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Ali se había resignado a tirar la toalla. El township necesitaba su experiencia (Josephina era enfermera diplomada), sus consejos y su fe. El equipo del dispensario en el que trabajaba como voluntaria hacía cuanto podía para atender a los enfermos y, dijera lo que dijera, Josephina no era del todo ciega: aunque ya no viera con precisión los rostros, todavía acertaba a distinguir las siluetas, que ella llamaba sus «sombras»… ¿Sería una manera de decir que estaba abandonando lentamente la superficie de este mundo? Ali no podía aceptarlo. Eran los únicos supervivientes de la familia, y ya no habría descendientes. Su tutor había saltado por los aires. No tenía más raíces que su madre.

Ali trabajaba demasiado pero iba a visitar a Josephina los domingos. La ayudaba con los papeleos burocráticos y la regañaba, acariciándole la mano, le decía que un día la iban a encontrar muerta, o inconsciente, si seguía corriendo de aquí para allá por el township a todas horas. La gruesa anciana se reía. Decía entre hipos que se hacía vieja, que era un verdadero desastre, que pronto habría que traer una grúa para moverla, de modo que al final Ali también se reía. Para complacerla.

Un viento cálido se colaba por la ventanilla abierta del coche; Neuman dejó atrás la estación de autobuses de Sanlam Center y tomó por Lansdowne Street. Chapa, tablones de madera, puertas arrancadas, ladrillos, chatarra, se construía con lo que crecía en la tierra, lo que se conseguía aquí y allá, lo que se robaba o se cambiaba; las chabolas parecían montarse unas encima de otras, y las antenas, enmarañadas en los tejados, devorarse unas a otras bajo un sol de justicia. Neuman siguió la carretera de asfalto que conducía al viejo barrio de Khayelitsha.

Pensaba en las mujeres a las que nunca había llevado a casa de su madre, en Maia, a la que vería después de la comida dominical, cuando un movimiento en su ángulo muerto lo sacó de su ensimismamiento. Frenó delante de un vendedor de cigarrillos, que no tuvo tiempo de abordarlo: Neuman retrocedió veinte metros y se detuvo a la altura del descampado.

Detrás de las cintas bicolores que delimitaban el solar del futuro gimnasio, dos jóvenes maltrataban a un niño, un mocoso harapiento que apenas se sostenía en pie… Neuman suspiró -le sobraba tiempo antes de la salida de misa- y abrió la puerta del coche.

Habían tirado al niño al suelo y lo estaban inflando a patadas, tratando de arrastrarlo hacia los cimientos del gimnasio. Neuman avanzó con la esperanza de que se marcharan corriendo, pero los dos jóvenes -tatuados y con bandanas en la cabeza, tenían toda la pinta de ser tsotsis [6]- seguían ensañándose con el más pequeño. El niño había mordido el polvo, sangraba por la boca y desde luego con esos brazos famélicos no iba a poder protegerse de los golpes.

El mayor de los jóvenes levantó la cabeza al ver a Neuman aparecer en el descampado:

– ¡¿Y tú qué quieres?!

– Largo de aquí.

El zulú era más corpulento que los dos tsotsis juntos, pero el mayor llevaba una pistola debajo de su camiseta de la selección brasileña.

– El que se larga de aquí eres tú -dijo entre dientes-, ¡y ya mismo!

El joven negro lo apuntó a la cara con su pistola, una Beretta M92 semiautomática parecida a las que utilizaba la policía.

– ¿De dónde has sacado esa arma?

Al tsotsi le temblaba la mano. Tenía los ojos translúcidos. Seguramente estaba colocado.

– ¿De dónde has sacado esa arma? -repitió Neuman.

– ¡Que te largues te he dicho, o te pego tres tiros!

– Eso -añadió su compañero-: no te metas en esto, ¿te enteras?

Tirado en el suelo, el niño se sujetaba la boca, contándose los dientes que aún seguían en su sitio.

– Soy policía: entregadme esa arma antes de que os dé vuestro merecido.

Los dos tipos intercambiaron una mirada y unas palabras en dashiki, el dialecto nigeriano.

– ¡Te voy a volar la cabeza! -amenazó el mayor.

– Sí, y te pasarás el resto de tus días en la cárcel haciendo de puta para los matones -prosiguió Neuman-: con esa cara bonita que tienes te vas a tragar más pollas…

Les había dado donde más les dolía. Los dos jóvenes enseñaron los dientes, dos hileras sucias con más huecos que piezas dentales.

– ¡Gilipollas! -espetó el cabecilla antes de salir corriendo.

Su compañero desapareció tras él, cojeando… Dos yonquis, no había duda. Neuman se volvió hacia su víctima, pero en el suelo ya sólo quedaba una masa de sangre. El niño había aprovechado para reptar hacia los cimientos del solar: se alejaba ya a toda velocidad, sangrando por la nariz.

– ¡Espera! ¡No tengas miedo!

Al oírlo, el niño lanzó una mirada aterrorizada a Neuman, tropezó contra los escombros con sus sandalias de suela de neumático y se metió de cabeza por un tubo de hormigón, por el que desapareció. Neuman se acercó y calibró la circunferencia del conducto de evacuación -la apertura era demasiado estrecha para un adulto de su corpulencia… ¿Llevaría a alguna parte? Su llamada en la oscuridad no recibió respuesta.

Se incorporó, protegiéndose la nariz del olor a orina. Exceptuando un perro sarnoso que husmeaba el agua estancada de los cimientos, el solar estaba desierto. Sólo quedaban el sol y esas gotas de sangre que corrían por el polvo…

***

El township de Khayelitsha había cambiado desde la llegada de Mandela al poder: además de que ahora había agua corriente, electricidad y carreteras asfaltadas, junto con los edificios administrativos también se habían levantado casitas de ladrillo, y las redes de transporte permitían llegar hasta el centro de la ciudad. Muchos criticaban la política del «pequeño paso» inaugurada por el icono nacional; cientos de miles de viviendas estaban aún sumidas en la miseria, pero era el precio que había que pagar por el «milagro sudafricano», por la llegada pacífica de la democracia a un país al borde del caos…

Neuman aparcó el coche delante del trozo de tierra resquebrajada que constituía el jardín de su madre. Las mujeres del barrio volvían de misa, tan coquetas con sus vestidos con los colores de su congregación: buscó a Josephina entre ellas pero sólo vio niños bajo las sombrillas. Llamó a la puerta a la vez que la abría y, nada más entrar, vio la blusa rota sobre la silla.

– ¡Entra! -dijo su madre, adivinando sus pasos en la entrada-. ¡Entra, cariño!

Ali encontró a Josephina tumbada en la cama deshecha, con una enfermera inclinada sobre ella. Tenía la frente bañada en sudor, pero sonrió al ver su silueta en la puerta.

– Estás aquí…

Neuman cogió la mano que su madre le tendía y se sentó al borde de la cama.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, inquieto.

Los ojos de la anciana se agrandaron, como si su hijo estuviera en todas partes.

– No pongas esa cara -le dijo con cariño-: enfadado no estás tan guapo.

– Creía que eras ciega… Anda, di, ¿qué ha pasado?

– Su madre ha sufrido un síncope -anunció la enfermera desde el otro lado de la cama-. La tensión la tiene bien, pero no sea brusco con ella, haga el favor: todavía está impresionada por lo que ha ocurrido.

Myriam era un bellezón de veinte años, una xhosa [7] de ojos de cedro. Neuman apenas se fijó en ella:

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[6] Miembros de las mafias de los townships.

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[7] Los xhosa son uno de los principales grupos étnicos de Sudáfrica. A él pertenece, por ejemplo, Nelson Mándela. (N. de la T.)