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– Lo mataré… Lo mataré -repetía, con los ojos húmedos de lágrimas.

Pero era demasiado tarde. Brian no se atrevió entonces a coger la horca que había junto a la entrada de la cuadra, no tuvo el valor de clavar a su padre como una mariposa nocturna en la puerta del silo, hincarle la horca en la espalda hasta que le saliera por la garganta.

Le tenía miedo.

– Lo mataré…

Maria no contestaba. Lloraba en el bosque en el que se amaban. Sentía vergüenza. Se escondía entre sus míseras manos, en vano. Brian no preguntó desde cuándo ocurría aquello, si la había forzado la primera vez, si podía haberlo evitado. Su risa no se escondería ya más con ellos entre los helechos, sus hombros, sus piernas y su sexo ya sólo emanarían el olor infame de su padre…

Maria regresó a trabajar a su casa los meses siguientes, pero Brian la evitó como pudo. Se sentía traicionado, humillado, confusamente enamorado. Y un buen día, Maria no volvió más. El la esperó todo el fin de semana, y el siguiente, en vano… Le preguntó a su madre, una mañana, en la cocina, de la manera más anodina.

– ¿Maria? Tu padre la despidió la semana pasada -le explicó, con las manos en la masa de la tarta.

– Anda, ¿y eso?

– ¡La cuadra estaba sucísima! -aseguró su madre, que jamás ponía los pies allí.

Brian caviló unos días antes de registrar el despacho de su padre. En un archivador encontró la dirección de la empleada, con sus nóminas y los documentos administrativos que le permitían ir a trabajar a la ciudad. Maria vivía en el township, a diez kilómetros de allí. Lejísimos, en el otro extremo del mundo.

Ningún blanco se aventuraba jamás en los townships. Brian le pidió al taxista negro que lo esperara delante de la casa, una chabola de contrachapado pintada de amarillo, todo un lujo en el barrio. La madre de Maria se sobresaltó al ver al adolescente en su puerta. Tres niños pequeños se agarraban a su delantal, curiosos y asustados. Al principio la xhosa no quería hablar, pero Brian insistió tanto que terminó por ceder: Maria se había marchado un día a trabajar y nunca había regresado. Corría el rumor de que un coche de policía se la había llevado a la salida del township, pero su madre no lo creía. Maria estaba embarazada de cuatro meses: seguramente se habría fugado con el padre del bebé, que sería uno de esos desgraciados que prometen la luna y sólo traen problemas…

Brian volvió a su casa y comparó la fecha de la desaparición con el reparto de tareas de los empleados: Maria debía trabajar en la cuadra aquel día.

Mintió a los policías locales, puso una denuncia por robo, dando el nombre de la chica y su descripción, insistió para obtener una respuesta, mencionó que su padre era procurador y consiguió lo que quería. Un inspector llevó a cabo una investigación, que no dio resultado: Maria no figuraba en ningún registro de la policía. No estaba fichada por ningún delito, no se había producido ninguna detención. El agente no tenía inconveniente en tomarle declaración para su denuncia, pero no era muy probable que diera ningún resultado…

La madre de Maria, a la que Brian había mantenido informada de sus pesquisas, lo encauzó hacia un militante del ANC. La clandestinidad, la tortura, las desapariciones, los procedimientos arbitrarios de los servicios especiales, los asesinatos de opositores. Brian descubrió una realidad que no conocía. Pero ató cabos: su padre era procurador, un eslabón inflexible del poder…

Había pasado un mes desde la desaparición de la muchacha negra. Brian esperó a que su padre estuviera solo en la cocina para hablarle.

– Por cierto -le dijo, como quien no quiere la cosa-, ¿sabes que Maria está embarazada?

Su padre lo fusiló con la mirada, durante un segundo, antes de corregir su error.

– ¿Embarazada?

Pero sus ojos lo traicionaban. Lo sabía, era obvio…

– La has hecho desaparecer tú, ¿verdad? -le espetó Brian con aire desafiante-. ¿Mandaste tú a la poli a la salida del township?

El afrikáner se irguió con su masa imponente por encima de su hijo:

– ¿De qué estás hablando?

La ira inflaba sus venas, pero Brian ya no le tenía miedo. Lo odiaba.

– El hijo que esperaba no era tuyo -le dijo-, sino mío… Pobre gilipollas.

Apartheid: «desarrollo separado»…

Brian cambió de techo, de vida, de nombre y de amigos. Se curtió lejos de esa familia a la que odiaba con todo su ser, antes de abrir una oficina de investigación. Buscar a los negros que su padre hacía desaparecer se convirtió en su especialidad, una tarea obligatoria y saludable que le hizo entrar en contacto con los miembros del ANC clandestino y con los policías que los perseguían. Ruby lo había recogido varias veces de las cunetas de la autopista, donde lo dejaban tirado después de palizas tremendas. Le perdonaban la vida por el estatus de su padre, pero el odio era el mismo. Brian había desenterrado cadáveres, algunos sin ataúd siquiera, que llevaban pudriéndose meses; esqueletos con los dientes rotos, con las vértebras dislocadas por haber sido arrojados desde los tejados de las comisarías; opositores o simples simpatizantes, pero nunca encontró el cuerpo de Maria.

Su necesidad de amor era inconsolable. Conservaba el recuerdo de la joven negra en lo más hondo de sí mismo, como un secreto vergonzoso. No sabía por qué no hablaba nunca de ello. Por qué asomaba la cabeza donde otros no pondrían jamás los pies. Por qué se castigaba. Si los brazos de las mujeres en los que se refugiaba provenían de un mismo deseo de sabotaje… Ruby tenía razón a fin de cuentas. Su corazón era de hielo: se fundía a discreción.

Tracy, por ejemplo, truco de magia número cincuenta y cuatro, albornoz blanco, túnica pelirroja en mitad de la cocina, con un lápiz sabiamente plantado en lo alto de la cabeza, para recogerse la melena, preparaba huevos revueltos para el desayuno con la habilidad de un recién nacido:

– Oye -se echó a reír la camarera-, ¡qué jaleo hay en tu casa!

Acababan de despertarse. Los Young Gods -unos suizos, según el librito del cedé- se desgañitaban por los altavoces del salón mientras ella se afanaba en los fogones.

– ¿No te gusta la música? -le preguntó él.

– ¡La escucho todas las noches, me sale por las orejas! -se defendió Tracy.

– Pues ciérralas, cariño.

– Oye, tú, qué gracioso te levantas por las mañanas, ¿no?

– Estoy medio atontado -explicó-: me siento como si fuera de noche.

Tracy aporreó la sartén con su tenedor.

– ¡Venga ya! Pero si ya estabas roque cuando he vuelto…

– Lo siento, cariño.

Tracy había vuelto a casa de Brian una vez terminada su jornada, pero Brian se había desplomado al tercer porro de Durban Poison. Era la primera vez que volvían a verse desde la noche loca del sábado y el domingo fallido en casa del amigo «Jim». Tracy tenía treinta y cinco años: sabía que detrás de la barra se podía tirar a todos los tíos que quisiera, el problema era siempre repetir. Otros alcoholes los llevaban a otras chicas, y la pelirroja divertida de las coletas que les servía las copas era siempre agua pasada. Pues hija, tendrás que buscarte un trabajo más normal, se decía a sí misma las noches que se deprimía, y no uno en el que todo el mundo te mire el culo. Pero Tracy no creía mucho en otros trabajos, ni en los tíos en general.