– ¿Has encontrado a otra chica?… ¿Es eso? ¡¿Has encontrado a otra desgraciada que creerá que la salvarás?! A no ser que tengas varias -se sulfuró ella-. Un harén, así se llama, ¿no?
Se oyó como un disparo, a lo lejos, en la noche, o un portazo.
– Cállate -dijo Neuman, en voz muy baja.
– ¿Te la tiras?
– ¡Cállate!
– Dime -le espetó, con una expresión cargada de hiél-: ¿a ella sí te la tiras?
Ali le levantó la mano, y ella, por puro instinto, se protegió la cara. El golpe fue tan rápido que Maia sintió el desplazamiento de aire sobre su cabello despeinado: el puño le rozó la sien antes de estrellarse contra la pared, que crujió bajo el impacto. Maia dejó escapar un grito de estupor. Ali golpeó la pared con todas sus fuerzas, varias veces: destrozó uno por uno sus cuadros colgados, hizo añicos el tabique de contrachapado, con las manos desnudas. La madera salía despedida por toda la habitación mientras él se ensañaba, los fragmentos caían sobre su pelo, Maia gritaba para que parara, pero los golpes seguían cayendo sin fin: iba a hacerlo todo pedazos, a ella, la casa, su vida, a puñetazos.
La tormenta paró de pronto.
Maia gemía bajito, sin atreverse ya a moverse, acurrucada en el sofá. Se aventuró a mirar entre las manos con las que se protegía el rostro, muerta de miedo: Ali estaba de pie delante de ella, con el puño apretado, lleno de arañazos y de astillas, y con los ojos resplandecientes de rabia.
Salió de sus entrañas una suerte de maullido, un sonido que le heló la sangre:
– Cállate…
5
Un vestido rojo cruzó su campo de visión. Con una mano, la mujer se sujetaba el sombrero de paja que amenazaba con salir volando hasta el otro extremo de la Tierra, y con la otra se balanceaba con gracia sobre la playa inmaculada… Epkeen se cruzó con esa aparición etérea cuando una ráfaga de viento le escupió arena en el rostro.
Había dejado atrás las casetas de madera de colores que bordeaban el paseo marítimo, el puesto de socorro, las sombrillas dispersas y algún que otro desdentado que vendía fruslerías del township vecino; la playa de Muizenberg se iba vaciando a medida que se alejaba a orillas del océano, el viento removía el polvo y la arena, que se perdían a lo lejos, en el vaho del mediodía. Se volvió, pero la chica no era ya sino un punto rojo en la bruma del calor; apenas se distinguía la estación balnearia… Siguió caminando a duras penas por la arena blanda, escupiendo tabaco y alcoholes.
Brian había ido la noche anterior al bar de Long Street donde trabajaba Tracy. Quería hablar en serio con ella, pero la pelirroja no dejaba de extasiarse con los malabarismos de su joven colega al otro lado de la barra… Si le brillaban los ojos por tres cocteleras que daban vueltas en el aire, más valía dejar ahí la cosa, ¿no? Tracy no se lo esperaba en absoluto. Las palabras de Brian habían sido certeras, pero a la vez, no había dado ni una. Era un cero a la izquierda en rupturas. No tenía manual de instrucciones. El deseo se le había ido al garete. La muerte de Dan lo había vuelto perezoso. Decepción, amargura, tristeza, se habían separado sin ninguna esperanza de recaer…
Epkeen vio el emplazamiento de la choza y, detrás, la barbacoa entre las dunas y la cabaña carcomida. Quedaban señales de arena ennegrecida, el carbón volcado en el suelo… Sintió un escalofrío. La mestiza se lo había ligado arrimándose a su muslo cuando ya tenía pensado borrarlo del mapa. Ella y el tipo al que había arrancado media cara le habrían hecho a él lo que le habían hecho a Dan. Tal vez lo habrían hecho pedacitos a él también, y los habrían asado… Epkeen se pasó la lengua por los labios, sintió la sal del océano cercano y ahuyentó el miedo que le impedía pensar.
La playa se extendía hasta la reserva de Pelikan Park: la casa que buscaba no debía de estar muy lejos… Se ajustó las gafas de sol sobre la nariz y trepó a lo alto de una duna, balanceándose por la fuerza del viento. Colgadas del cielo, las gaviotas lo miraban fijamente con sus ojos enajenados. Distinguió a lo lejos la vía del tren y el esbozo de una alambrada que se extendía detrás de los arbustos maltratados por el viento que soplaba desde el mar. La M 3 estaba a dos kilómetros apenas, se llegaba hasta ella por una pista llena de baches… Brian bajó corriendo la pendiente hasta la entrada principal, cerrada por un grueso candado. De la verja colgaba un cartel medio corroído por la sal que prohibía el acceso a la propiedad privada, amenaza que ya sólo asustaba a las mariposas: trepó la verja, soltó un taco al arañarse la muñeca contra la alambrada y cayó de un salto sobre la arena del patio. Las gaviotas desaparecieron con un grito: trotando por el camino se aproximaba la silueta de una mujer a caballo…
Epkeen estaba aún junto a la verja cuando la amazona lo abordó, a lomos de un frisón de pelaje negro reluciente de sudor.
– ¡Buenos días!
Era una mujer morena de unos treinta y cinco años, alta, con unos ojos azules bastante impresionantes.
– ¿Se le ha perdido algo? -le preguntó.
– Digamos más bien que busco algo.
– ¿Ah, sí? -fingió sorprenderse ella-. ¿Y qué busca?
– Pues busco…
La mujer tiró de la brida del caballo que sólo quería galopar hacia el mar.
– ¿Suele pasear por aquí? -le preguntó Epkeen.
– De vez en cuando… Me cuidan el caballo en el club hípico, al lado del parque.
Pelikan Park, la reserva natural situada a varios centenares de metros… Epkeen olvidó las perlas de océano que brillaban encima de la verja y se volvió hacia la casa.
– ¿Sabe quién vive ahí?
La amazona sacudió la cabeza en un gesto de negación, curiosamente imitada por su montura:
– No.
– ¿Ha visto a alguien alguna vez?
La mujer volvió a sacudir la cabeza de lado a lado.
– ¿Algún vehículo? -insistió él.
El frisón tiraba de la brida. La mujer le hizo ejecutar unos pasos de baile, muy elegantes, y entonces su rostro se iluminó despacio, como si los recuerdos volvieran a su mente a oleadas, empujados por la brisa marina:
– Sí… Una vez vi un 4x4, una mañana muy temprano, franqueó la verja… A veces atajo por las dunas, pero lo normal es que vaya por la playa, siguiendo la orilla. ¿Por qué me lo pregunta?
– ¿Qué clase de 4x4?
La mujer se inclinó sobre la silla para relajar sus glúteos.
– Pues uno grande, oscuro, un modelo reciente, de los que revientan dunas… A decir verdad, apenas lo vi… No como a usted-dijo, cambiando de tema-: esto es propiedad privada, ¿no se ha fijado?
– Ha dicho que lo vio una mañana temprano: ¿hacia qué hora?
– Las seis… Me gusta montar por la mañana, cuando la playa está desierta…
De buenas a primeras a él también.
Sólo tenía que encontrar un caballo de temperamento depresivo al que le gustara la cerveza belga.
– ¿Y cuándo fue eso?
– No lo sé… -Se encogió de hombros. Llevaba una camiseta ceñida-. Hará unos diez días o así…
– Y desde entonces, ¿no ha vuelto a ver a nadie?
– Sólo a usted.
Sus perlas azules lo atravesaban como si fuera antimateria.
– Si le enseño una lista de vehículos similares, ¿cree que podría identificar al 4x4 en cuestión?
– ¿Es usted policía?
– A veces.
El frisón mordía su bocado, con el casco febril. La mujer dio una vuelta completa sobre sí misma.
– ¿Trabaja en el club hípico? -le preguntó él, al final del ballet.
– No. Me contento con montar… Tiene tres años -dijo, dándole palmaditas en el cuello al animal-, todavía es fogoso. ¿Le gustan los caballos?
– Prefiero los ponis -contestó él.