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Epkeen seguía el razonamiento:

– Sus propios rastros.

– Seguramente. Borrados por la sangre y la mierda.

A Janet se le quitaron las ganas de apurar su batido.

– ¿Qué crees tú que había en esa casa? -dijo Brian-. ¿Un laboratorio en el que fabricaban la droga?

– Eso ya nos lo dirás tú… Una visita discreta -precisó con aire entendido-. Yo me encargo del resto… Nos vemos mañana por la mañana, en el mismo sitio: digamos a las ocho. Hasta entonces -ordenó-, reduzcamos nuestras comunicaciones al máximo.

Neuman necesitaba autorización de Krugë para hacer una redada en condiciones en el township. Si, como creía, Gulethu había sido sacrificado en el ataque suicida contra el shebeen, Mzala y los americanos eran cómplices. Arrestarlos no sería coser y cantar, habría jaleo seguro…

El viento nocturno traía de vuelta al último ferry de Robben Island cuando terminaron de aclarar los detalles de su plan. Janet Helms fue la primera en marcharse, con sus cuadernos escolares y sus tacones, en busca de sus valiosas contraseñas. Neuman aprovechó que Brian se acercó a pagar a la barra para llamar por teléfono.

La bailarina contestó al primer timbrazo.

– ¿Qué? -rió-. ¿Has salido de tu sarcófago?

– Digamos que les tengo cariño a mis vendas de momia… ¿Te pillo en mal momento?

– Me subo al escenario dentro de tres minutos.

– Seré breve.

– Tenemos tiempo.

– No estoy tan seguro.

– ¿Por qué? ¿Me sigues tomando por una terrorista?

– Sí, por eso vas a ayudarme.

– Hombre, si lo dices así, con tanta amabilidad… ¿Ayudarte en qué?

– Busco a un hombre -dijo-, Joost Terreblanche, un antiguo coronel del ejército que se ha pasado al negocio de las empresas de seguridad, con cuentas numeradas en paraísos fiscales y ninguna transparencia en sus actividades.

Zina resopló.

– Eres un coñazo, Ali.

– Terreblanche ha desaparecido de nuestros ficheros, pero seguro que de los vuestros no.

– ¿De qué estás hablando exactamente?

– De los ficheros del Inkatha.

– Paso del Inkatha.

– No ha sido siempre así.

– ¡Ya no me meto en política! Ya sólo bailo y elaboro ridículas mezclas para pringados como tú: ¿no te habías dado cuenta?

Cayó una lluvia de besos muertos sobre la terraza vacía.

– Te necesito -le dijo él.

– No tanto como yo, Ali.

Miraba de reojo la entrada del bar, por donde Brian podía aparecer de un momento a otro. No quería que lo viera hablar con ella.

– Terreblanche colaboró con el doctor Basson -prosiguió el zulú en voz baja-. No testificó en la Comisión Verdad y Reconciliación y disfruta de cierta protección: su nombre ha desaparecido casi por completo de nuestros ficheros. Seguro que el Inkatha ha guardado un expediente sobre él, información a la que nosotros ya no tenemos acceso.

– Ya no formo parte del Inkatha -repitió Zina.

– Pero conservas contactos: uno de tus músicos es el hermano de Joe Ntsaluba, allegado del jefe Buthelezi: Joe es uno de tus viejos amigos, ¿verdad? -Al ver que ella no decía nada, insistió-: Terreblanche tiene una base de operaciones en alguna parte, en el extranjero o incluso en Sudáfrica.

– ¿Eso es todo lo que se te ha ocurrido para atraerme a tu trampa?

– Lo de la trampa lo dices tú. Yo quiero la cabeza de Terreblanche, no la tuya.

– ¿En serio?

Neuman notó que Zina vacilaba.

– Quedará entre nosotros -le aseguró.

La bailarina siguió pensándoselo al otro lado del hilo. El regidor le hacía gestos nerviosos por la puerta del camerino: era hora de subir al escenario.

– Tengo que dejarte -dijo.

– Es urgente.

– Ya te llamaré.

– Ngiyabonga [43].

Neuman colgó justo cuando Brian salía del bar. El afrikáner tiró la cuenta a la papelera y vio a su amigo plantado en medio de la terraza, con aire inquietante.

– ¿Has hablado con la chica del Inkatha?

– Sí -dijo-. Va a indagar por su cuenta.

Las avenidas del Waterfront estaban ahora desiertas. Brian se acercó a éclass="underline"

– ¿Qué pasa?

– Nada.

Pero por un momento le pareció que estaba a punto de llorar.

– Mándame un mensaje cuando vuelvas de Hout Bay -le dijo, para abreviar-. Nos vemos mañana por la mañana.

Brian asintió, con el corazón en un puño.

– Adiós, Casandra…

– Adiós.

Lo atenazó una sensación horrible, como si se vieran por última vez.

***

Todo el material estaba reunido, muestras, pruebas, disco duro… Terreblanche cerró la segunda maleta y alzó la cabeza hacia el gerente de la agencia, que acababa de entrar en la habitación.

– Alguien se ha introducido en nuestros ficheros -anunció Debeer.

– ¿Cómo que alguien se ha introducido en nuestros ficheros?

– Un hacker.

El rostro del ex militar cambió de color:

– ¿Qué hay en esos ficheros?

– Las cuentas de la agencia… El poli que vino el otro día buscaba un Pinzgauer -prosiguió Debeer-. Quizá hayan descubierto la relación con la casa.

La policía no había mordido el anzuelo. Conocía la existencia del vehículo… Terreblanche vaciló unos segundos, conectó los cables adecuados de su cerebro y no tardó en tranquilizarse: no podrían seguir la pista hasta él, a no ser que lo pillaran in fraganti. Era demasiado tarde. Todo estaba preparado, terminado; el laboratorio, destruido, y el equipo de investigación ya se encontraba en el extranjero. Sólo quedaba evacuar el material -el avión estaba listo- y borrar las últimas huellas… -¿Cuántos hombres quedan?

– Cuatro contando conmigo -contestó Debeer-. Además de los dos empleados…

Esos no sabían nada. Podían dejar un vigilante en la agencia: los demás se irían con él… Terreblanche cogió el móvil y marcó el número de Mzala.

Las habitaciones situadas al fondo del shebeen se habían librado del tiroteo. Las barritas de incienso que ardían junto al cuchillo no ocultaban el olor a pies, pero a Mzala le traía sin cuidado. El jefe de la banda de los americanos, tumbado en el colchón que le servía de cama, disfrutaba de una felación cuando sonó su móvil -una ráfaga de metralleta que se había bajado de Internet, a sus hombres les hacía mucha gracia…-. Apartó a la gorda babosa en sujetador que le chupaba el glande, vio el número que aparecía en la pantalla -¿qué querría ahora ese imbécil?- y agarró a la chica por la cabeza para que reanudara su tarea.

– ¿Qué hay?

El ex coronel no estaba de humor para bromas.

– Esta noche vas a organizar una gran fiesta en honor de los americanos -anunció con una voz muy poco festiva-. Díselo a tus amiguitos, que acudan todos de punta en blanco.

– ¡Si les digo esas mismas palabras no creo que les motive mucho! -se rio el jefe-. ¿Y qué celebramos?

– La victoria contra la banda rival -contestó Terreblanche-, la pasta que os vais a repartir dentro de poco, lo que sea: crédito de alcohol ilimitado.

El Gato entornó los párpados, sin relajar la presión sobre la nuca de la chica, que seguía chupándosela.

– Muy amable, jefe… ¿De qué va esto?

– Sólo tendrás que vigilar lo que bebes -insinuó Terreblanche-. Yo aporto el polvo que hace soñar y el servicio postventa -añadió-. El único imperativo es que todos los elementos implicados estén presentes esta noche: tendremos que habernos largado al amanecer.

Mzala olvidó de pronto a la chica, con sus tetorras aplastadas sobre sus huevos: era la Gran Noche.

– O sea, que hay que dejarlo todo bien limpio y ordenado antes de marcharnos, ¿no?

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[43] «Gracias.»