– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!
Las voces resonaban bajo las vigas de ladrillo del Armchair. Neuman estaba de pie entre el público, inmóvil ante su tótem: viejos monos que hacían muecas subían a la superficie…
– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!
Sobre el escenario lleno de humo, Zina y sus zulúes bailaban el toi, la danza de guerra de los townships: golpeaban el suelo con los pies, levantando una nube de polvo, como en los enclaves en los que los habían segregado, los tambores retumbaban bajo los focos, fotos de manifestantes se proyectaban como flashes sangrientos sobre una pantalla situada al fondo del escenario, pisoteaban el suelo abrazando unos AK-47 imaginarios, como antaño, sin dejar de corear:
– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra! ¡Trrrrrrrrrrrr!
Zina disparó una ráfaga sobre la multitud aglutinada. El polvo revoloteaba en torbellinos sobre el escenario, respondiendo al estruendo de los tambores. Distinguió entonces entre el gentío el rostro de Neuman, que dominaba todos los demás… Con una sonrisa, lo decapitó.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Antes no me ha visto -dijo Neuman.
Sus ojos resplandecían en el pasillo del camerino.
– Se habrá movido usted -dijo-: y la prueba es que está aquí ahora.
Zina estaba descalza, sudorosa y cubierta de polvo de los pies a la cabeza. El policía la estaba esperando al final del espectáculo, y ella se sentía eléctrica, confusa y vulnerable.
– El otro día no me lo contó todo -dijo Neuman, directo al grano.
Su expresión, la de un hombre que sabe muchas cosas, la puso un poco más a la defensiva:
– Será que usted no hizo las preguntas adecuadas…
– Probemos con ésta: hay una cámara a la entrada de la discoteca, ¿lo sabía?
– El mundo de la televigilancia no me interesa -replicó ella.
– A mí tampoco, pero merece la pena dedicarle un momento de vez en cuando. ¿Podemos hablar de ello en un sitio más tranquilo?
Ahora llegaban también los músicos, chocándose los cinco. Zina abrió la puerta del camerino.
– ¿Qué le ha pasado en la oreja? -preguntó, pasando al interior.
– Nada.
Neuman la miraba fijamente, presa de sentimientos contradictorios. La bailarina se puso el chai de colores que había sobre el tocador y lo miró desde lo alto de su metro ochenta de estatura.
– Ha puesto su expresión de serpiente -le dijo-. ¿Qué ocurre?
– Nicole Wiese pasó toda la noche fuera tres días antes de que la asesinaran -dijo Neuman- y, según las cintas de vídeo de la discoteca, salió de allí aquella noche a las doce y doce minutos. Usted, cuatro minutos más tarde. No sabemos dónde ni con quién pasó Nicole la noche… Cuatro minutos: el tiempo suficiente para que usted pasara por el camerino a recoger sus cosas antes de reunirse con ella. ¿Qué me dice?
– Prefiero los cuarentones sin hijos, pero a nadie le amarga un dulce de vez en cuando… ¿A qué juega usted?
El polvo formaba cráteres grises sobre su piel, que empezaba a resquebrajarse.
– Nicole era una muchacha súper protegida que buscaba emanciparse de la tutela paterna, y por eso quemaba etapas: coleccionaba experiencias y juguetes eróticos. Consumió iboga esa noche, la del miércoles, y mi teoría es que esa noche la pasaron juntas.
Sus miradas se cruzaron, eran las de dos bestias. Neuman se estaba tirando un farol.
– Tráigame una orden judicial -replicó ella-, y le abro mi nido.
Neuman cogió un mechón de su cabello pegado al sudor de su hombro:
– ¿Va a hablar ahora o prefiere que esperemos a los resultados del laboratorio?
Una chispa brilló en los ojos negros de Zina. Neuman la había atrapado en sus redes.
– Yo no le rompí la cabeza a Nicole -dijo entre dientes.
– No: es usted demasiado lista para hacer algo así. Pero me ha mentido.
– Que no diga lo que usted quiere escuchar no quiere decir que mienta.
– En ese caso le aconsejo que me diga la verdad.
Zina se arrebujó en el chai.
– Nicole me abordó después del espectáculo -dijo-, en la barra, el miércoles… Le había gustado la actuación, y yo también, me di cuenta enseguida. Como quería experiencias placenteras, la inicié en la iboga.
Neuman asintió con la cabeza; era precisamente lo que se temía…
– ¿Estaban las dos solas?
– Las dos sólitas, sí.
– ¿Dónde pasaron la noche?
– En la habitación que me alquilan durante la gira, aquí al lado.
– ¿Por qué me lo ha ocultado?
– No soy una impimpi -dijo.
Los que contaban los secretos a los blancos.
– ¿De qué secreto habla?
– Mi abuela era herbolaria -dijo, con una pizca de orgullo-: me legó algunos de sus talentos… entre ellos, la elaboración de la iboga. No tenemos costumbre de divulgar nuestros conocimientos.
– Un simple filtro de amor-dijo Neuman-. Tampoco es como para andarse con tanto misterio.
– No me tome por tonta: soy una de las últimas personas que vio a Nicole con vida, y pasamos la noche juntas tres días antes de su asesinato. No tenía ninguna gana de que la policía viniera a husmear en mi vida privada.
– ¿Tantas cosas tiene que reprocharse?
– Aparte de haberlo conocido a usted, no.
Se instaló un silencio en el camerino.
– ¿Y bien? -insistió él.
Zina esbozó una mueca provocadora:
– Pues Nicole era una linda muñequita rubia que, mire usted por dónde, estaba feliz de pasar la noche en mi compañía. La experiencia le gustó, pero yo ya no tengo edad de jugar a la niñera: la cosa quedó ahí. Fue el miércoles, efectivamente. El sábado por la noche Nicole se pasó por mi camerino para saludarme y para recoger los frasquitos de iboga que le había preparado. Me lo había pedido ella, ¿y se le ocurre a usted mejor regalo de despedida que un filtro de amor?
Sus ojos brillaban sin alegría.
– ¿Le pagó?
– Lo mío no es el voluntariado.
– ¿Lo hace para llegar a fin de mes?
– La vulgaridad no va con usted, señor Neuman.
– ¿Y no le dijo Nicole con quién pensaba compartir tan valiosos frasquitos?
– Ya que insiste, le diré que Nicole y yo no hablamos mucho.
– Las mejores confidencias se hacen en la cama -observó él.
– Las chicas nos hablamos en silencio.
– En un silencio ensordecedor… -Se sacó la mano del bolsillo-. Stan Ramphele. ¿Le dice algo ese nombre?
Zina se inclinó hacia la foto que le mostraba, un negro de unos veinte años, bastante guapete el chaval…
– No -dijo.
– Nicole y Stan estaban colocados cuando murieron: una sustancia química a base de tik, que modifica el comportamiento. Extremadamente tóxica.
– Lo mío son las hierbas naturales, querido amigo -precisó la zulú-. El efecto de la iboga es más sutil… ¿Quiere probarlo?
– En otra vida tal vez.
– Hace usted mal, mis secretos son inofensivos -le aseguró.
– No las tengo todas conmigo.
– Soy bailarina -le dijo, mirándolo a los ojos-: no asesina en serie.
Neuman reparó en la pequeña cicatriz que tenía encima del labio.
– ¿Quién habla de otros asesinatos?
– Sus ojos están llenos de otros asesinatos… ¿Me equivoco?
Zina lo miraba como si lo conociera. Neuman cambió de tema:
– ¿Por qué no colaboró con la policía?
– Qué pesado es usted con sus preguntas.
– Y usted con sus respuestas.
Las facciones de Zina se agudizaron, a escasos centímetros de su rostro. La conversación viró bruscamente.
– Escuche lo que voy a decirle, Ali Neuman, escuche bien… He visto a policías pisotear el vientre de mi madre, todavía la oigo gritar porque estaba embarazada, y todavía oigo callarse a mi padre: ¡sí, todavía lo oigo callarse! ¡Y todo porque no tenían más derecho que ése, esos pobres negros! El hijo que esperaba no sobrevivió, y mi madre murió por ello. ¡Y cuando mi padre quiso denunciarlo, se le rieron en la cara, a él, un induna! Unos policías vinieron un día a decirle que había sido depuesto de su cargo de dirigente por insubordinación a las autoridades bantúes. Fueron también policías quienes vinieron a echarnos de nuestra casa, y la derribaron con una apisonadora. Los mismos que dispararon contra la multitud desarmada durante la revuelta de Soweto, matando a centenares de nuestros hermanos… Y ahora, sólo porque los tiempos hayan cambiado y una pueda tirarse a una blanquita sin que le den una kafferpack26 no crea que es motivo suficiente para que corra a sus brazos.