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La luz se elevó por encima de la montaña frondosa. Las ocho y media. Janet Helms esperaba en la terraza del café donde se habían citado, pero nadie acudía.

Nunca acudió nadie.

***

El talón de una bota militar que le partía la espalda: ése fue su último recuerdo. Epkeen perdió el conocimiento. La realidad volvió poco a poco, hija del alba, y se coló entre las láminas de la persiana bajada: los ojos de Ruby, justo encima de él, bailaban en la atmósfera postboreal.

– Empezaba a creer que estabas muerto -le dijo bajito.

Y así era. Sólo que no se veía. Sus pupilas se estabilizaron por fin. El mundo seguía ahí, seminocturno, doloroso; una descarga eléctrica en la espalda, que le taladró la columna vertebral. Apenas era capaz de moverse. No sabía si podría volver a caminar. Pensaba a retazos, fragmentos de ideas que, incluso ordenadas, no tenían mucho sentido. Su espalda había sufrido, pero su cabeza también. Cayó en la cuenta de que estaba tendido en el parqué de una habitación oscura cuyo único horizonte eran los grandes ojos color esmeralda de Ruby…

– ¿Qué me ha pasado en la cabeza? -dijo.

– Te han golpeado.

– Ah…

Se sentía como un ahogado que hubiera subido a la superficie. Les habían atado las manos a la espalda con cinta adhesiva. Se giró sobre un costado para aliviar el dolor de sus riñones. De la cabeza ya se ocuparía más tarde.

– ¿Dónde estamos? -preguntó.

– En la casa.

Las persianas estaban bajadas, y el picaporte de la ventana, desmontado. Brian recuperó las estrellas desperdigadas a su alrededor:

– ¿Llevo mucho tiempo inconsciente?

– Media hora -contestó Ruby, sentándose en la cama-. Joder, ¿quiénes son estos tipos?

– Los amiguitos de Rick… Trabajó en un proyecto ultrasecreto con un ex militar, Terreblanche. El viejo del pelo al uno que me pegó.

Ruby no dijo nada, pero tenía tanta rabia que sentía ganas de vomitar. El cerdo de Brian tenía razón. El mundo estaba lleno de cerdos: el mundo estaba lleno de tipos como Rick Van der Verskuizen, que le contaba cuentos sobándole el culo y que, al final, la dejaría tirada por su amiguito maricón, el de las botas militares.

Brian quiso incorporarse pero renunció.

– ¿Sabes dónde está David? -preguntó.

– En Port Elizabeth, se ha ido a celebrar su diploma con Marjorie y sus amigos -contestó su madre-. No te preocupes por él, no volverá hasta la semana que viene…

Se oyó un ruido de pasos en el corredor. Callaron, a la expectativa. La puerta se abrió de par en par. Epkeen vio un par de botas militares sobre el parqué encerado, seguidas del cuerpo atlético de Joost Terreblanche por encima de éclass="underline" una guerrera militar y unos ojos de rata que lo miraban fijamente.

– ¿Qué, poli de mierda, nos vamos despertando?

La voz cuadraba con los clavos de sus botas.

– Estaba mejor dormido.

– Vaya, así que eres un listillo… ¿Quién sabe que estás aquí?

– Nadie -contestó Epkeen.

– ¿Después de escapar de un tiroteo? ¡¿Te crees que soy gilipollas o qué?!

– Hijo de puta sería la palabra…

Terreblanche le aplastó la cabeza bajo su bota con suela de clavos y apretó con todo su peso. No era muy alto pero sí muy denso.

– ¿Qué has hecho al salir de tu casa? -gruñó.

– Venir aquí -contestó Brian, con la boca torcida por la botaza.

– ¿Por qué no has ido directamente con tus amiguitos polis?

– Para alejar a Ruby… Podrían tratar de utilizarla… para hacerme chantaje.

– ¿Sospechabas del dentista?

– Sí…

Apretó aún más la bota contra su cabeza:

– ¿Y de camino hasta aquí no has avisado a nadie?

– No llevaba el móvil -articuló-. Los otros me perseguían…

Debeer había encontrado el fax con la lista de nombres de Project Coast y había recuperado las muestras y el disco duro robado en Hout Bay. Pero el cabrón del poli había tenido tiempo de consultarlo… Terreblanche apartó la bota, que había dejado marcas en la mejilla de su prisionero: lo que contaba parecía cuadrar con lo que le había dicho Debeer.

Se sacó un objeto de la guerrera:

– Mira lo que te hemos encontrado en el bolsillo…

El afrikáner levantó la cabeza y vio la memoria USB. La suela de clavos le reventó la tripa. Por mucho que Epkeen se esperara el golpe no pudo evitar retorcerse de dolor sobre el parqué.

– ¡Déjelo! -gritó Ruby desde la cama.

Terreblanche no se dignó siquiera mirarla:

– Tú, putita, más te vale cerrar el pico si no quieres que te meta el mango de una azada por el culo. ¿A quién le has enseñado el contenido del disco duro?

Epkeen boqueaba como un pez fuera del agua.

– A nadie…

– ¿Seguro?

– No…

– No, ¿qué?

– … me dio tiempo.

Terreblanche se arrodilló y agarró al policía por el cuello de la camisa:

– ¿Has mandado una copia a la central?

– No…

– ¿Por qué?

Epkeen seguía boqueando, sin poder respirar.

– Las líneas… las líneas no eran seguras… Habían desaparecido demasiados nombres de los ficheros…

Terreblanche vaciló: sus hombres habían destruido el ordenador a tiros al atacar la casa de Epkeen, ya no tenían forma de saber lo que había podido hacer con los documentos.

– ¿Le has enviado una copia del disco duro a alguien más? ¿Eh? -Terreblanche se impacientó-. ¡Habla o me la cargo!

Desenfundó su arma y apuntó a la cabeza de Ruby. Esta se refugió contra la pared de la cama, asustada.

– Eso no cambiará nada -dijo Epkeen, con un hilo de voz-. Estaba examinando los documentos cuando sus hombres se lanzaron sobre mí…

La mano que sujetaba el arma estaba cubierta de manchas oscuras: al otro lado del cañón, Ruby temblaba como una hoja.

– Así que nadie conoce la existencia de esos ficheros…

Brian negó con la cabeza. Ese cabronazo le recordaba a su padre.

– No -dijo-. Sólo yo…

El silencio golpeaba contra las paredes de la habitación. Terreblanche bajó el arma y consultó su Rolex.

– Bueno… Eso ya lo veremos…

El sótano era una habitación lúgubre y fría que olía a barrica de vino. Epkeen trataba de aflojar sus ligaduras, sin mucha esperanza. Lo habían atado a una silla, con las manos a la espalda, y no veía más que un punto negro pues mantenían una luz intensa dirigida sobre su rostro.

Un hombre corpulento preparaba algo en la mesa vecina: le pareció distinguir a Debeer, y una máquina de aspecto poco alentador…

– Veo que no han perdido las buenas costumbres -les dijo a los militares.

Terreblanche no contestó. Ya había torturado antes a gente. Negros, en su mayoría. Algunos no pertenecían siquiera al ANC ni a al UDE Unos desgraciados, por lo general, que se habían dejado manipular por los agitadores comunistas. Thatcher y los demás los habían dejado tirados tras la caída del Muro, pero su odio por los comunistas, los cafres, los liberales y toda la escoria que estaba hoy en el poder no había menguado un ápice…

– Más te valdría ahorrar saliva -dijo, supervisando el montaje.

El jefe consultó su reloj. Les quedaba aún un poco de tiempo antes de salir para el aeródromo. La casa de VDV estaba aislada, nadie vendría a molestarlos. Al regresar a Hout Bay para recoger el material habían encontrado a los empleados y al vigilante sin conocimiento: alguien había entrado en la agencia y robado el disco duro. La pista del poli curioso era la acertada, pero el imbécil se les había escapado. Por suerte, Debeer había visto el fax que acababa de recibir, el organigrama de Project Coast y el nombre de DVD al final de la lista: seguramente el poli habría atado cabos…