Выбрать главу

– Siéntese -dijo Fletcher, indicándole la silla vacía frente a él.

Como su hermano, Sonny era un xhosa alto y fuerte de cerca de metro ochenta y mirada oblicua: avanzó con el metabolismo del vago y se sentó en la silla como si estuviera cubierta de clavos.

– ¿Sabes por qué estamos aquí?

Sonny apenas sacudió la cabeza de lado a lado, con los párpados pesados característicos del duro de pelar y el fumador empedernido.

– Hace tiempo que no ves a tu hermano -prosiguió Fletcher-: un mes, según el registro… ¿Has tenido noticias suyas?

Breve signo de desdén, como si todo le resbalara. Se inculpaba cada año a miles de policías por agresión, homicidio y violación; Sonny no tenía ganas de hablar con ninguno de ellos, y menos aún de Stan.

– Él heredó tus negocios, ¿verdad? -dijo Dan-. Seguramente está demasiado ocupado para visitar a su hermano mayor…

Sonny no le quitaba ojo al otro poli, que seguía detrás de él.

– ¿Con qué trapicheaba Stan? ¿Con dagga? ¿Y con qué más?

El detenido no reaccionaba. Epkeen se inclinó sobre su nuca:

– Hiciste mal en darle las llaves de la camioneta a tu hermanito, Sonny… ¿No le dijiste que no iba a ninguna parte?

El xhosa tardó en reaccionar. Fletcher dio la vuelta a las fotografías esparcidas sobre la mesa.

– Stan fue encontrado muerto en vuestra casa -dijo, mostrándole las imágenes-. Ayer, en Noordhoek… La muerte se produjo unos días antes.

Su expresión de matón hastiado cambió a medida que iba descubriendo las fotos: Stan lívido en el sofá de su casa, un primer plano de su rostro, con los ojos muy abiertos, fijos en un objetivo indefinido para siempre…

– Stan murió de sobredosis -prosiguió Fletcher-: una mezcla a base de tik… ¿Sabías que tu hermano se metía?

Sonny iba encogiéndose en su silla, con la cabeza vuelta hacia sus zapatillas de deporte sin cordones. Stan y su risa de niño, las collejas que le daba, sus peleas entre el polvo, su vida desfilaba ante sus ojos, concluyendo con un fundido en negro…

– Stan no tenía otras marcas de pinchazos en los brazos -dijo Fletcher-. ¿Qué te hace pensar eso?

– Nada.

Sonny se había vuelto hablador.

– Tu hermano estaba implicado en algo gordo: es sospechoso principalmente de vender una nueva droga a los blanquitos del centro… ¿Estabas al corriente?

El hermano mayor negó con la cabeza, todavía no era capaz de reaccionar.

– Tu hermano salía con una chica, Nicole Wiese, la misma de la que escriben los periódicos. ¿Stan nunca te habló de ella?

– No es asunto mío.

No podía apartar los ojos de las fotos.

– Nicole Wiese ha sido salvajemente asesinada, y todo apunta a que el culpable fue Stan: en vuestra casa se encontró droga, el bolso de la chica y la prueba de que estaban juntos en el momento del crimen. ¿Qué droga es ésa?

– Ni idea.

Sonny entrelazaba los dedos, nervioso.

– No te creo, Sonny. Haz un esfuerzo.

– Stan no me dijo nada.

– Salvo el Jefe, nadie está al corriente de nuestra visita -aseguró Fletcher-. Nadie sabrá que has hablado con nosotros, tu nombre no aparecerá en ningún lado. El juez de aplicación de las penas es clemente con los arrepentidos: ayúdanos y podremos ayudarte.

Ramphele masculló algo, seguramente algo muy feo.

– Stan traficaba en las playas -prosiguió Epkeen-. Buscamos a su proveedor: tienes que conocerlo a la fuerza.

– No conozco a nadie que venda tik. Stan tampoco.

– Quizá tu proveedor se haya reciclado.

– No… Demasiado peligroso.

Epkeen se sentó en el borde de la mesa:

– Según tú, ¿por qué tu hermano no vino a verte estas últimas semanas? ¿Por qué llevaba un mes haciéndose el muerto? Se puso a vender droga dura, a ganar dinero y a pegarse la gran vida con las blanquitas de las playas: hasta se compró ropa chula y una moto con rayos pintados… Stan dejó de venir a verte porque sabía que no te gustaría cómo se había adueñado de tu territorio: pero apareció un obstáculo… Utilizaron a tu hermano, Sonny. No esperes respeto de esa gente: os tratan como a esclavos.

El detenido se encogió de hombros: en la cárcel era igual.

– Te ofrecemos una manera de salir de ésta -se suavizó Fletcher-: dinos quién era el proveedor de tu hermano, y te revisamos la condena.

Sonny ya no se movía, tenía la barbilla clavada en su camiseta mugrienta, como si la muerte de su hermano pequeño lo hubiera desnucado. Ya sólo quedaba éclass="underline" pero él solo no valía una mierda.

– Dagga, tío -dijo por fin-. Sólo dagga…

Un silencio pesado envolvió la sala de interrogatorio. Fletcher le hizo una seña a Epkeen, que apagó su cigarrillo: o el hermano no sabía nada, o tenía buenas razones para mentir… Estaba a punto de pedirle al guardia que se lo llevara de vuelta a su celda cuando Brian le preguntó a quemarropa:

– A Stan le daban miedo las arañas, ¿eh…?

El rostro sin expresión de Sonny cambió por completo: alzó unos ojos interrogadores hacia el poli del pantalón negro.

La brecha estaba ahí, abierta de par en par.

– Un miedo terrible -insistió Epkeen-. Una fobia, lo llaman…

El xhosa estaba desconcertado: de pequeño, Stan se había caído en un pozo, un agujero seco que hacía tiempo que no servía para nada. Lo habían buscado durante horas antes de encontrarlo, temblando de miedo, en el fondo del agujero: ya no había agua pero sí arañas, centenares de arañas. Quince años más tarde, Stan apenas soportaba ver una asquerosa araña en una fotografía, y mucho menos acercarse a una de verdad…

– Utilizaron a tu hermano para dar salida a toda la droga -prosiguió Epkeen-, y cuando Stan se volvió demasiado llamativo, llenaron a tope la aguja para que pareciera una sobredosis. O, más bien, le dieron a elegir entre palmarla él sólito con una sobredosis o pasar un ratito con uno de esos encantadores bichitos… Hemos encontrado una migala en el aseo de vuestra casa -añadió-: una bien gorda.

Ramphele se frotó la cara con las manos. Las fotografías sobre la mesa formaban un calidoscopio siniestro en su cabeza; los últimos fragmentos de su mundo partían a la deriva, y él ya no tenía dónde agarrarse, sólo los ojos llorosos del poli canijo sentado frente a él.

– Muizenberg -dijo por fin-. La droga la vendíamos en la playa de Muizenberg…

***

Utilizadas desde hace cinco mil años por los pigmeos por sus virtudes medicinales, las raíces de la iboga contenían una docena de alcaloides, entre ellos la ibogaína, una sustancia próxima a las que están presentes en diferentes especies de hongos alucinógenos. Al actuar sobre la serotonina, la ibogaína supuestamente refuerza la confianza en uno mismo y el bienestar general. Si bien es cierto que la planta y varios de sus derivados presentaban propiedades psicoestimulantes, en dosis más elevadas podían provocar alucinaciones auditivas y visuales, a veces muy angustiosas, que podían llevar al suicidio. Etimológicamente derivada de un verbo que significa «cuidar, curar», la iboga era una planta iniciática cuyas propiedades terapéuticas y cuyo poder alucinógeno permitían establecer un vínculo con lo sagrado y con el conocimiento. La iboga se utilizaba en sesiones llamadas bwiti, ceremonias introspectivas dirigidas por un guía espiritual, un chamán llamado inyanga, una suerte de herborista. Aparte de esos rituales secretos, la raíz de iboga se empleaba como afrodisíaco o filtro de amor.

Los más partidarios aseguraban que la ibogaína provocaba erecciones que podían durar seis horas y placeres indescriptibles. En la medicina occidental, la ibogaína tenía un papel en las terapias psicológicas y en el tratamiento de la adicción a la heroína, pero los conocimientos relativos a sus virtudes afrodisíacas seguían siendo escasos por falta de pruebas científicas.