, no fue a dormir al apartamento… He buscado en los hoteles de la ciudad pero su nombre no figura en ningún registro. No sabemos, pues, dónde durmió esa noche, ni con quién, pero tenemos el rastro de una retirada de fondos el día del asesinato, a las ocho de la tarde: mil rands, en el cajero automático de Muizenberg, en el lado sur de la península… Mil rands -continuó-: mucho dinero para una chica de su edad, sobre todo porque siempre sacaba pequeñas cantidades.

– ¿Hay trapicheo en el Sundance? -quiso saber Neuman.

– Ni siquiera de cocaína -contestó Dan.

– Es extraño…

– ¿Por qué?

– Nicole estaba totalmente colocada cuando la mataron -dijo.

Tembo acababa de entregarle el primer informe de la autopsia. Nicole Wiese había muerto hacia la una de la madrugada, en el Jardín Botánico. La habían asesinado a golpes con un martillo o un objeto similar -maza, barra de hierro-: treinta y dos puntos de impacto, concentrados esencialmente en el rostro y en el cráneo. Lesiones, hematomas y fracturas múltiples, entre ellas el húmero derecho y tres dedos. Hundimiento del cráneo. No se habían encontrado fragmentos de piel bajo las uñas, ni semen en la vagina. Contrariamente a las declaraciones apresuradas de su padre, no se había confirmado que hubiera habido violación, ni tampoco había habido penetración anal. Lo único seguro era que la joven no era virgen en el momento del crimen. Por otro lado se le había encontrado sal marina en la piel» granos de arena en el cabello y unos extraños arañazos en brazos y tórax, provocados por alambre oxidado. Las marcas eran recientes.

– Pudo arañarse al cruzar un cercado -aventuró Epkeen.

– El acceso al Jardín Botánico es libre, no hay ningún cercado -puntualizó Neuman.