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Apareció una mujer, vestida con un kaross [22] que le llegaba hasta la mitad del muslo. Como un jarrón humeante, perfumado de aceites y de flores, empezó a bailar bajo los golpes sordos. Su piel brillaba como los ojos de un gato al anochecer, tam tam tam, bailaba en el corazón mismo del animal, era la selva, el polvo zulú y las hierbas altas por las que rondaban los tokoloshe, los espíritus de los antepasados: Ali podía verlos surgir de las tinieblas a las que los había recluido la Historia, los miembros de la tribu, aquellos a los que quería y con quienes había roto todo vínculo, aquellos a los que no había podido conocer y que habían matado en su lugar, todos los retazos de un pueblo muerto en lo más hondo de su ser. El ruido de los tambores resquebrajó su coraza, el aire estaba saturado de ruido, y él seguía inmóvil ante el escenario, como un árbol que esperara un rayo.

Los espectadores de las primeras filas contuvieron el aliento cuando la bailarina se precipitó sobre las brasas. Sus pies desnudos pisoteaban la alfombra de fuego que enrojecía bajo sus golpes, saltaban y volvían a buscar el ardor al compás de los tambores y de los coros que desgarraban el tiempo y el espacio. Bailaba con los párpados entornados, levantaba las rodillas por encima de la cabeza, aporreaba el suelo con los pies, lanzando despedidas las brasas, que hacían retroceder a los espectadores de las primeras filas. Estética de la rabia. Al final del trance, sólo estaba ella, un metro ochenta de músculos plantados sobre las brasas, una multitud cautivada ante el escenario, y su belleza humeante por encima del caos.

Neuman se estremeció cuando los demás aplaudieron. Santo Dios, ¿de dónde había salido ese animal?

Zina llevaba un vestidito rojo carmín y, parecía ser, nada más. Lo que enseñaba bastaba. Ali la encontró en su camerino, entre una bolsita de algodón y su vestuario tirado de cualquier manera sobre el sofá de piel sintética.

En la habitación flotaba un olorcillo a fuego. Finas trenzas caían sobre su nuca; y sobre sus mejillas, dos mechones teñidos y cuidadosamente ondulados. Sus párpados no engañaban: la mujer tenía más de cuarenta años, pero su cuerpo afilado era el de una atleta. También sus rasgos parecían esculpidos en arcilla, el suyo era un rostro bello y duro en el que se adivinaban una rabia difusa y una nobleza casi altiva: Zina miró apenas la fotografía que el policía le presentaba, ocupada como estaba en untarse Intizi en la planta de los pies, una pomada tradicional hecha a base de grasa animal que calmaría sus quemaduras…

– Sabe lo que le ha ocurrido a esta chica, ¿verdad?

– Difícil no enterarse con el bombardeo de información -contestó.

Máscaras, tubos de pintura, pigmentos, instrumentos de música, el camerino de la bailarina estaba manga por hombro. Neuman vio sus pieles de leopardo, las mazas zulúes contra la pared y los escudos tradicionales con los que desfilaba el Inkatha…

– ¿Conocía a Nicole Wiese?

– Si está aquí, imagino que sabe la respuesta -replicó ella.

– Las vieron juntas el miércoles por la noche.

– ¿Ah, sí?

Sentada en el taburete, Zina seguía frotándose los pies: caminar sobre el fuego no tenía mucho misterio, bailar, en cambio, un poco más.

– ¿Es todo lo que puede decirme? -insistió Neuman.

– Actuamos aquí lo que dura el festival. Nicole vino a hablarme a la barra, después de la actuación. Nos tomamos una copa. Y poco más.

– ¿Nicole estaba sola cuando se acercó a usted?

– Creo que sí. No me fijé.

– ¿Qué le dijo?

– Que era fantástica.

– ¿Le ocurre a menudo?

La mujer levantó la cabeza y esbozó una sonrisa malvada: -Usted es policía: no se imagina la atracción que ejercemos en lo alto de un escenario.

Ironía o veneno, la mujer sabía muy bien lo que se hacía.

Neuman la calibraba, perplejo.

– ¿Por qué me mira así? -le espetó ella.

– Nicole no volvió a casa esa noche.

– No soy su mamá.

– Nadie sabe dónde durmió. ¿De qué hablaron?

– Del espectáculo, claro.

– ¿Y después?

– Nos tomamos una copa, y luego yo me fui a dormir.

– ¿Nicole no le dijo adónde iba? ¿Con quién?

– No.

– No parece que le dejara un recuerdo imborrable…

– No teníamos gran cosa que decirnos, señor Neuman. Nicole era una chica simpática, pero me miraba como si yo fuera de oro… Estoy acostumbrada a ese tipo de admiradoras. Va con la profesión -añadió en tono neutro.

– Pese a todo, se tomó el tiempo de tomar una copa con ella.

– Tampoco se la iba a tirar a la cara… ¿Ustedes los polis son siempre así?

– Hay cadáveres que cuesta olvidar, señorita. El de Nicole, por ejemplo. ¿Se vieron el sábado por la noche?

– Nos cruzamos un momento, después del espectáculo…

– ¿Es decir?

– Hacia las once y media.

Era lo que le había dicho el regidor, que filtraba el acceso a los camerinos.

– ¿Nicole estaba sola?

– Cuando yo la vi, sí… Pero la discoteca estaba abarrotada.

Zina cruzó las piernas para quitarse los restos de carbón incrustados.

– ¿Parecía en un estado normal?

– Si se refiere a si tenía los ojos llenos de estrellitas, sí.

No habían pensado que pudiera estar tan drogada.

– Hemos descubierto en su organismo una droga compuesta por tik -dijo Neuman-: una droga dura que se suele encontrar más bien en los townships…

– Ya se me ha pasado la edad para esas tonterías, si es eso lo que lo preocupa -contestó ella.

– Nicole le mintió a todo el mundo: ya no frecuentaba a los jóvenes de su entorno, no iba a la universidad, salía a escondidas, sus padres la creían virgen cuando en realidad coleccionaba juguetes eróticos y mantenía relaciones sexuales con uno o varios desconocidos.

Zina no era de las que apartan la mirada por pudor:

– Era mayor de edad, ¿no?

En ese momento llamaron a la puerta de su camerino: entró uno de los músicos, Joey, un zulú fuerte y corpulento con una camiseta del Che y un porro en la boca.

– No te he dicho que entres -le espetó Zina.

– ¡Me tienes harto con tus historias! ¿Te vienes? Vamos a comer aquí al lado.

– Ahora voy…

El músico lanzó una ojeada circunspecta al negro alto que estaba apoyado en la pared y desapareció entre una nube de humo acre.

– ¿Tiene más preguntas tontas que hacerme? -abrevió la bailarina-. Tengo un hambre de lobo.

Neuman negó con la cabeza:

– No… Por ahora, no.

– ¿Porque piensa usted volver?

– Sinjalo thina maZulu [23]

La mujer sonrió con aire cómplice:

– Ya me parecía a mí que no tenía usted pinta de poli…

Dicho esto, Zina cogió el bolso de lino de junto al espejo y se levantó. Su cuerpo era ágil, sus músculos, mil animalillos que rugían bajo la tela de su vestido… Neuman se inclinó sobre sus pies desnudos:

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[22] Túnica de piel.

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[23] «Nosotros los zulúes somos así.»