– Tu coche sigue pareciendo un vertedero -observó Fletcher, abriendo el compartimento de la puerta del Mercedes.
Unas hormigas se repartían unos trozos antiguos de tarta.
– Es la última merienda de mi hijo -mintió Epkeen.
Había de todo allí dentro: cintas con la carátula rota, lápices, sobres prefranqueados, una linterna, un cepillo de dientes, preservativos, un libro con las páginas estropeadas por la arena y también un knut -una tira de cuero de hipopótamo rematada por una bola de cobre que sus antepasados utilizaban para azotar al ganado-… Dan extrajo el Cok 45 del desorden, limpió las migas de tarta pegadas al cañón y vio que el tambor estaba vacío. Brian no lo cargaba nunca. Sería capaz de matar a alguien. Ya le había ocurrido. No se arrepentía de nada: el solo recuerdo ya le pesaba bastante.
Sentado en el asiento trasero, indiferente al grandioso panorama de Chapman's Park, Neuman contrastaba la información de la central; Stanley Ramphele, veintiún años, era el hermano pequeño de Sonny un camello reincidente que purgaba actualmente una pena de dos años en la cárcel de Poulsmoor, en Cabo Occidental. Stanley también traficaba con droga, lo que le había valido una condena condicional. No tenía estudios, ni ejercía ninguna actividad que hubieran reseñado los servicios sociales, pero parecía portarse bien desde su detención, seis meses antes. Con un subsidio del Estado pagaba el alquiler de la casa prefabricada que compartía con su hermano, en Noordhoek, un pueblo aislado en la bahía más salvaje de la península. Según los polis locales, los hermanos Ramphele se contentaban con traficar con hierba local.
– A lo mejor se han pasado al tik -comentó Fletcher.
– A los surfistas de la costa les va más el éxtasis o la coca.
– Salvo que se les venda tik con otro nombre…
El Mercedes iba pisando huevos detrás de un autocar de turistas; dejaron atrás la estatua de bronce del último leopardo de la región abatido a tiros hacía un siglo, y llegaron a la cornisa. Los acantilados de gres se precipitaban sobre un mar desenfrenado, cuyo rugido se oía desde las alturas. Una carretera polvorienta bordeaba el océano, abriéndose paso a través de las dunas, de un blanco inmaculado.
Fletcher se inclinó sobre el mapa.
– Debe de estar por aquí -dijo-: detrás de la remonta…
La bahía de Noordhoek era peligrosa y poco frecuentada: las olas de gran altura y los tiburones que campaban por alta mar impedían el baño y, dado que se habían cometido varios crímenes en la playa, un cartel advertía que no era aconsejable alejarse demasiado del aparcamiento… El Mercedes atravesó el pueblo y retomó la vieja pista que bordeaba el mar. Algunas casas se ocultaban entre las dunas, eran cabañas por lo general destartaladas; Epkeen se detuvo al fin ante una vieja camioneta, aparcada a pocos metros de una casa prefabricada de aspecto vetusto, medio carcomida por la sal. Era la de Ramphele, según la información que tenían. Las cortinas, amarillas de nicotina, estaban corridas. Salieron del coche. Neuman hizo una señal a Epkeen, que rodeó la casa.
Había una moto aparcada al abrigo del viento, bajo una lona. Neuman y Fletcher avanzaron hasta la puerta medio rota. En unas cuantas zancadas, Epkeen llegó a la parte trasera de la casa: echó una ojeada por la ventana y distinguió una silueta a través del velo mugriento de las cortinas. Apoyó la cabeza y las manos contra el cristaclass="underline" había alguien al otro lado, a escasos centímetros de él… Un negro, con la cabeza reclinada contra el respaldo, pero no estaba durmiendo: las moscas se paseaban por su cráneo…
Neuman no tuvo que forzar la cerradura, la puerta estaba abierta. Una nube de insectos zumbaba en el interior. El joven negro estaba delante de la mesa plastificada del minúsculo salón y, con los párpados entornados, miraba fijamente un punto definitivo en el techo. Stanley Ramphele, según la foto antropométrica. Había una jeringuilla usada encima del cojín y un poco de polvo blanquecino en una bolsita de plástico… Fletcher se acercó para tomarle el pulso, procurando no respirar -el olor a mierda era espantoso-, e indicó con un gesto que estaba muerto.
– Voy a llamar a la brigada -dijo, retrocediendo hacia la puerta.
Neuman olvidó el olor y las moscas. Los ojos del joven xhosa estaban vacíos, como si los hubieran rayado a lápiz, y el cuerpo, frío como una piedra. Llevaba muerto varios días -se le habían relajado los esfínteres, y los excrementos que manchaban su pantalón se habían secado sobre el sofá-. Inspeccionó el cadáver. No había rastro de lucha, de equimosis ni de heridas visibles. Tan sólo la marca de un pinchazo, en el brazo izquierdo. El torniquete descansaba a su lado, sobre el sofá. Neuman se puso unos guantes de plástico y evaluó el polvillo que cubría la mesa. Metanfetamina, sin duda… Registró la casa prefabricada.
Un ordenador portátil, ropa de marca sobre la cama deshecha, unas gafas de sol italianas, algunas joyas -bisutería sin ningún valor-, un casco de moto: Neuman encontró un poco de marihuana bajo el colchón, pero no había otras drogas. Se agachó para mirar debajo de la cama y sacó un objeto sepultado entre el polvo acumulado: un bolso. En su interior había un móvil, pañuelos de papel, tres preservativos en su envoltorio, varios frasquitos y documentos de identidad a nombre de Nicole Wiese.
Abrió el monedero y contó apenas cien rands; luego abrió uno de los frasquitos. El líquido que contenía era verdoso, y el olor, difícil de identificar. Ninguno de los frasquitos tenía inscripción alguna, pero uno de ellos estaba vacío…
El mar rugía por la puerta abierta de la casa. Neuman se incorporó, vio a Epkeen, que inspeccionaba el suelo lleno de polvo, se dirigió hacia el aseo y, de pronto, retrocedió bruscamente nada más entrar: una migala peluda y oscura lo observaba desde la cañería de la cisterna. La araña era tan grande como su mano y tenía el opérculo abierto como si estuviera a punto de huir, preparada para picar. Ocho ojitos oscuros que lo miraban fijamente, mientras las patas se agitaban… La tapa del váter estaba bajada, y el ventanuco tenía un candado… ¿Cómo había podido entrar? Neuman cerró la puerta del aseo, sentía sudores fríos en la espalda.
Epkeen estaba en la entrada de la casa, su silueta se recortaba sobre el sol de mediodía.
– El cuentakilómetros de la moto marca cuatrocientos -dijo-: una Yamaha con rayos pintados que costará unos treinta mil rands… No está mal para un rebelde sin oficio ni beneficio, ¿no?
Neuman tenía una cara muy rara.
– ¿Qué pasa?
– He encontrado el bolso de Nicole debajo de la cama y algo de droga -dijo-. Y también hay una migala en el retrete.
– ¿Una migala? -preguntó Epkeen, con una mueca.
– Peluda.
Fletcher apareció a su vez, con el móvil en la mano.
– El equipo científico llegará dentro de veinte minutos -anunció.
Fuera, un viento tibio levantaba el polvo del camino. Neuman registró la camioneta aparcada delante de la casa. Los papeles seguían a nombre de Sonny Ramphele. Sobre los asientos había envoltorios de chocolatinas, palitos de helado y latas de refresco. La arena que cubría la alfombrilla era más oscura que la de Noordhoek, donde el agua helada impedía el baño. Stanley no llevaba casco el sábado por la noche a su llegada a la discoteca, debían ele haber cogido la camioneta para ir al este de la península, donde la costa era más hospitalaria…
Su móvil vibró entonces en su bolsillo. Era Myriam, la enfermera del dispensario. Contestó.
Los minibuses atestados de viajeros trataban de zigzaguear a golpe de bocina, pero había bastante tráfico en la N 2 ese mediodía. Neuman se impacientaba detrás de un camión cisterna nuevecito -como su madre había vuelto a hacer de las suyas, había dejado a Epkeen en la casa prefabricada para que él se ocupara de todo- cuando recibió la llamada de Tembo. El forense había terminado los análisis complementarios de la autopsia de Nicole Wiese.