– He encontrado el nombre de la sustancia ingerida unos días antes del asesinato -le dijo-: es iboga, una planta originaria del África occidental que utilizan los chamanes en sus ceremonias. En cambio, el nombre de la sustancia inhalada junto con el tik nos es desconocido.
– ¿Cómo que desconocido?
– Hay una molécula química, sí -dijo el biólogo-, pero su composición no figura en ninguna parte.
– ¿Y no será cualquier porquería que hayan añadido para cortar la droga? -avanzó Neuman.
– Es posible -contestó Tembo-. O bien puede tratarse de una nueva combinación de productos, que formarían una nueva droga.
Neuman reflexionó un momento, atrapado en otro atasco. La extrema derecha del Movimiento de Resistencia Afrikáner (AWB) o los grupúsculos sectarios que, bajo el régimen del apartheid, traficaban con pastillas para embrutecer a la juventud blanca progresista ya no tenían mucha fuerza. Nicole Wiese provenía de la élite afrikáner, y su padre era un importante respaldo financiero del Partido Nacionaclass="underline" a los lobos no les interesaba en absoluto devorarse entre sí.
– Lo ideal sería tener una muestra del producto -prosiguió el forense-. Podríamos hacer análisis, profundizar en nuestras investigaciones…
Una flecha anunció la bifurcación para Khayelitsha. Neuman pensó en la bolsita de polvo que habían encontrado junto al cadáver de Ramphele.
– No se preocupe por eso -le dijo, tomando la salida de la autopista-: creo haber encontrado algo que lo mantendrá ocupado…
El anexo del Hospital de la Cruz Roja se encontraba en la esquina del Centro comunitario, separado en cuatro «pueblos». Unos niños con pantalones cortos jugaban delante del edificio de madera pintada, otros salían agarrados de los brazos llenos de paquetes de sus madres. Myriam estaba sentada en la escalinata, fumando un cigarro, mientras trazaba círculos con el pie en el polvo del suelo -había empezado por dibujar sueños aborígenes que se parecían vagamente a Ali Neuman… En eso estaba cuando su coche apareció en el patio del dispensario. A la joven enfermera apenas le dio tiempo a borrar sus dibujos, en un momento ya estaba allí, por encima de ella, con su aureola negra y su mirada llena de espinas.
– Gracias por llamarme -dijo, a modo de preámbulo.
– Es lo que me pidió que hiciera, ¿no?
– No todo el mundo actúa como usted.
Con la mano levantada para protegerse del sol, Myriam dejó que el zulú se perdiera en sus tradicionales fórmulas de cortesía -así al menos la miraba.
– ¿Cómo está?
– Ha habido que rehidratarla -contestó la enfermera-. A su madre se le va la olla por completo, si me permite la expresión.
– Sí.
Josephina se había marchado de Khayelitsha hacia las nueve de la mañana, y la habían encontrado tres horas después, perdida en un asentamiento ilegal cerca de Mitchells Plain, una zona que se extendía entre el township y la N 2. Coger el autobús, apearse en un lado de la autopista, caminar por los terrenos accidentados que llevaban a los asentamientos ilegales… su comportamiento rozaba la inconsciencia.
– ¿Qué estaba haciendo mi madre allí? -gruñó Neuman.
– Eso tendrá que preguntárselo usted -contestó Myriam, sin ocultar su exasperación-. Unas personas como Dios manda avisaron al dispensario, pero la próxima vez quizá no tenga tanta suerte… Sería hora de regañarla, capitán: su madre no tiene veinte años, y ha sido mucho esfuerzo para ella caminar durante horas bajo el sol. No sé de qué están ustedes hechos, pero después del síncope que sufrió el fin de semana, lo suyo ya es suicida.
En sus ojos marrón oscuro brillaba una sana rebeldía. Neuman le tendió la mano para ayudarla a levantarse:
– ¿Dónde está ahora?
– En la sala pequeña -contestó Myriam, apretándole la mano-, a la derecha…
Pero ya sólo pensaba en las grandes manos de oso que la elevaban hacia el cielo con tanta facilidad… A ella también se le iba la olla; lo llevó al interior del dispensario.
Una pequeña multitud variopinta trataba de no moverse demasiado bajo las aspas de un ventilador. No había aire acondicionado, tan sólo se repartían botellas de agua entre los resignados enfermos. Josephina descansaba sobre una camilla que, dada su corpulencia, más parecía un carrito de bebé. Volvió hacia ellos sus ojos turbios y sonrió al sonido de sus pasos.
– ¡Anda, estás aquí, cariño! ¡Le he dicho a Myriam mil veces que tienes cosas más importantes que hacer, pero la niña tiene carácter!
– Te parecerá bonito criticar a las amigas -dijo Ali, dándole un beso.
– Ji, ji, ji!
Su situación de mamífero varado en la arena ya no la molestaba, ahora que tenía delante a Dios en cine en blanco y negro.
– Oye, mamá, ¿no te parece que ya no tienes edad para fugarte de casa?
Ella le cogió la mano y no parecía dispuesta a soltarla.
– No pensaba perderme, pero, claro, como no voy mucho por esa zona…
– ¿Y qué se te había perdido a ti allí?
– Oh…
– Contéstame.
Josephina suspiró, y a punto estuvo de caerse de la camilla.
– Me han dicho que Nora Mceli había muerto -explicó-. Ya sabes, la madre de Simón… No sé si será verdad, pero me han dado el nombre de una prima que al parecer se ocupó del niño durante la enfermedad de la madre. Winnie Got, una prima de Nora, como te digo. Me han dicho también que vive en un asentamiento ilegal entre Mandalay y Mitchells Plain… Quería saber si tenía noticias de Simón.
– Mira que eres cabezota.
– Ese niño está perdido, Ali… Si no hacemos nada por él, se morirá: lo sé.
Accidente, enfermedad, bala perdida, la esperanza de vida de los niños de la calle era limitada.
– Me gustaría ayudarlo -dijo-, pero no podemos salvarlos a todos.
Josephina adoptó una expresión seria.
– He tenido pesadillas -dijo, con sus ojos vacíos-. A los antepasados no les gustaría que abandonáramos a Simón a su propia suerte. No, no estarían nada orgullosos de nosotros…
Lazos inmemoriales los unían unos a otros -defender el ideal del ubuntu, acoger a varias generaciones bajo el mismo techo, el concepto de familia en un sentido amplio, esencial para la cultura sudafricana y reivindicado como tal pese a decenios de política separatista… Sin esa solidaridad, también ellos habrían estado perdidos. Simón formaba parte del grupo.
– ¿Por qué no me lo has comentado? -le reprochó su hijo-. Habríamos ido juntos.
– Vi tu nombre en el periódico -explicó su madre-: por lo de esa pobre muchacha asesinada. No te quería…
– Molestar. Bueno… -Cambió de tono-. ¿Puedes levantarte o prefieres que te lleven hasta el coche? Lo tengo aparcado aquí al lado…
– ¡Oh, si me ayudas puedo tratar de levantarme! Hace dos horas que no me atrevo a moverme de esta camilla: ¡me siento como si fuera un océano en una cascara de nuez, ji, ji, ji!
A Josephina parecía traerle todo aquello sin cuidado.
El eje principal que atravesaba el township de Khayelitsha partía de Mandalay Station y pasaba por Cape Flats, una llanura arenosa barrida por fuertes vientos y ocupada por edificios destartalados, «cajas de cerillas [24]» y chabolas, apenas visibles desde la autopista. En esa zona gris se había instalado la gente sin hogar, era un asentamiento que se extendía sin cesar y en el que la policía rara vez ponía los pies: paneles de madera, alambres, estacas, chapa, carteles publicitarios, viejos periódicos, la gente construía las chabolas con lo que tenía a mano, eran criaturas que salían volando por los aires en cuanto se levantaba tormenta. Los más privilegiados vivían en contenedores. Todos se lavaban fuera, por falta de espacio o de agua corriente. Alguna que otra señal de «endurecimiento» del campamento: unas placas de hormigón habían sustituido las cercas que antes delimitaban las parcelas, e incluso crecían algunos setos, verdadera proeza en el suelo de arena de Cape Flats.