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– ¡Pollo a la brasa! -eructó Puro-nervio, blandiendo el machete.

Joey sonreía, en éxtasis. El tsotsi recogió las manos cortadas y las tiró a la barbacoa. Neuman volvió a abrir los ojos, pero era peor: el chorro de sangre que manaba de los muñones, su amigo en el suelo, desmayado, las brasas atizadas por el viento, el olor a carne, el crepitar de las manos sobre la rejilla incandescente, la hoja del cuchillo que lo clavaba a la caseta como a una lechuza, la pistola en sus tripas y los ojos idos de Gatsha, que se reía, como un loco.

– Jajá! ¡Pollo a la brasa!

Las ráfagas de viento volaban, furiosas, sobre las brasas; Puro-nervio plantó la rodilla en la espalda de Fletcher, que ya no reaccionaba. Le levantó la cabeza tirándolo del pelo y, de un golpe de machete, lo degolló.

El corazón de Neuman latía tan fuerte que se le iba a salir del pecho. El fantasma de su hermano pasó rozándole la espalda, empapada en sudor. Iban a cortar a Dan en pedazos, lo iban a asar en la playa, y después se ocuparían de él. Apretó los dientes para ahuyentar el miedo que hacía temblar sus piernas. Un líquido tibio seguía corriendo sobre su camisa, y Fletcher agonizaba ante sus ojos aterrorizados.

El tsotsi del machete se volvió hacia el más joven: -¡Joey! Ve a ver qué hacen los otros mientras nosotros nos ocupamos del negro…

Puro-nervio pensaba en muertes espectaculares cuando la cabeza de Gatsha explotó: la fuerza del impacto fue tal que el muchacho no tuvo tiempo de apretar el gatillo. Los otros dos se volvieron al instante hacia la choza, de donde provenía el disparo: una silueta alta y delgada bajaba la duna a todo correr, un blanco, con una pistola en la mano. Blandieron sus armas y apuntaron hacia él.

Trozos de carne y de huesos habían chocado contra su cara, pero Neuman reaccionó en un segundo: arrancó el cuchillo que lo mantenía clavado a la caseta y se precipitó hacia ellos. Puro-nervio sintió el peligro. Dirigió su arma hacia el hombre del cuchillo, pero era demasiado tarde: cien kilos de odio se hundieron en su abdomen. El tsotsi retrocedió un metro antes de caer de rodillas en el suelo.

Epkeen recibió un primer disparo, que levantó un poco de arena a sus pies, el segundo se perdió en el aire: detuvo su carrera al pie de la duna y apuntó. A contraluz, el tipo no tenía la más mínima oportunidad: lo abatió de una bala en el plexo.

Junto a la barbacoa, el jefe de la banda se miraba la tripa, incrédulo, con el cuchillo clavado hasta el mango. Neuman no se tomó el tiempo de sacarlo: cogió las manos que crepitaban en el fuego y las tiró sobre la arena.

Epkeen miraba el mundo como a un enemigo, en busca de otro blanco. Entonces vio el cuerpo mutilado de Fletcher al pie de la duna. Neuman se había precipitado junto a él. Se quitó la chaqueta y le tomó el pulso. Dan respiraba todavía.

Epkeen acudió por fin, pálido como un muerto.

– ¡Llama a una ambulancia! -le gritó Neuman, presionando la yugular de su amigo-. ¡Date prisa!

SEGUNDA PARTE

ZAZIWE

1

– ¿Qué tienes, hermano?

– Estoy ardiendo.

– ¿Y tus rodillas?

– Golpean la una contra la otra.

– ¿ Y tu pantalón rojo?

– Ya lo ves, está empapado.

– ¡¿Ytus mejillas, hermano, tus mejillas?!

– Dos surcos de petróleo.

Andy había ardido ante sus ojos: las lágrimas negras se evaporaban como caucho en sus mejillas, pompas mugrientas que reventaban ahí mismo, petrificadas… Los de la milicia habían soltado al chico, ya no era necesario sostenerlo, se mantenía en pie él solo, o más bien buscaba un lugar donde mantenerse en pie. Andy había querido rodar por el suelo, pero la goma ya se había fundido sobre éclass="underline" por mucho que gesticulara, por mucho que profiriera gritos que rompieran los tímpanos de la Tierra entera, no encontraba un lugar donde desaparecer.

El tiempo se había comprimido en la mente de Ali. Sin duda era demasiado pequeño para comprender de verdad lo que estaba ocurriendo. Todo era vago, irreal, se sentía extrañamente superado por la situación. Distinguía siluetas en la noche, los ojos inyectados en sangre bajo los pasamontañas, el árbol-horca en medio del jardín, la luna resquebrajada, las luces del coche de policía al fondo de la calle, los vigilantes [29] que montaban guardia alrededor de la casa, los policías de paisano que alejaban a los vecinos, pero todo era falso, salvo esas lágrimas negras que resbalaban por las mejillas de su hermano…

Andy se había convertido en un incendio, en una antorcha consumida, un faro vuelto del revés. Ali no oía las voces ni los rumores de la calle, era sordo al caos, y las imágenes seguían superponiéndose, vacías de sentido: su madre estaba detrás de la ventana, con el rostro pegado al cristal, la obligaban a mirar, los gritos, los alientos fétidos de los gigantes, hasta el olor del caucho, todo ello pasaba como flechas por encima de su cabeza.

Los hombres lo sujetaban para que no se perdiera nada del espectáculo: «¡Mira bien, pequeño zulú! ¡Mira lo que ocurre!», pero el miedo a morir lo había dejado fuera de combate. Ali sentía vergüenza, la vergüenza del débil, tanta como para olvidar a Andy, que se estaba quemando vivo: él, Ali, seguía vivo, sólo eso importaba.

No vio lo que ocurrió después: el mundo se había vuelto del revés, la luna había caído del cielo, hecha añicos.

Cuando volvió a abrir los ojos, los gritos habían cesado. El cuerpo hecho un ovillo de Andy yacía en el suelo, parecía un pájaro cubierto de petróleo, y todavía flotaba en el aire ese espantoso olor a quemado… Ali vio entonces a su padre colgado del árbol, y la realidad volvió a él como un bumerán.

No había duda: estaba en su casa, en el infierno.

Una mano lo agarró del pelo y lo arrastró detrás de la casa…

El viento alisaba la hierba y el océano, del color del mercurio, que espejeaba en el crepúsculo. Neuman siguió el camino de piedras hasta lo alto del acantilado. Una gaviota que volaba en el cielo pasó a su altura y lo miró a los ojos antes de precipitarse al abismo.

El faro de Cape Point, desierto, brillaba con su luz roja. Ali rodeó la pared cubierta de grafiti y se acodó en el parapeto. Al fondo, las olas grises rompían contra las calas. El miedo pasaba, pero no el olor a carne quemada.

Dan había sido trasladado al hospital más cercano, en estado crítico. El helicóptero del equipo de socorro había tardado cerca de veinte minutos en aterrizar en la playa de Muizenberg: para ellos había sido como una hora.

Por mucho que apretaran los torniquetes, por mucho que bloquearan el flujo de las arterias y taponaran los agujeros con sus chaquetas y sus camisas, Dan se les iba. Le hablaban, le decían que le volverían a coser las manos, conocían a un especialista, el mejor, le pondrían unas nuevas, más bonitas todavía, más hábiles, manos quirúrgicas, por así decirlo, decían lo que fuera, lo que se les pasara por la cabeza. Claire, los niños, y ellos dos, ellos dos también lo necesitaban, hoy, mañana, el resto de su vida; le hablaban aunque estuviera inconsciente, tendido en el suelo, en coma, con la garganta abierta en un rictus espantoso, y toda esa sangre que la arena se bebía… Neuman volvía a ver su rostro aterrorizado ante el machete, sus ojos claros que le suplicaban, y sus sollozos de niño cuando le cortaron la primera mano… Él lo había arrastrado a esa pesadilla.

El equipo médico, los primeros auxilios en la camilla, la transfusión de urgencia, el helicóptero que se lo había llevado por el cielo, el que le hubieran asegurado que harían todo por salvarlo, nada de eso cambiaba nada. Epkeen no había intervenido demasiado tarde: el que había fallado era él.

Quedaba la vida, aferrada a los jirones, y la esperanza de que se salvara; su corazón latía débilmente cuando se lo llevaban…

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[29] Miembros de las milicias que operaban en los bantustán, contratados por jefes locales comprados por el poder.