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Fletcher dirigió una mirada de pánico a Neuman.

– Dejadlo…

La presión del cañón le taladró el bajo vientre. El tiempo se detuvo. Ya no había nada más que el viento desollando las dunas y los ojos crueles del tsotsi que chorreaban desdén por el policía tendido en el suelo. Ya ni siquiera oía la música. El cabecilla estaba a punto de clavarle el machete: Fletcher lo sentía en sus huesos, ya sólo era cuestión de segundos. Buscó a Neuman con la mirada, pero no lo encontró.

Emitió un pobre hipido que no cubría el sonido de sus sollozos.

– Medio gesto y estás muerto -susurró Gatsha al oído sanguinolento de Neuman.

– ¡Mejor todavía que muerto! -eructó el otro, con el machete en la mano-. ¡Mejor todavía!

Fletcher soltó un pobre «kiki» que se perdió en el estruendo de las olas.

– Jajá! -se carcajeó el otro, con ojos de loco-. ¡Mirad a este pollo! ¡Eh! ¡Mirad qué pollito más bonito!

El policía temblaba junto a la barbacoa, con el rostro hundido en la arena. El tsotsi se incorporó:

– ¡Mira lo que hago yo con los maricas como tú!

De un golpe de machete, le rebanó la mano derecha.

***

Epkeen calibró al grupo reunido delante de la nevera portátil. Eran alrededor de media docena y bailaban bajo la choza, sobre todo una mestiza con un escote muy pronunciado. Se contoneaba, orgullosa, con su cerveza en la mano, mientras lo miraba con insistencia, jugando a pasar los labios por el gollete de la botella en un gesto lascivo. El estéreo escupía reggae, tocaban los músicos de Bob Marley… La chica se retorcía sobre la arena, y los tipos se arrimaban a ella, como las abejas alrededor de una flor: sólo el negro alto que servía la tshwala tenía más de treinta años. Lucía tatuajes cutres en los brazos, seguramente se los habría hecho en la cárcel…

– ¡Hola! -dijo la chica, abordando a Epkeen.

– Hola.

– ¿Bailas?

La mestiza lo tomó de la mano sin esperar respuesta y, aprisionándolo entre sus brazos, lo arrastró a la pista improvisada. Brian respiró su perfume como de regaliz, una pena que le hubiera añadido el lúpulo. Su boca, pese a que le faltaba un diente, era bonita.

– ¡Me llamo Pamela! -gritó por encima de la música-. ¡Pero puedes llamarme Pam! -añadió, sin dejar de bailar.

Brian se inclinó sobre su escote para responderle al oído:

– ¡Qué nombre más bonito!

La chica sonrió con expresión ávida. Los demás les dirigían gestos amistosos, siguiendo el ritmo de los Wailers. Contagiado por el brío de la chica, Brian esbozó unos pasos al compás de la música: Pamela se acurrucó contra él, juguetona y provocadora… Brian sacó la foto de Ramphele.

– ¿Lo conoces?

La liana se balanceó alrededor de la fotografía, negó con la cabeza y se pegó, en un largo escalofrío, contra su espalda; su piel especiada era ardiente como el fuego.

– ¿Me invitas a una cerveza?

Pam lo miraba con una expresión de súplica infantil, como si el mundo hubiera quedado suspendido de sus labios. Los demás los observaban. Epkeen hizo un gesto al tipo tatuado que removía la cerveza. Cogieron el vaso de plástico con la sensualidad de unos acróbatas y, sin dejar de bailar, brindaron. Como la música hacía imposible mantener una conversación, el afrikáner atrajo a la chica hacia la vegetación que bordeaba las dunas.

Pam le sonreía como si fuera muy guapo.

– Stan Ramphele -insistió Brian, volviendo a plantarle la foto delante de los ojos-: un joven que se pasaba el día en la playa… Un tipo muy guapo. Tienes que haber coincidido con él a la fuerza.

– ¿Ah, sí?

– Stan vendía dagga, y desde hace poco una especie de tik… Aquí, en la playa.

La chica seguía bailando, contoneándose.

– ¿Eres poli? -le preguntó.

– Stan ha muerto: intento saber lo que le ocurrió, no quiero detenerte, ni a ti ni a tus amigos.

El viento hacía tintinear las cuentas que adornaban sus trenzas. Pam se encogió de hombros:

– Yo no soy más que una chica de la playa…

Su sonrisa mellada se estrelló a sus pies. Lo demás seguía balanceándose en el viento: se bebió la cerveza de un trago, se aferró a él y se echó a reír.

– ¡No me digas que me has llevado a este rincón para hablarme de ese tío!

– Había visto en tu cara que eres de fiar -mintió.

– ¿Y aquí qué ves? -contestó ella, llevándose la mano al trasero.

Las hierbas se doblaban bajo la brisa, el ruido de las olas se mezclaba con el del reggae, y Pam palpaba la mercancía con mano experta: arrimó su bajo vientre al suyo, acariciando su sexo con su pubis, se inclinó para rozarlo con sus pechos y por fin se arrodilló. Epkeen sintió la mano de la mestiza correr por su espalda: en un segundo Pam desenfundó su pistola.

Se incorporó a una velocidad pasmosa dada su postura, le quitó el seguro al arma y dirigió el calibre 38 contra el afrikáner, que apenas había tenido tiempo de esbozar un gesto.

– No te muevas -dijo, armando la pistola-. Las manos en la cabeza… ¡Vamos!

Epkeen no parpadeó siquiera. Entonces apareció un hombre, oculto detrás de la duna. El tipo tatuado que servía la cerveza…

– Está todo controlado -le dijo ella sin dejar de encañonar al policía-. Pero este imbécil no quiere levantar las manos.

– ¿Ah, no? -dijo el otro, acercándose a él.

Llevaba un arma bajo su camisa rasta.

– ¡Vas a pegar al suelo tu sucia jeta de poli! -le espetó Pam.

En lugar de obedecer, Epkeen se sacó un curioso objeto de la cazadora de lona: el knut de sus antepasados, rematado con su bola de cobre.

– ¡Tú te lo has buscado! -gritó Pam, apuntando a su cabeza.

La chica apretó el gatillo, dos veces, mientras Epkeen se lanzaba sobre el tipo. Pam siguió disparando, en vano, y comprendió que la pistola no estaba cargada. El tipo de los tatuajes desenfundó la suya, pero la tira de cuero, al abatirse sobre su mejilla, le arrancó un trozo de carne del tamaño de un filete. El hombre ahogó un grito y, tambaleándose bajo una cortina de lágrimas, no vio venir el segundo golpe: la pistola que sujetaba bajo su camisa le salió despedida de la mano.

Pam había vaciado el cargador entre los omóplatos de Epkeen, que se volvió deprisa. El knut partió la muñeca de la chica, que soltó la pistola con un gemido. A su espalda, el de los tatuajes quiso recogerla del suelo: el cuero de hipopótamo le abrió las falanges hasta el hueso. El corazón de Epkeen latía a mil por hora: no se las estaban viendo con pequeños camellos de playa, sino con tsotsis que mataban policías. Una ráfaga de viento le hizo parpadear. Abandonando su arma, el tipo de los tatuajes echó a correr hacia la choza, sujetándose la mejilla con la mano. La chica todavía no pensaba en huir: se miraba la muñeca rota como si se le fuera a caer. Epkeen la golpeó en la barbilla. Cuando levantó la cabeza, vio al tatuado subir corriendo la pendiente de la duna.

Entonces oyó un grito a lo lejos, por encima del estruendo de las olas. El grito desgarrador de un hombre, desde el otro lado de las dunas…

Dan.

***

– Venga -susurró Gatsha al oído herido de Neuman-. Dame el gustazo de abrir tu bocaza de negro. Venga, para que te vuele los cojones…

Le apretaba el cañón con tanta fuerza que Neuman sintió ganas de vomitar. Un gesto y estaba muerto. El tipo no esperaba otra cosa. Fletcher lloraba mirando su mano cortada, estupefacto, como si no quisiera creer lo que le había ocurrido. La sangre regaba las patas de la barbacoa, el viento rugía, formando torbellinos, y él sollozaba como un niño aterrorizado al que nadie acudiría a salvar. Estaba solo con su muñón y su mano en la arena, separada del cuerpo. Estaba viviendo una pesadilla.

Neuman cerró los ojos cuando el tsotsi le cortó la otra mano.

Fletcher soltó un grito espantoso antes de desmayarse.