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– Tras una breve euforia, la totalidad de los especímenes ha perdido el control, no sólo de sus inhibiciones -explicó Tembo-. Algunos han empezado a devorarse entre sí. Los dominantes han agredido a los más débiles, no han vacilado en matarlos, antes de despedazarlos. Y luego se han ensañado con el resto de los cobayas… La matanza ha durado horas, hasta el agotamiento.

Sólo quedaban los dominantes: dos ratas de laboratorio que en tiempos debieron de ser blancas y que ahora habían perdido la cola; tenían la mitad de la cabeza roída y pelada, y se observaban la una a la otra, a distancia.

– Están en estado de shock -comentó el forense-. Hemos practicado la autopsia a varios cadáveres y hemos descubierto graves secuelas en el córtex… La droga parece provocar una aceleración de las reacciones químicas, algunas de las cuales generan entonces una sustancia que actúa a modo de catalizador, de tal manera que la velocidad de reacción parte de cero y luego se embala, lo que activa la catálisis y acelera aún más el proceso… Como una bomba atómica y la fisión de los núcleos de uranio.

– ¿Es decir?

– Euforia, estupor, síndrome de abstinencia, furor, estado de shock: el comportamiento del consumidor varía en función de la dosis administrada.

– ¿Alguna idea de cuál puede ser la reacción química en humanos?

El forense se mesó la punta de la barba.

– Los resultados pueden variar en función de los antecedentes, el sistema nervioso y el peso de la persona -dijo-, pero según nuestros análisis comparativos, podríamos avanzar sin temor a equivocarnos demasiado que con una dosis de un centímetro cúbico, la persona intoxicada está «colocada», como se dice en la jerga de la droga. Con dos centímetros cúbicos, pasado el momento de excitación, la persona flota en una forma de torpor paranoico: era el estado de Nicole Wiese cuando la asesinaron… Con una dosis de tres centímetros cúbicos, se entra en una fase de agresividad incontrolada. Con cuatro, la persona lo arrasa todo a su paso, terminando por lo general consigo misma… Vamos, que se vuelve loca.

– ¿En cuál de estas fases estaba Stan en el momento de su muerte? -quiso saber Neuman.

– Fuera de todo límite por completo -contestó Tembo-. Se inyectó más de diez dosis.

Caía la noche cuando Neuman abandonó la morgue de Durham Road.

Había visto a Dan y a Brian un poco antes, al salir éstos de la penitenciaría de Poulsmoor: Sonny Ramphele vendía hierba a los surfistas de Muizenberg, y su hermanito debía de haber tomado el relevo, con un producto mucho más tóxico. Stan se servía de su físico para engatusar a la clientela femenina blanca y extender así su territorio entre la juventud acomodada de Ciudad del Cabo. ¿Aprovechó quizá la excursión a la playa de Muizenberg con su amiguita Nicole para abastecerse de droga? La iboga podía explicar la intrusión nocturna en el Jardín Botánico -flipar bajo las estrellas y hacer el amor entre las flores- pero lo demás no cuadraba: si los amantes habían cambiado de plan para echar un polvo, Stan había engañado a Nicole con la mercancía. Le había hecho tomar un producto sofisticado y súper peligroso, bañado en cristales de tik…

El rumor sordo que rugía en lo más hondo de Neuman se remontaba a hacía mucho tiempo. Que hubieran asesinado a una joven cuando hacía el amor entre las flores más bellas del mundo, la idea de que hubiera que pagar caro el placer lo asqueaba.

***

Dan contó la historia de la cebra mal querida y de la urraca que le robó sus rayas. La cebra al final conseguía recuperarlas, pero todas mezcladas, tanto que ya nadie la reconocía en su manada; pero eso a la cebra le gustaba.

– ¿Y la urraca? -quiso saber Tom.

– Esperó a la estación de las lluvias, a que saliera el arco iris, y le robó los colores -contestó su padre.

La historia fue muy aclamada en las dos literas. Aún hubo que dar las buenas noches a Baggera, la pantera extrañamente negra, charlar con la camarilla de Tom, repartida por toda su cama, después de lo cual le llegaba el turno a Eve, que sólo entonces consentía callarse, coger a su peluche por la piel del cuello y hundirse el pulgar en la boca.

– Buenas noches, jirafita mía -dijo Dan, besándola en los párpados.

Dan cerró la puerta de la habitación con un nudo en el estómago. Siempre el mismo miedo: miedo de perder a Claire, de no estar a la altura… Los angelitos dormían en sábanas de faquir.

Se tranquilizó un poco antes de reunirse con su mujer, que leía en el piso de abajo.

Desde su enfermedad, ya no veían la tele; al principio les parecía extraño -ni se les pasaba siquiera por la cabeza encenderla- y después se dieron cuenta de que el tiempo que pudieran pasar juntos valía más que cualquier programa de cocina.

Dan y Claire se habían conocido cinco años antes en un bar de Long Street, una noche anodina que había cambiado sus vidas. Fletcher había crecido en una familia de la pequeña burguesía anglófona de Durham donde su homosexualidad latente se había resumido a unas cuantas masturbaciones medio avergonzadas en los aseos del club deportivo donde unos chicos jóvenes y decididos lo habían aliviado sin que Dan se atreviera a pasar a mayores: la penetración, gran tabú masculino. Claire cantaba aquella noche clásicos de los años setenta, acompañada por un guitarrista negro muy vistoso. I Wanna Be Your Dog; incluso unplugged, esa canción lo había llevado sin remedio hasta sus caderas flexibles que, veladas por un vestido ajustado, ondulaban bajo los focos… Su gracia, sus rastas rubias que caían en cascada sobre sus hombros desnudos, su voz grave y triste, casi masculina: Dan crepitaba. La había abordado en la barra con sus ojos rotos, y Claire había dicho que sí a todo, enseguida: sí a tener hijos, sí a una vida con él. Cinco años.

Hoy Claire ya no cantaba, el pelo se le había caído a puñados, hasta el dibujo milagroso de sus caderas había caído bajo la radiación. La belleza bombardeada y el espanto yacía bajo las flores: Dan no soportaba que Claire pudiera morir. La amenaza que pesaba sobre ellos los había esculpido en cristal, y bajo su aire masculino y tranquilizador, el más frágil era él…

– ¿Estás bien? -dijo Claire, al verlo volver de la habitación de los niños.

– Sí, sí…

Su mujer leía, con el cuerpo apoyado en las piernas dobladas sobre el sofá del salón. Llevaba una blusa blanca que le llegaba hasta los muslos, un pantalón corto y ceñido de algodón y gafas de montura plateada que, junto con el libro, le daban un aire estudioso bastante apetecible… Dan se inclinó sobre la portada del libro:

– ¿Qué lees?

– A Rian Malan.

El sudafricano que había escrito Mi corazón de traidor, esa obra maestra tan aterradora.

– Es su última novela -precisó Claire.

Pero Dan no parecía muy concentrado en la obra del escritor y periodista. La miró apartarse un mechón rubio por detrás de la oreja -todavía no estaba acostumbrada a llevar peluca- y se arrodilló sobre el parqué. Tenía los tobillos finos, suaves, conmovedores… Claire olvidó su libro, y con una sonrisa cerró los ojos: Dan le besaba los pies, una multitud de pequeños besos que caían sobre su piel como un polvillo de amor; Dan los lamía, y su lengua, al acurrucarse entre sus dedos, la excitaba… terriblemente. Claire adoró sus manos a flor de piel, sus dedos que corrían sobre el algodón de su pantalón… Sintió que se humedecía y, feliz, dejó que Dan la arrastrara consigo hacia atrás…

Apenas habían terminado de hacer el amor cuando sonó el teléfono al pie del sofá. Por miedo a que se despertaran los niños, Dan hizo ademán de descolgar. Claire se aferró a él, acompañando su movimiento, todavía encajada en éclass="underline" su marido descolgó al quinto timbrazo.