El capitán asintió con la cabeza, entornando los párpados. Al fin aparecieron unas listas de nombres en la pantalla. Ninguno correspondía al de Simón Mceli.
– El chaval no figura en nuestros ficheros -dijo, arrellanándose en su sillón-. Pero con un porcentaje de casos resueltos del veinte por ciento, si forma parte de alguna banda mafiosa quizá tenga alguna probabilidad de encontrarlo en la fosa común.
– A mí me interesan los vivos: ¿hay nuevas bandas mafiosas en el township?
– Bah… Lo que suele ocurrir es que el hermano pequeño sustituye al mayor. Los elementos descontrolados abundan por aquí.
– En efecto -replicó Neuman-: esta mañana he cambiado unas palabras con dos tipos en el solar del gimnasio. Unos tsotsis de apenas veinte años que hablaban el dashiki…
– La mafia nigeriana, quizá -aventuró el capitán-. Controlan las principales redes de droga.
– Uno de ellos tenía una Beretta como las de la policía.
– Las armas también abundan por aquí.
Walter Sanogo hizo clic en el icono de su ordenador para apagarlo.
– Escuche -dijo, levantándose de su sillón-, no puedo lanzar una investigación por un robo con tirón cuando tengo doce violaciones declaradas anoche mismo, un homicidio y montones de denuncias por agresión. Pero dígale a su madre que no se preocupe: por lo general, los que asaltan a ancianas no viven mucho tiempo…
El anexo del Hospital de la Cruz Roja se había creado en el marco de una amplia política sanitaria que tenía como objetivo frenar la propagación endémica del sida. Myriam trabajaba en el dispensario desde hacía un año: era su primer empleo, pero se sentía como si llevara toda la vida aliviando la angustia de la gente.
Su madre había contraído el virus de la manera más común: su amante de entonces la golpeaba, tachándola de infiel, cuando ésta le pedía que se pusiera un preservativo. Cuando sus hermanas se marcharon, asustadas por la enfermedad, Myriam se ocupó de su madre hasta sus últimos segundos de vida. No quería morir en el hospitaclass="underline" decía que allí maltrataban a las mujeres infectadas de sida, que se las acusaba de abrirse de piernas con demasiada facilidad, les reprochaban que ellas mismas se lo habían buscado… Su madre había muerto como una auténtica apestada, entre sus brazos, treinta y cinco kilos empapados en lágrimas. A raíz de eso, Myriam se sentía capaz de atender al mundo entero: el mundo entero estaba enfermo. África en particular.
Unos niños echaban una partida de morabaraba con piedrecitas en el vestíbulo abarrotado del dispensario. Neuman distinguió a la joven enfermera entre la multitud de pacientes. Llevaba el cabello trenzado con esmero, y su bata blanca ceñida realzaba su bonita figura. Myriam dejó que llegara hasta ella. Un sueño apagado que volvía a encenderse de pronto.
– Hace un momento desapareció usted -dijo Ali, a modo de disculpa.
– Estaba harta de esperarlo. Tengo trabajo -explicó ella, señalando una bandeja llena de jeringuillas.
Estaba enfadada. O por lo menos fingía estarlo.
– Quería darle las gracias por haberse ocupado de mi madre -le dijo él.
– Es mi trabajo.
Sus ojos del color del cobre lanzaban chispitas. Fuegos artificiales.
– Ni siquiera le he pagado el desplazamiento -añadió Neuman, tendiéndole un billete de cincuenta rands.
Myriam se guardó el dinero sin pestañear: era el triple de la tarifa, pero le estaba bien empleado por ser tan guapo y tan antipático a la vez.
– Sabe que lo habría hecho sin cobrar -le dijo de todas formas-. Su madre me ayudó mucho cuando llegué al dispensario.
– Mi madre ayudaría hasta a una piedra…
– ¿Me está comparando con una piedra? -se extrañó Myriam, con una expresión encantadora.
– Una piedra preciosa, al menos para mi madre -se apresuró a añadir el policía-. Le reitero mi agradecimiento.
Myriam se lo quedó mirando. Los zulúes tenían fórmulas de cortesía que a veces se hacían interminables, pero ese extraño espécimen se traía algo entre manos, y su cara bonita no iba a disuadirlo de su empeño.
– Estoy buscando a un niño -dijo-. Simón Mceli: fue atendido aquí no hace mucho. Un niño que ahora tendrá unos diez años. Su madre era una sangoma del township.
– No sé -contestó ella-. Pero eso debe de estar anotado en algún lado…
Myriam parecía mucho más intrigada por la cicatriz que tenía Neuman en la frente y en la que acababa de fijarse.
– ¿Me podría enseñar el registro? -insistió éste.
La enfermera asintió, con un gesto de hastío (menos mal que había venido para darle las gracias) y se fue al despacho contiguo a consultar los historiales médicos. Abrió un fichero metálico e inspeccionó las fichas de los pacientes. En el reducto hacía un calor húmedo, sentía el aliento de Neuman sobre su hombro y experimentó una sensación difusa, una suerte de malestar por encontrarse los dos a solas allí.
– Sí -dijo, extrayendo una ficha del cajón-: Simón Mceli. Estuvo aquí en enero de 2006.
– ¿Qué tenía? ¿Asma?
– No estoy autorizada a decírselo -contestó la enfermera con aire travieso-: ni siquiera sé si puedo hacer lo que estoy haciendo ahora.
A Neuman le divertía esa muchacha.
– Al menos digo yo que podré saber su última dirección…
– Bico Street, número 124, bloque C.
Estaba a cinco minutos en coche.
– Gracias -le dijo.
Myriam sentía calor bajo su bata blanca. La mala ventilación, seguramente. Buscó algo ingenioso que decir para retenerlo allí, pero era como si las paredes ya no quisieran albergarlos. Neuman desapareció al instante.
El bloque C estaba en un barrio pobre donde se sucedían hilera tras hilera las casitas de tejados de chapa, a menudo prolongadas por backyard shacks, esos cobertizos de patio trasero construidos como complemento a las viviendas. En ellos se veía la televisión si es que el vecino tenía una, o se contemplaba el tiempo pasar junto a la carretera, ese tiempo que lo excluía a uno. Desde que el último autocar de turistas que se había asomado por allí, al poco de terminar el apartheid, había sido asaltado por una banda de delincuentes, ya no se veía un solo blanco por el barrio como no fuera miembro de alguna ONG implantada en el township. Los touroperadores se contentaban ahora con minibuses, menos ostentosos, para realizar visitas concretas: escuelas, tiendecitas de artesanía local, asociaciones benéficas, etcétera.
Bico Street: Neuman aparcó junto al contador de electricidad, cuyos cables, semejantes a telarañas, se dispersaban hacia las chabolas. El número 124 estaba pintado sobre una lata de conserva pegada a la puerta. No había ningún nombre, ni un buzón siquiera -nadie recibía nunca correo en el township-. Llamó a la puerta de contrachapado que, al abrirse, a punto estuvo de caérsele encima.
Una mujer apareció en la entrada de la chabola, ataviada con un camisón en tejido acrílico satinado que brillaba sobre todo por su ausencia. Sus párpados traicionaban desgracias repetidas y muchas noches en vela. Saltaba a la vista que acababa de levantarse de la cama.
– ¿Qué pasa? -preguntó una voz de hombre a su espalda.
– No te metas, King Kong, que no das la talla…
La chica esbozó una sonrisa que no desentonaba con su camisón.
– Busco a una mujer -dijo Neuman-: Nora Mceli.
– No soy yo… Qué pena, ¿no?
– Depende de lo que le haya ocurrido. En 2006 Nora todavía vivía aquí con su hijo, Simón. Según dicen se marchó del township hace unos meses…
– Puede ser.
– Nora Mceli -repitió-. Una sangoma del barrio.
La chica se contoneó sobre el suelo de tierra batida.
– Que quién coño es -repitió la voz a su espalda.
– Ay, Señor, no le haga caso -dijo la chica, con aire confidencial-: se despierta de mal humor cuando ha bebido el día anterior.
– ¡Contéstame en lugar de menear el culo! -gritó el hombre-. ¡Esta es mi casa!