Terreblanche tenía hoy sesenta y siete años y una nueva línea de negocio extremadamente lucrativa; todo lo que tenía que ver con ese período trágico de su vida lo dejaba completamente frío. Una vez concluida, la operación que lideraba le permitiría reunirse con Ross, su hijo mayor, que, tras la expulsión de los granjeros blancos de Zimbabwe, se había refugiado en Australia. Se tomarían la revancha con el buen puñado de billetes que recibiría al finaclass="underline" con eso, agrandarían su granja. La convertirían en la mayor explotación de Nueva Gales del Sur.
Pero todavía había que lidiar con esos malditos cafres… Ese -o más bien ésa- no tenía muy buen aspecto.
– ¿Dónde la has encontrado? -preguntó Terreblanche.
– Aquí, con los demás…
El Gato estaba en un rincón oscuro del hangar, con una lima en la mano que se pasaba con cuidado por las uñas afiladas. La manga de su camisa estaba roja, y sus ojos aparecían turbios bajo unos párpados que fingían cansancio. La presa que le había traído a su amo estaba que daba pena verla, colgada de la viga, con los brazos atados a cadenas de bicicleta. Pam, la putita de la banda, que se había instalado a vivir en el hangar…
Terreblanche se acercó a la negra que hacía muecas bajo la luz blanquecina de los neones. Los dedos de sus pies apenas tocaban el suelo, y el acero sucio se le clavaba en las muñecas: una de ellas, rota, parecía haberle agotado las lágrimas.
– Ahora me vas a contar lo que ha pasado en la playa -le dijo.
Goteaba sangre de la cabellera medio arrancada de la putita. Un recuerdo del Gato.
Robusto, compacto, los deportes de combate y las operaciones especiales habían moldeado su cuerpo y su espíritu, lo que explicaba en parte que Joost Terreblanche no fuera de naturaleza paciente:
– ¡¿Y bien?! -gritó en el vacío del hangar.
Pam hizo un esfuerzo terrible por levantar los ojos. Eran oscuros, saltones, y los tenía fijos sobre la fusta.
– Gulethu… El nos dijo que alejáramos a los polis…
Gulethu era el jefe de la banda de desarrapados. Un hombre en quien se podía confiar, según el Gato. Chorradas, como siempre: faltaba un vehículo en el hangar, el Toyota, y los cinco hombres que lo conducían.
– ¿Y qué querían esos polis?
– Bus… buscaban información sobre un tipo -lloriqueó la chica.
– ¡¿Qué tipo?!
– S… Stan.
– Stan ¿qué más?
– Ramphele -gimió Pamela.
– Un pequeño camello local -precisó el Gato desde su rincón en la oscuridad-. Ramphele heredó el negocio de su hermano en la costa. Lo encontraron muerto hace dos días. Una sobredosis, al parecer.
Terreblanche apretó con más fuerza su fusta. Acababa de entenderlo todo.
– Gulethu le pasó la mercancía a Ramphele: ¿es eso? -bufó.
La chica asintió con la cabeza, con los ojos casi en blanco. Terreblanche se tragó la rabia en silencio: encargado del tráfico en los asentamientos, Gulethu conocía de sobra el efecto adictivo de esa droga. Había tratado de jugársela dando salida por su cuenta a una parte del stock por medio de un pequeño camello de la costa, sin saber la clase de mercancía que era: el muy imbécil.
– ¿Y cuánto tiempo lleva haciéndolo?
– Dos… dos meses.
– ¿Cuántos camellos?
– Ramphele… El nada más…
Terreblanche blandió su fusta:
– ¡¿Quién más?!
– ¡Nadie! -gritó la chica, atragantándose-. Gulethu: ¡él lo sabe todo!
Se echó a llorar. Terreblanche conservó la sangre fría: el jefe de la banda se había esfumado, pero no era demasiado tarde. Gulethu seguramente se estaría escondiendo por ahí, todavía estaban a tiempo de acordonar la zona, localizar el Toyota…
– ¿Cuántos han probado la mercancía? -la presionó.
– No lo sé… Había unos treinta clientes… Sólo blancos. Querían cada vez más… Los precios subían cuando los tíos se enganchaban…
A todo gas, podían sacarse miles de rands al día… Una cantidad irrisoria si uno sabía lo que estaba en juego. Terreblanche levantó la cabeza de la putita, que apenas se le sostenía sobre los hombros:
– ¿Qué pasó con los polis?
– Teníamos que engatusarlos… mantenerlos alejados de la casa…
– ¿Qué fue lo que salió mal?
– …
– ¡Contesta!
– ¿Necesitas ayuda? -intervino el Gato.
Pam se retorció, colgada de la cadena. Sus tobillos ya no aguantaban más. Ya no le quedaban fuerzas. El dolor en la muñeca rota le taladraba el cráneo.
– Joey -gimió-. Uno de los polis lo conocía… Intentamos esconderlo, pero sospecharon algo…
La banda de Gulethu estaba compuesta por doce hombres, repartidos en dos grupos. Los polis se habían topado con el equipo de día: tres habían muerto en la playa, los otros tres estaban ahora en sus manos -la chica colgada de la viga y los dos cafres que se contaban los dientes en la habitación de al lado-. Quedaban, pues, seis ovejas negras.
– ¿Dónde está Gulethu? -quiso saber Terreblanche.
– No lo sé… Se fue con los otros sin decirnos Adónde. Nos… nos dijo que nos quedáramos aquí. Que él se ocupaba de todo…
Terreblanche la agarró del cuero cabelludo y, por el grito que dio, la creyó.
Gulethu repartiría el botín entre seis en lugar de doce. Habían registrado el hangar, pero no habían encontrado dinero, sólo sus cosas mugrientas en unas bolsas de tela y los amuletos de Gulethu bajo su colchón. El dinero del tráfico paralelo estaría escondido en alguna parte, en algún sitio donde nadie iría a buscarlo. Había que encontrar al resto de la banda, antes de que lo hiciera la policía… Terreblanche se inclinó sobre las baratijas, las mazas y demás adornos amontonados en un rincón del hangar. Había sangre incrustada en una de las mazas.
– Esto es de Gulethu, ¿verdad? -le dijo a la chica-. ¿Qué hacía con estos amuletos?
– Ha… hablaba de una umqolan que ahuyentaba el mal de ojo…
Una bruja, según la jerga de los townships.
Terreblanche hizo una mueca de desprecio. Había peinado los bantustán lo bastante a menudo como para conocer sus creencias, sus rituales y todas esas tonterías que los negros llamaban su cultura. Pero tenían una pista.
– ¿Sabes dónde se la puede encontrar, a esa bruja?
– ¡No! No… Se lo juro… Se lo suplico…
Pamela sintió náuseas y se dejó caer, retenida tan sólo por la cadena. El ex coronel le levantó un párpado, pero la mestiza había perdido el conocimiento. No aguantaría mucho más así.
– ¿Qué hacemos con ella? -preguntó el Gato-. ¿Nos deshacemos de ella y de los demás?
– No… No: todavía pueden sernos útiles…
– ¿Para qué? ¿Para echarlos de comer a los perros?
La sangre de Pamela había formado un charco negruzco sobre la tierra batida. Terreblanche levantó la cabeza. La casa había sido evacuada, pero a la fuerza tenía que quedar algún rastro…
3
Are you such a dreamer?
To put the world to rights?
La voz de Tom Yorke maullaba en la radio del Mercedes. Desesperación concentrada. El sol de mediodía cocía el asfalto a fuego lento mientras Epkeen acechaba a la salida de la Facultad de Periodismo. David ya no tardaría. Algunos chavales que tenían el mismo aspecto after grunge que su hijo salían del edificio; también chicas, rubitas jovencitas y peripuestas o mestizas que no alegraban nada el ambiente. Fletcher había muerto, en sus brazos por así decirlo, y no habían podido hacer nada para salvarlo.
Brian pensó en Claire, en la escena del hospital, y el corazón se le encogió aún más. Era la primera vez que veía a alguien caerse al suelo de pena. Las piernas habían cedido bajo su peso. Un dolor de tullida, que le atacaba la médula. Ya podía gritar la pobre que la dejaran en paz, se arrancaba el pelo, desplomada en el suelo plastificado del hospital, chillaba, medio enajenada, cuando ya no tenía nada a lo que aferrarse más que una peluca rubia tirada a sus pies y una cabeza calva. Brian la había puesto en pie, Claire, tan menuda, con el peso de una pluma. De un muerto…