– ¿Me vas a decir lo que ha pasado, sí o no?
Josephina había cambiado su vestido elegante por una vieja túnica de estar en casa, una prenda del todo indigna para ir un domingo a la iglesia.
– ¿Te han agredido?
– ¡Bah!
La gruesa mujer hizo una mueca de disgusto, acompañada de un gesto como para ahuyentar una mosca.
– Han asaltado a su madre esta mañana -dijo Myriam-, cuando iba camino de la iglesia: el agresor la ha tirado al suelo al arrancarle el bolso. La han encontrado sin conocimiento en mitad de la calle…
– Es que no lo he visto venir -protestó la interesada, dándole palmaditas en la mano a su hijo-. Pero no te preocupes: ¡no ha sido más que un susto! Myriam se ha ocupado de todo…
Ali suspiró. Entre sus múltiples actividades, Josephina formaba parte de una asociación cuya tarea era la de resolver problemas familiares, ejercer de arbitro en disputas y servir de intermediario entre la población del township y las autoridades locales. Todo el mundo sabía que su hijo era el jefe de la policía criminal de Ciudad del Cabo: atacarla a ella suponía tenderle la garganta al tigre de su hijo.
Mientras tanto, Josephina descansaba entre las sábanas blancas de la cama con dosel -viejo capricho de princesa zulú-, con el rostro apagado, sin brillo, y su pobre sonrisita perdida en su alfombra de sudor no lo convencía mucho.
– Ese idiota habría podido romperte algún hueso -dijo.
– Soy gorda pero resistente.
– Una fuerza de la naturaleza, especializada en síncopes -comentó él-. ¿Dónde te duele?
– En ningún sitio… ¡Te lo aseguro!
Agitaba las ramas como un viejo árbol sacudido por el viento. -Su hijo tiene razón -dijo Myriam, guardando sus utensilios-. Ahora será mejor que descanse un poco.
– Bah…
– ¿Eran uno o varios los que te han agredido? -quiso saber Neuman.
– ¡Oh! Uno solo: ¡con uno basta y sobra!
– ¿Y qué te ha robado?
– El bolso nada más… También me ha roto la blusa, pero no importa: ¡era una muy vieja!
– Has tenido mucha suerte.
Por la ventana, Ali vio que los chavales del barrio miraban su coche con interés, riendo. Myriam corrió las cortinas, y la pequeña habitación quedó sumida en la penumbra.
– ¿A qué hora ha sido? -continuó Neuman.
– Hacia las ocho -contestó Josephina.
– Es un poco temprano para ir a la iglesia.
– Es que… antes tenía que ir a casa de los Sussilu, para nuestra reunión mensual… Yo tenía el bote [8]… Sesenta y cinco rands [9].
Su madre colaboraba además con varias agrupaciones, círculos de ahorro, ayudas para la financiación de entierros, la asociación de madres de la parroquia…, tantas que Neuman se perdía un poco. Frunció el ceño: eran más de las diez de la mañana.
– ¿Y cómo es que nadie me ha avisado?
– Su madre no ha querido ni oír hablar de ello -contestó la enfermera.
– No quería alarmarte para nada -se justificó Josephina.
– En mi vida había oído una tontería más grande… ¿Se lo has dicho a la policía del township?
– No… no: es que todo ha sido muy rápido, ¿sabes? El agresor ha llegado por detrás, me ha dado un tirón del bolso, y yo me he caído al suelo por el síncope… Me ha encontrado un vecino. Pero para entonces hacía tiempo que el ladrón había escapado.
– Eso no explica por qué no ha venido ningún agente a interrogarte.
– Es que no lo he denunciado.
– ¡Anda, mira tú!
– No escucha nada de lo que se le dice -corroboró Myriam-. Pero eso también lo ha heredado usted, ¿no?
De hecho, Ali no la escuchaba:
– ¿Se puede saber por qué no has denunciado la agresión?
– Mírame: ¡estoy perfectamente!
La risa de Josephina sacudió la cama, haciendo temblar sus enormes pechos. La agresión, la caída al suelo, el síncope, todo le parecía algo lejanísimo.
– Quizá haya algún testigo -insistió Neuman-.Y tienen que tomarte declaración.
– ¡¿Y qué indicios puede darle a la policía una anciana ciega?! Y además, sesenta y cinco rands, ¡no vale la pena preocuparse por tan poco!
– Lo tuyo ya no es caridad cristiana sino inconsecuencia.
– Cariño -se enterneció la anciana-. Hijo mío…
Ali la interrumpió:
– No creas que porque eres ciega no te veo venir… -insinuó.
Su madre tenía radares en las yemas de los dedos, antenas en las orejas y ojos en la nuca. Llevaba más de veinte años viviendo en ese barrio, conocía a todos sus habitantes, las calles y los callejones: seguro que tenía alguna idea de quién podía ser su asaltante, y Ali sospechaba que esa insistencia en minimizar la agresión de la que había sido víctima escondía algo…
– ¿Y bien?
– No quisiera resultar pesada, señor Neuman -dijo la enfermera-, pero su madre acaba de tomar un calmante, y pronto empezará a hacerle efecto.
– La veré fuera -le dijo, para librarse de ella y quedarse a solas con su madre.
Myriam arqueó las cejas, impecables arabescos, y cogió su bolso.
– Volveré esta noche -le dijo a Josephina-. Hasta entonces, descanse, ¿entendido?
– Gracias, hija -contestó Josephina desde su cama con dosel.
Era la primera vez que Myriam coincidía con su hijo adorado. Un cuerpo esbelto y fuerte, rasgos finos y regulares, pelo muy corto, una mirada elegante, oscura y penetrante, unos labios preciosos: era exactamente tal y como su madre se lo había descrito… Ali esperó a que hubiera salido la joven xhosa para acariciar la mano de su testaruda preferida.
– El que te ha agredido -dijo, siguiendo la línea de sus venas es alguien que conoces, ¿verdad?
Josephina cerró los ojos sin dejar de sonreír. Quiso mentir, pero la mano de su hijo estaba tan caliente…
– Lo conoces, ¿verdad? -insistió.
La anciana suspiró, como si el pasado se hubiera hecho presente. Ali tenía las mismas manos que su padre…
– Conocía a su madre -reconoció por fin-. Nora Mceli… Una amiga de Mary.
Mary era la prima que los había acogido en Khayelitsha cuando tuvieron que huir del bantustán de KwaZulu. En cuanto a su amiga Nora Mceli, era una sangoma, una curandera, que le había curado unas terribles anginas: Ali recordaba a una africana de mirada de cabra furiosa que, tras darle a beber numerosos brebajes, había logrado arrancarle la bola de fuego que le consumía la garganta…
– Nos perdimos de vista cuando murió Mary, pero Nora tenía un hijo -prosiguió Josephina-. Estaba con ella el día del entierro: Simón… ¿No lo recuerdas?
– No… ¿Y ese tal Simón es el que te ha agredido?
Josephina asintió, casi avergonzada.
– ¿Su madre sigue ejerciendo?
– No lo sé -dijo la anciana-. Nora y Simón se marcharon del township hace unos meses, según me han dicho. La última vez que los vi fue en el entierro de Mary. Simón debía de tener entonces unos nueve años: era un niño amable, de salud frágil. Lo atendí una vez en el dispensario. El pobre tenía un soplo en el corazón y asma… Ni siquiera Nora podía hacer nada por él. Quizá por eso se marcharan del township… Ali -le dijo, apretando con fuerza su gran mano-: Nora Mceli nos ayudó cuando lo necesitamos. No puedo denunciar a su hijo, ¿lo entiendes? Además, para atacar a una vieja como yo hay que estar muy desesperado, ¿no te parece?
– O ser un cobarde redomado -dijo Ali entre dientes.
Josephina siempre disculpaba a todo el mundo. Tanto sermón le nublaba el juicio.
– Estoy convencida de que Simón no se acuerda de mí -dijo, muy segura de sí misma.
– Me extrañaría.
Con sus elegantes túnicas blancas, su corpulencia y su bastón, Josephina pasaba tan inadvertida como una aurora boreal. Ali vio sus baratijas sobre la mesilla de noche, las fotos de su hijo querido, que no la tenía más que a ella, y el cementerio humeante que encerraba su universo.