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Removió la papilla formada en la sartén, con aire circunspecto.

– Espero ser mejor en la cama -dijo. -Un caviar de berenjenas.

– ¿Y eso está bueno?

– Te tiene que gustar el ajo.

Tracy sirvió los huevos en los platos y lanzó la sartén al fregadero, haciendo un ruido como para romper los tímpanos.

Brian hizo una mueca. Esa chica no le inspiraba en absoluto nada tierno ni delicado.

– ¿Puedo hacerte una pregunta personal? -le dijo, sentándose frente a él.

– Calzo un cuarenta y tres, ya que lo quieres saber todo de mí.

– Hablo en serio…

– Te escucho, cariño.

Tracy bajó los ojos. Se le había soltado un mechón del lápiz y caía por su nuca, formando tirabuzones rojizos.

– Tienes que decirme si soy pesada… Es que como ya no tengo costumbre siempre me parece que me paso con los tíos… Qué tonterías digo, ¿verdad?

– Un poco, cariño.

Pese a su estoicismo de fachada, el truco de magia no dejaba de perder aire, tanto que ya se escabullía por el jardín, escamoteado… Brian consultó su reloj. No es que él llegara tarde, es que el mundo huía.

***

Como el ANC se negó a aprobar el sistema de los bantustán, el gobierno del apartheid había encerrado a Mandela y a sus compañeros en Robben Island, una isla cubierta de vegetación situada a unas millas de Ciudad del Cabo, que tenía la ventaja de aislar por completo a la oposición política. Mandela tuvo que esperar veintiún años antes de volver a tocar la mano de su mujer.

Sonny Ramphele no tuvo que sufrir esa cruel pena doble: el hermano de Stanley purgaba una condena de dos años en la cárcel de Poulsmoor, un edificio de hormigón insalubre y abarrotado donde hasta las moscas se pudrían en el infierno.

– ¿Encuentra lo que busca? -preguntó el jefe de los vigilantes.

Inclinado sobre el registro, Dan Fletcher echaba un vistazo a las visitas del detenido. Mientras tanto, Kriek, el paleto al que todo el mundo llamaba Jefe, jugueteaba con su manojo de llaves. Fletcher no contestó. Epkeen fumaba, mirando con ojos torvos al carcelero. A él tampoco le gustaban las cárceles, lamentaba que la humanidad no hubiera encontrado nada mejor en ocho mil años de existencia, y todavía le gustaba menos esa clase de jefecillo, beneficiario de la «cláusula del crepúsculo [25]» y que se había reenganchado porque la población carcelaria, en el fondo, no había cambiado: coloured y cafres a mansalva.

Sonny Ramphele estaba en libertad condicional cuando lo habían detenido al volante de un coche robado con tres kilos de marihuana prensada debajo del asiento. El mayor de los dos hermanos no había confesado nada, de modo que le habían caído dos años de cárcel. La trayectoria de Sonny era de las más clásicas: hijo de padres aparceros que habían muerto demasiado pronto, éxodo a la ciudad con su hermano pequeño, hacinamiento, ociosidad, miseria, delincuencia y cárcel. Sonny acababa de cumplir los veintiséis, entre rejas, y si no se metía en líos, saldría en pocos meses.

La policía científica había registrado su casa, pero si su hermano pequeño, que se había quedado encargado de los negocios del mayor, tenía un escondite para algún posible alijo de droga, éste bien podía haber desaparecido con él. Se habían encontrado pocas huellas, todas de Stanley, y las preguntas a los vecinos no habían dado muchos resultados. La cabaña más cercana estaba deshabitada, y los marginales que vivían en la costa no se metían en los asuntos de los demás, y prueba de ello era que el cadáver del joven xhosa llevaba cuatro días pudriéndose. Algunos habían conocido a Sonny, «un tiarrón bastante tranquilo, que se ocupaba de su hermano pequeño» y a Stan, un chaval al que le gustaban mucho las motos y la moda. Nadie lo había visto nunca con Nicole Wiese -una rubita como ésa, se acordarían-. El único indicio que confirmaba su pista era que se habían encontrado varias huellas de la joven afrikáner en la camioneta utilizada el día del asesinato…

Fletcher levantó la cabeza del registro.

– Stanley Ramphele venía regularmente a visitar a su hermano -comentó-, pero no hay anotada ninguna visita en absoluto desde hace un mes…

Kriek se estaba limpiando las uñas con los dientes.

– Yo ni sabía que tuviera un hermano -dijo.

Uno de los funcionarios ahogó una risa a su espalda. Epkeen olvidó un instante lo sucio que era el jefe de los vigilantes y ese olor rancio a hombre encerrado que envenenaba el ambiente:

– ¿Podemos ir a una habitación tranquila para interrogar a Sonny?

– ¿Por qué? ¿Tienen intención de verle el agujero de bala?

– Pero qué gracioso es usted, Jefe.

– El Ramphele este no pone el culo ni a tiros -insistió Kriek-. ¡Y no lo digo yo, lo dicen los demás internos!

Los otros carceleros confirmaron sus palabras.

– ¿Y eso qué quiere decir? -se impacientó Fletcher-. ¿Que Ramphele está protegido?

– Eso parece.

– No se menciona en su expediente.

– Las bestias se devoran entre sí.

– ¿Qué dicen de él los soplones?

– Que tiene el culo duro.

– Parece que es un tema que lo apasiona.

– A mí no: ¡pero a ellos sí!

Kriek fue el primero en reírse, y su camarilla no tardó en imitarlo. Epkeen le indicó a Dan con un gesto que era mejor cambiar de aires. Kriek era exactamente de la clase de tipos que en el pasado lo molían a palos y luego lo dejaban tirado en una cuneta, dándolo por muerto…

Doscientos por cien de superpoblación, un índice de reincidencia del noventa por ciento, tuberculosis, sida, ausencia de cuidados médicos, canalizaciones atrancadas, colchones en el suelo, violaciones, agresiones, humillaciones…, Poulsmoor era una buena síntesis del estado de las cárceles de Sudáfrica. Como los internos no dejaban de aumentar, el Estado había encargado al sector privado la construcción de nuevos centros de detención, y la mayoría se remontaba a los tiempos del apartheid. En estas cárceles había muy pocos trabajadores sociales, la reinserción era una utopía, y la corrupción, endémica. Los índices de evasión batían todos los récords, con la complicidad de un personal mal formado, mal pagado o incluso criminal. Algunos detenidos debían pagar derechos de peaje para asistir a clase o participar en las actividades, mientras que otros, condenados a cadena perpetua, pasaban los fines de semana fuera de prisión. Como se daba el caso de que los guardias vendían nuevos detenidos al mejor postor entre los demás reclusos, el primer reflejo de éstos consistía en ponerse bajo la protección de alguno de los matones de la cárcel, que monopolizaban a las wifye, las «esposas», y daban carta blanca a los guardias.

Putas, drogas, alcohol, ocho sindicatos del crimen se repartían el territorio. En esta jungla, a Sonny Ramphele no le había ido demasiado mal. Para ello, había tenido que hacer un trato, como los demás. Había cogido sarna, o los piojos querían comérselo vivo (los cuidados de belleza nunca habían sido el fuerte de Sonny, nada que ver con el guapito de su hermano), pero había conseguido preservar su integridad: aguardaba el final de su pena, escuchando a sus compañeros pelearse por ver a quién le tocaba ir antes a las letrinas, cuando un vigilante lo sacó de su larga apatía.

Sonny refunfuñó -qué coño era esa gilipollez de visita médica…- antes de obedecer bajo los sarcasmos del guardia.

En los pasillos de la cárcel olía a col y a humanidad. Arrastrando invisibles grilletes, Ramphele franqueó dos puertas magnéticas antes de ser conducido hasta una habitación apartada, sin ventanas. Nada que ver con una enfermería: había una mesa, dos sillas de plástico, un tipo moreno y bajito de mirada penetrante y otro tipo más corpulento, que en tiempos debió de estar en forma, apoyado en la pared.

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[25] Con el fin de facilitar una transición «suave», se permitió a los funcionarios blancos del apartheid seguir en sus puestos durante cinco años.