– ¡Oh! No pienso ir yo solo -replicó Neuman, con una expresión helada-: se vendrá usted conmigo.
Sanogo se retorció nervioso sobre su silla de plástico.
– No cuente con ello -dijo, como si fuera algo evidente-: bastante trabajo tengo ya con los casos abiertos.
Su mirada se perdió sobre los expedientes amontonados.
– Joey tenía una Beretta M92 seminueva -dijo Neuman-. Los números de serie estaban rayados, pero seguro que provienen de un lote de la policía: ¿prefiere una investigación en profundidad sobre sus stocks?
El número de armas declaradas como perdidas superaba todos los límites tolerables, Neuman lo había comprobado. Armas por así decir volátiles.
Sanogo se quedó callado un momento -sabía cuáles de sus agentes alimentaban el tráfico, él mismo recibía regularmente sus «honorarios». Neuman lo miró fijamente, con desprecio:
– Reúna a sus hombres.
La proclamación de las zonas blancas había generado desplazamientos masivos de población, dispersado las comunidades y destruido el tejido social. Cape Flats, donde se había aparcado a los negros y a los mestizos, era una zona dividida en territorios controlados por bandas de delincuentes dedicadas a actividades diversas. Allí tenían una tradición que databa de antiguo, e incluso se habían transformado en sindicatos -considerando que el fenómeno de las mafias provenía del apartheid, mil quinientos tsotsis se habían manifestado ante el Parlamento para exigir la misma amnistía que los policías. Algunas bandas estaban a sueldo de los dueños de licorerías ilegales, los shebeens, o de los barones de la droga, para proteger su territorio. Otras formaban organizaciones piratas, que asaltaban a otras bandas para abastecerse de droga, alcohol y dinero. Estaban las bandas de carteristas que actuaban en los autobuses, los taxis colectivos o los trenes, las mafias especializadas en extorsión y, por último, las bandas de las cárceles, que controlaban la vida en prisión (contrabando, violaciones, ejecuciones y evasiones), y de las que todo recluso tenía que pasar a formar parte, lo quisiera o no.
Hacía años que el clan de los americanos controlaba Khayelitsha. Su jefe, Mzala, era temido y respetado. Mzala había robado de niño, matado de adolescente y purgado tres años de cárcel antes de hacerse un hueco entre los tsotsis del township. Eran su única familia, de él como de todos los demás; una familia que, a la primera señal de debilidad, no dudaría en pegarle tres tiros. Los americanos dirigían el tráfico de droga, la prostitución y el juego. Eran dueños también del Marabi [37], el shebeen más lucrativo del township, donde Mzala y sus adláteres habían establecido su cuartel general.
Dado que tres cuartos de la población estaban excluidos del mercado laboral, allí se concentraba la economía sumergida: escenarios por excelencia de la cultura popular, los shebeens los habían creado las mujeres del campo, que habían aprovechado sus conocimientos tradicionales para elaborar cerveza artesanal. Los shebeens eran tolerados pese a la fauna que gravitaba a su alrededor y a las bandas armadas que encontraban en ellos el medio de dar salida a sus stocks de droga y alcohol.
El Marabi era un garito sucio y abarrotado de negros pobres que se emborrachaban con la eficacia de los que no tienen dónde caerse muertos; brandy, ginebra, cerveza, skokiaan, hops, hoenene, barberton o mezclas más fuertes todavía, allí se vendía de todo sin autorización ni escrúpulos. La shebeen queen que regentaba el establecimiento se llamaba Dina y era una suerte de bruja gelatinosa con voz de cataclismo que hacía reinar el orden. Neuman la encontró al otro lado de la barra, con un vestido rosa de escote generoso, acosando a un viejo borracho para que bebiera más deprisa.
– ¿Dónde está Mzala? -preguntó.
Dina vio la placa de policía y el rostro poco amable que había detrás. Los borrachos que deliraban tumbados en camastros callaron. Los agentes del township habían neutralizado a los dos vagos que supuestamente debían vigilar la entrada del bar. Detrás venía Sanogo, refugiándose en la sombra de Neuman.
– ¿¡Y éste quién es!? -le espetó Dina al jefe de policía-. No…
La mujer hizo una breve contorsión por encima de la barra. Neuman le agarró la muñeca con fuerza:
– A callar.
– ¡Suélteme!
– Escúcheme o le rompo el brazo.
Inmovilizada como en una trampa para lobos, la shebeen queen se vio aprisionada contra la barra húmeda.
– Quiero hablar con Mzala -dijo Neuman con voz átona-. Por ahora será una charla amigable.
– ¡No está aquí! -gimió la mujer.
Neuman arrimó la boca a su oreja llena de adornos:
– No me tomes por un negrata… Venga, date prisa.
El dolor le llegaba hasta el hombro. Dina asintió con un gesto que hizo temblar todas sus carnes. Neuman la soltó como un muelle. La mujer profirió un taco, frotándose la muñeca -ese bestia no le había roto el brazo de milagro-, se alisó el vestido, que acababa de secar la barra como una bayeta y le dio una patada a uno de los tipos desplomados en el suelo. El zulú la miraba fijamente, con una expresión amenazadora. La mujer se escabulló al otro lado de la pared metálica.
Los clientes empezaron a murmurar. Sanogo indicó a sus hombres que los mantuvieran a raya.
Mzala dormía la mona en una de las habitaciones del fondo, en compañía de una chica que se había puesto de dagga hasta las cejas antes de chupársela sin pasión y ahora roncaba sobre su camastro. La irrupción de Dina lo sacó de su torpor. El jefe de la banda echó a la shebeen queen, rechazó a la sanguijuela y se puso la ropa que había tirada en el suelo. Los dos tsotsis que montaban guardia en la puerta del salón privado lo escoltaron al otro lado de la pared metálica que delimitaba su territorio.
Sanogo estaba allí, con su ejército. Había un tipo con él, un negro alto y musculoso que lo observaba desde los grifos de cerveza; llevaba la cabeza rapada, y su mirada era dura como una piedra. Su traje debía de valer unos cinco mil rands. Nada que ver con los otros polis…
– ¿Qué coño está haciendo aquí, Sanogo? -le espetó Mzala.
– Este caballero dirige la policía criminal de Ciudad del Cabo -contestó el superintendente, volviéndose hacia el interesado-: querría hacerle unas cuantas preguntas.
Neuman veía a Mzala por primera vez: un negro anguloso de ojos desleídos, vestido con una camiseta de una marca barata de whisky; tenía largas uñas afiladas, gruesas como si fueran de cuerno…
– ¿Ah, sí, no me diga?
Dos negros enmarcaban al jefe de la banda. De una patada en la entrepierna, Neuman convirtió al primero en estatua. El tipo se quedó un segundo desconcertado, antes de torcer la cara con una mueca. Su acólito tuvo la desgracia de moverse: Neuman apuntó a la pierna que sostenía el peso del cuerpo y, de un talonazo, le desencajó la rodilla. El negro dejó escapar un grito de dolor, retrocediendo hacia la pared metálica.
– Hoy no estoy muy pacífico -rugió Neuman, acercándose al cabecilla-. A partir de este momento, las preguntas las hago yo, y tú contestas sin hacerte de rogar, ¿entendido?
Mzala olía a sudor rancio y a puñalada trapera. Dina se arrimó a él como un pez piloto al tiburón.
– Aquí no encontrará nada -contestó, sin una mirada a sus hombres, vencidos a patadas-. Mejor haría en marcharse por donde ha venido.
– Y tú en cambiar de registro: hoy vengo a hacer preguntas, mañana puedo volver con los Casspir.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Mzala, algo más conciliador.
– Una nueva banda que vende droga en la costa -dijo Neuman-. Han matado a uno de mis hombres.
– No tengo ningún motivo para meterme con la pasma. Tenemos nuestros pequeños acuerdos, como en todas partes: pregúntele al jefe -dijo, tomando a Sanogo por testigo-. Nosotros los americanos nos contentamos con vender dagga. Somos legales -se defendió-: ¡joder, si hasta pago por mi licencia!