Gulethu no había tenido tiempo de elaborar su muti, y su «combate» contra los americanos le había salido maclass="underline" delirio guerrero, etnocida o suicida, fuera cual fuere el pensamiento arcaico del «zulú», sus secretos habían muerto con él.
De todas maneras, ya no había tiempo para elucubraciones psicológicas: la sala del palacio de justicia de Ciudad del Cabo estaba abarrotada, todo el mundo quería asistir a la conferencia de prensa del jefe de la policía, reinaba un ambiente febril. Fotógrafos y periodistas se apiñaban ante el estrado donde el superintendente, con su uniforme de gala, ofrecía las primeras conclusiones de la investigación.
Doce muertos, entre los cuales dos policías, seis personas ingresadas en el hospital en estado crítico: la intervención en el township de Khayelitsha se había saldado con una matanza. Con la campaña anticrimen del FNB, las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina y los objetivos político-económicos del dichoso Mundial de Fútbol, Karl Krugë se jugaba su jubilación anticipada con ese asunto.
Alabó a la policía criminal, que había aniquilado a la banda mafiosa y al asesino de las dos jóvenes, antes de confundir con su elocuencia a los asistentes: no había ningún resurgimiento de identidad zulú, ni miembros decepcionados del Inkatha dispuestos a enfrentarse al resto del país para reclamar la secesión o la independencia. No había tampoco grupos políticos extremistas, ni etnia pisoteada, tan sólo una banda de mercenarios vinculada a las mafias que traficaba con una nueva droga en la península, y su jefe, Sam Gulethu, un tsotsi embrutecido por años de violencia que se tomaba por el ángel exterminador, iluminado por alguna visión indigenista y un montón de creencias confusas, presa de una mezcla de brujería y tik, de venganza y de degeneración crónica. No era más que un cobarde que aprovechaba la ingenuidad de la juventud blanca para ajustar cuentas con sus viejos demonios.
El caso Wiese/Montgomery estaba cerrado. El país no era presa del caos sino de problemas coyunturales…
Al amparo de los flashes, Ali Neuman observaba la escena con un confuso malestar.
Acababa de hablar con Maia por teléfono. Habían quedado en Marenberg, donde había vivido Gulethu. Cada paso se le clavaba en el corazón, pero podía avanzar. Los periodistas se empujaban unos a otros ante el estrado, donde Krugë sudaba en su uniforme impecable… Neuman no esperó a que terminara la conferencia de prensa para abandonar el palacio de justicia.
Epkeen ni siquiera había ido.
2
La ruta de los vinos de Ciudad del Cabo era uno de los itinerarios más bonitos del país: los viñedos al pie de la montaña, la arquitectura de las casas solariegas francesas u holandesas, las escarpadas pendientes de roca que se recortaban sobre el azul del cielo, la vegetación frondosa, exuberante, los menús de los restaurantes… todo un paraíso terrenal, para quien pudiera permitírselo.
Brian solía almorzar todos los domingos con Ruby en La Colombe, un restaurante de alto copete regentado por un chef francés, cuando se gastaban el dinero de la semana en una comida. Cultivaban su fibra contestataria en los escasos locales underground de una ciudad abocada al tedio pastoral del «desarrollo separado», y aunque a menudo tuvieran serios problemas para llegar a fin de mes, con Ruby no se terminaba el fin de semana en un restaurante barato: su tren de vida consistía más bien en almuerzos en sitios caros, bien regados de Chardonnay y del Shiraz del valle, y luego ya verían. Pasaban horas a la sombra de los cipreses enamorados, o en remojo en la piscina del establecimiento, hablando de su famoso sello discográfico, de los grupos alternativos a los que iba a producir para darle por culo a ese régimen de desgraciados hijos de puta, antes de retozar entre la hierba… Qué tiempos aquellos. Pero las borracheras de los domingos al mediodía no duraron mucho: llegó David, se les fue haciendo cada vez más difícil llegar a fin de mes (como la mayoría de sus clientes negros no podía pagar sus servicios, era Ruby quien mantenía a la familia), la inquietud cuando la policía y los servicios secretos les buscaban las cosquillas o les amargaban la vida a golpe de pequeñas mezquindades administrativas o judiciales, por no mencionar las veces que lo habían dejado por muerto tirado en una cuneta y el temor a que llegara la fatídica llamada telefónica que anunciara que ya no se levantaría, los cuentos que le contaba él para tranquilizarla, su desconfianza enfermiza, y ese día en que Ruby lo había sorprendido en el centro con una mujer negra, en una actitud que no permitía albergar dudas al respecto…
La brisa hacía volar las cenizas en la cabina del Mercedes. Epkeen abandonó la carretera soleada y se adentró entre las viñas.
Ruby había reaparecido en su vida en un momento en que coleccionaba problemas y decepciones, tenía que haber alguna razón a la fuerza… Perplejo, sin saber cuál podía ser el significado de ese reencuentro, Brian conducía a toda velocidad por los campos.
La casa solariega de Broschendal tenía dos siglos y era uno de los viñedos más famosos de todo el país -los hugonotes franceses habían venido, como todos los emigrantes, con su cultura y los medios para desarrollarla-. Epkeen bordeó las parcelas de vid y llegó hasta la propiedad vecina, una antigua granja que se adivinaba al final del camino.
Lo recibió un concierto de cigarras en el patio castigado por el sol. Un perro de pelo corto y carrillos relucientes avanzó hacia él, enseñando los colmillos. Fuerte, corpulento, capaz de derribar a un hombre y mantenerlo en el suelo, el bullmastiff que guardaba la finca pesaba más de sesenta kilos.
– ¿Qué hay, gordo, te dan bien de comer aquí?
El perro desconfiaba. Con razón: a Epkeen no le daban miedo los perros.