– ¿Hay alguien? -preguntó a las tinieblas.
Las sillas parecían vacías. El altar también estaba sumido en la oscuridad…
– ¿Sonia?
Josephina no distinguía ninguna luz, ni siquiera el débil resplandor de una vela encendida. Dio algunos pasos titubeantes por el pasillo de cemento.
– Sonia… Sonia Parker, ¿está usted ahí?
Josephina avanzó a tientas, ayudándose con su bastón y, conforme se iba acercando al gran Cristo colgado en la pared, notó un olor que le resultaba familiar. Un olor a hollín… Hacía poco que habían apagado las velas.
– ¿Sonia?
La gruesa mujer avanzó contoneando las caderas hasta el altar, cubierto con un paño blanco, y levantó los ojos a la cruz: desde lo alto de su martirio, el Hijo de Dios la observaba impasible.
De pronto, la temperatura se enfrió bajo las bóvedas de la iglesia, como si una corriente de aire le hubiera helado los huesos: Josephina sintió una presencia a su espalda, una forma todavía indistinta que acababa de surgir de detrás de una columna.
– Vaya, vaya, vaya… ¿Qué estás haciendo aquí, Big Mama?
Josephina se quedó petrificada: el Gato acechaba entre las sombras.
4
El viento nocturno, que se colaba por la ventanilla del coche, cubría el sonido distorsionado de los Cops Shoot Cops, que sonaban por la radio. Eran las dos de la madrugada en la M 63: Epkeen conducía deprisa, en dirección a la costa sur de la península, con el material tirado de cualquier manera sobre el asiento del coche. Según la información que Janet Helms había pirateado, la agencia de seguridad estaba vigilada por una cámara, situada en el exterior del edificio, que barría la entrada y buena parte del patio, pero no el hangar. Un vigilante armado, vestido con un uniforme con los colores de ATD, patrullaba fuera y se comunicaba por radio con su compañero de televigilancia. Una telefonista recibía las llamadas y estaba encargada de ponerse en contacto con los equipos del turno de noche que hacían su ruta por el sector.
Epkeen aminoró la velocidad en las inmediaciones de Hout Bay. La pequeña ciudad estaba vacía a esa hora. Pasó por delante de los restaurantes del puerto y del aparcamiento desierto, y dejó el Mercedes al final del muelle. El grito de una gaviota resonó desde el mar. Cogió el material del asiento del coche. Hacía años que no realizaba ese tipo de operación… Brian respiró hondo para librarse de los nervios, que le subían por las piernas. No vio un alma junto a los pontones. Se puso un pasamontañas negro, comprobó su arnés y se adentró a pie en la noche.
Los almacenes de la pesquería estaban cerrados a cal y canto, y las redes, recogidas. Se metió entre los palés y aguardó al amparo de las sombras de los hangares. El edificio de la agencia se recortaba sobre las nubes grises. Ya sólo se oía el sonido de las olas que lamían la quilla de los barcos y del viento golpeando contra las estructuras. Pronto apareció un haz de luz por el ala este de la antigua mansión aristocrática: el vigilante, con su gorra calada hasta las cejas. No tenía perro, pero sí pistola y porra, ambas colgaban de su cinturón de cuero… Brian calculó el ritmo de su ronda: tenía exactamente tres minutos y dieciséis segundos antes de que su álter ego se inquietara ante su pantalla de control… Dejó que el vigilante doblara la esquina y, rodeando el ojo de la cámara, corrió hacia el garaje.
Pasaron tres nubes bajo la luna intermitente. Brian empezaba a sudar bajo el pasamontañas, que apestaba a antipolillas. El vigilante reapareció por fin, tras doblar la esquina de la casa. Epkeen apretó con fuerza su porra, con la espalda apoyada contra el hangar. El haz de su linterna pasó delante de él… El hombre apenas esbozó un gesto: la porra lo golpeó en la nuca, a la altura de la médula espinal. Epkeen lo sujetó antes de que chocara contra el suelo y arrastró el cuerpo hasta dejarlo fuera de la vista. El vigilante, un blanco de pelo muy corto, parecía dormido. Empapó en cloroformo el algodón que tenía en el bolsillo y se lo apretó contra la nariz; eso bastaría para dejarlo fuera de combate varias horas… Dos minutos cuarenta: evitando la cámara que barría el patio, corrió hacia el ala sur de la agencia.
Unos barrotes de hierro impedían la entrada a la planta baja, pero las ventanas del primer piso no estaban protegidas. Se ajustó las correas de su pequeña mochila y, trepando por el canalón, subió hasta el balcón. Sacó el sacaclavos y lo encajó en el marco de la ventana, que cedió con un tremendo crujido. Epkeen hizo una mueca y se coló en el interior de la casa.
La habitación de la primera planta parecía un trastero: dos maletas cerradas con candado apoyadas en la pared, otras cajas apiladas… No se oía un solo ruido: Epkeen abrió la puerta con cuidado. Daba a un pasillo y a una fuente de luz que procedía de la planta baja… Un minuto: avanzó sin ruido hasta la escalera, olvidándose del segundero. Se oían voces abajo, un hombre y una mujer que reían en la cabina de televigilancia… Bajó las escaleras, con la porra en la mano.
– ¿Y te sabes el de la rubia que ve un barco en el desierto?
– ¡No!
– Pues mira, esto es una rubia y una morena que van en coche y de repente ven un barco en pleno desierto; entonces la morena le dice a la rubia…
El vigilante estaba sentado en una silla giratoria, de espaldas a la puerta. Junto a las pantallas de control, la telefonista se bebía sus palabras, con una sonrisa pintada en la cara. Entonces abrió unos ojos como platos, con una expresión de pánico, y gritó, llevándose las manos a la boca, pero demasiado tarde: la porra se abatió sobre la cabeza de su compañero. El vigilante giró sobre su silla y se desplomó a sus pies, unos piececitos rechonchos embutidos en unos mocasines con borlas que no se atrevían a moverse.
– No… -Quiso debatirse-. ¡¡¡No!!!
Dominando sin esfuerzo sus pobres aspavientos, Epkeen la sujetó del cuello y le apretó sobre el rostro el pañuelo impregnado en cloroformo. La telefonista se agitó un momento, antes de caer desmayada entre sus brazos, como una princesa. La tendió en el suelo, le administró su dosis de cloroformo al vigilante y se quitó por fin el pasamontañas maloliente, empapado en sudor. Estaba un poco mareado, pero no tenía tiempo que perder. Alertada por el silencio, no tardaría en acudir alguna patrulla…
El ordenador central estaba en un despacho de la planta baja. Janet Helms ya le había echado un vistazo. Epkeen rebuscó entre las carpetas colocadas en los estantes, vio hojas con cifras, informes, listas de clientes… Se necesitarían horas para espulgarlo todo. Desde el despacho vecino le llegó el timbre del teléfono, seguramente llamaban de la central de vigilancia. Subió al piso de arriba. Las cajas metálicas que había entrevisto antes estaban colocadas contra la pared, había también dos grandes maletas sin nombre ni destino… Sirviéndose del sacaclavos, Epkeen reventó el candado de una de ellas. En el interior había varias hileras de tubos cuidadosamente guardados, protegidos por paneles de goma espuma: centenares de muestras etiquetadas, con códigos incomprensibles. Sacó uno de ellos y examinó el líquido que contenía: sangre…
Se guardó la muestra en el bolsillo, lanzó una ojeada inútil hacia la ventana y forzó la cerradura de la otra maleta, que no tardó en ceder. Dentro había un disco duro, rodeado de polistireno. Epkeen lo dejó en el suelo y le quitó la estructura de metal. Unas bolsitas con polvo aparecieron bajo el haz de luz de su linterna, centenares de dosis en bolsitas individuales de plástico. La misma textura y el mismo color que la droga encontrada en la casa prefabricada… Entonces le pareció oír el ruido de un coche en el patio. En ese mismo momento volvió a sonar el teléfono en la planta baja.
Muy nervioso, Brian consultó su reloj: ya había pasado el cuarto de hora que se había dado. Volvió a ponerse el apestoso pasamontañas, metió el disco duro en su mochila, cogió dos bolsitas de droga y salió corriendo de allí.