– ¿Va a salir así, descalza?
– ¿Usted qué cree, que bailo sobre el fuego gracias a mis poderes sobrenaturales?
Una lluvia tropical se abatía sobre la acera de Lower Main Street. Los noctámbulos habían abandonado las terrazas como una bandada de gorriones y ahora se hacinaban en los bares. Zina calculó la distancia que la separaba del restaurante donde la esperaban los músicos y cruzó una última mirada con Neuman, indiferente a la lluvia.
– ¿Hasta cuándo actúa aquí? -le preguntó.
– Hoy era el último espectáculo en el Sundance -dijo ella-. Este fin de semana continuamos en el Armchair, un poco más abajo en esta misma calle…
Con la lluvia, su vestido tenía ahora un estampado distinto. Estaban a punto de separarse.
– Discúlpeme si antes he sido un poco brusco -dijo Neuman.
– No es usted, sino lo que anda buscando.
– Busco al asesino de esa chica, nada más…
– ¿Tengo que desearle buena suerte?
La lluvia se había pegado a sus caderas. O al revés. Neuman bajó la mirada a sus tobillos, que chorreaban agua sobre el asfalto. Los dos estaban ya empapados.
– Bueno, le dejo -dijo ella-, o al final se me ahogarán los pies…
Zina salió de la cuneta por donde corría la tormenta y fue a reunirse con el resto de su grupo. Neuman contempló alejarse a la bailarina en la calle desierta, más oscura que nunca. Un vestido de lluvia había caído sobre su vida…
8
Dado que los servicios secretos y las fuerzas policiales se ponían mutuamente la zancadilla siempre que podían, el ANC había tenido que crear la Unidad Presidencial de Inteligencia, una unidad especial encargada de vigilar sus diferencias además de recoger información en el extranjero y en el interior del país. Janet Helms trabajaba para dicha unidad antes de que Fletcher la quisiera en su equipo. La joven mestiza era un genio de la informática, una hacker fuera de serie que, bajo su aspecto de gordita amable, escondía más de un as en la manga. Ante la insistencia de Fletcher, Neuman había obtenido su traslado gracias a la intervención del superintendente.
El equipo Fletcher/Helms pronto había sobrepasado la barrera de la eficacia profesionaclass="underline" su mirada atormentada, su elegancia frágil, sus ademanes casi femeninos… Janet se había enamorado al instante del joven sargento. Un amor sin salida, uno de tantos, y sin porvenir: Dan Fletcher tenía hijos y una mujer a la que parecía querer con locura. Janet había visto su fotografía sobre su mesa, una chica guapa, eso era innegable, que le bloqueaba un horizonte bastante complicado ya por su sobrepeso.
Janet Helms siempre se había visto gorda. En esos casos no hay nada que hacer. Había probado los complementos nutricionales, los psiquiatras, las revistas femeninas, los programas de televisión, los consejos de los gurús, pero en vano: su envoltorio le seguía pareciendo desesperadamente grande. Janet se había equivocado de traje. Era un problema de talla. Sería siempre una mestiza con una cara corriente y unas caderas, heredadas de su madre, que revelaban un trasero consecuente que ninguna estratagema conseguiría remodelar: tendría que aguantarse con ese modelo, una pena y un pesar de la talla XXL.
El rumor acerca del cáncer de la mujer de Fletcher la había afectado mucho: compasión, esperanza, vergüenza, Janet odiaba sus pensamientos -¡que se muera!- pero su imaginación la propulsaba lejos. Tras veinticinco años sin novio, bien podía esperar un poco más. Ella y sólo ella podría consolarlo, algún día. Janet lo tomaría todo: el duelo, los niños, sus manos sobre su cuerpo y todo lo demás. El suyo era un amor que iba más allá de toda vergüenza. Dan olía tan bien cuando se inclinaba sobre ella…
– Parece que hemos cogido un pez -dijo, con los ojos fijos en la pantalla del ordenador.
– Sí…
Estaban viendo las cintas que Neuman había traído del Sundance. Aparecía Nicole en compañía de un hombre unas horas antes del asesinato, un joven negro que no había respondido a la llamada de la policía en busca de testigos que hubieran visto a Nicole en el bar.
– Voy a empezar la búsqueda en los ficheros de la central -anunció Janet, deslizando su silla hasta el ordenador vecino.
Había elaborado el retrato robot del sospechoso y puesto en marcha el motor de búsqueda cuando Neuman llegó al despacho. Janet Helms saludó al capitán, al que apenas conocía, y se concentró en su labor. Neuman la impresionaba. Este pronto se inclinó sobre la pantalla. Unas bandas grises restaban calidad a la imagen de vídeo, pero reconoció a Nicole Wiese en la puerta del Sundance, en compañía de un joven negro, alto y fuerte, vestido y enjoyado al estilo de los miembros de las mafias… Masculló algo para el cuello de su camisa; vaya, qué contento se iba a poner el papaíto.
– Esa cinta es del sábado por la noche -dijo Fletcher-, a las nueve cincuenta, cuando llegaron a la discoteca. Se vuelve a ver a la pareja dos horas más tarde, es decir, poco antes de medianoche, a la salida… Aún no sabemos quién es ese tipo, pero acompañaba a Nicole el martes por la noche.
– ¿El martes?
– Sí, ya lo sé, el día que Nicole no fue a dormir al apartamento fue el miércoles. Sea como fuere, estaban juntos una hora antes del asesinato.
Neuman observó la imagen en pausa, la silueta esbelta del joven negro.
– Si está en nuestros ficheros, Janet no debería tardar en encontrarlo -dijo Fletcher, volviéndose hacia la mestiza, que tecleaba en un rincón de la mesa.
La agente no dijo nada, absorta como estaba en el juego de sus dedos sobre el teclado. Neuman volvió a darle al play. Nicole no parecía aturdida ni somnolienta, ambos tenían sencillamente el aspecto de dos jóvenes que salen de un bar…
– ¿Has visto las cintas del miércoles por la noche?
– Sí -contestó Dan-. Nicole llegó a las nueve y media, y se marchó hacia las doce. Pero esa noche estaba sola, no la acompañaba ningún amigo o amiga…
A la espera de más pistas, los dos hombres elaboraron un primer escenario con la información de la que disponían: Nicole abandona el domicilio familiar el sábado por la tarde, con el pretexto de irse de compras con su amiga Judith, y va a una playa de la península, probablemente Muizenberg, para encontrarse con su amante negro. Nicole saca mil rands de un cajero automático a las ocho, cenan algo de camino y vuelven a Ciudad del Cabo sin ni siquiera darse una ducha en el estudio de Judith. Van al Sundance, asisten a la actuación del grupo zulú que Nicole vio tres días antes, y salen de la discoteca poco antes de medianoche. Nicole muere una hora más tarde, en Kirstenbosch…
El parque estaba a media hora en coche de Observatory: eso dejaba unos cuarenta minutos de margen. ¿Qué habían hecho en esos cuarenta minutos? ¿El amor bajo las estrellas, después de iniciar a Nicole en los placeres de la metanfetamina? ¿O, al contrario, acaso la había drogado a muerte para abusar mejor de ella? ¿Para qué, si la joven consentía en mantener relaciones sexuales?
El tik llevaba a los consumidores a omitir las reglas de seguridad sexual más elementales, pero el GHB era fácil de conseguir y era una manera más segura de violar a las chicas sin que se enterasen… Una tercera persona había podido seguirlos, o sorprenderlos en el Jardín Botánico. De ser así, ¿qué había sido del joven negro?
La agente Helms, que maltrataba su teclado a dos pasos de allí, se detuvo en seco.
– Aquí está -dijo-. Stanley Ramphele: trapichea con marihuana, actualmente en libertad condicional. Tenemos la dirección de una casa prefabricada, en Noordhoek.
Un pueblo en la costa este de la península.
Epkeen llegó cuando ya se marchaban. Neuman se lo llevó con ellos: él también necesitaba tomar el aire.