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El sol lamía las primeras parcelas de viñas más allá del jardín. Rick dio media vuelta y se dirigió hacia la habitación del piso de arriba. Se llevaría lo que había en la caja fuerte, unos dólares, algunas joyas…

Terreblanche le dejó dar dos pasos antes de desenfundar la pistola de calibre 38 encontrada en casa del policía: apuntó a Rick justo cuando éste llegaba a la cristalera y lo abatió como a un negro, de un balazo en la nuca.

***

Un blanco cachas con tupé montaba guardia ante la puerta de la habitación.

– Tengo que hablar con la chica -le dijo Mzala.

– ¿Lo sabe el jefe?

– Claro que sí puesto que me manda él.

El tsotsi sonrió, enseñando sus dientes amarillos. El imbécil abrió la puerta.

La habitación estaba sumida en la penumbra. La chica yacía en la cama, con las manos atadas a la espalda. Ruby le lanzó una mirada venenosa al negro alto y delgado que cerró la puerta tras de sí.

– ¡¿Qué quiere?!

– Calma, bonita, calma…

El hombre llevaba en la mano una pequeña bolsa de tela. Tenía las uñas mugrientas y afiladas. Vestía un pantalón ancho y una camisa con las mangas manchadas de sangre.

– ¡¿Quién es usted?! -le espetó Ruby.

– Tranquila… Tranquila…

Pero la cara del negro apestaba a vicio y a muerte; la contemplaba como a un trofeo. Una presa. El corazón de Ruby latía muy deprisa.

– No tengas miedo -le susurró-. No te dolerá…

Acariciaba su bolsa como a un animalito muy valioso. Intacta, había dicho Terreblanche.

– No te dolerá si te callas -precisó Mzala.

Ruby sintió ganas de romperle los ojos, pero no había la más mínima humanidad en ellos. El miedo trepó por sus piernas, que cerró con fuerza, arrimándose a la pared.

– Una palabra, me oyes -dijo el negro con voz melosa-: una sola palabra y te abro las tripas.

– Que te den.

– En tu boca, ¿te apetece? ¿Eh? -Sonrió-. Sí, claro que te apetece… Cuando se tiene una boca como la tuya, lo que se quiere es una polla bien gorda… La mía te va a gustar, bonita, la mía te va a gustar…

– Ven -lo interrumpió Ruby con aire amenazador-: verás qué dientes tengo.

Mzala seguía sonriendo, con un aire como ausente. Terreblanche había vuelto a bajar al sótano, dejándolo con el cadáver de su «viejo amigo» en el parqué del salón. Todavía quedaba una hora hasta que despegara el avión: había tiempo de divertirse un poco… El tsotsi metió la mano en su bolsa y sacó una lengua al azar. Ruby palideció. Quiso retroceder, pero ya estaba pegada a la pared. Mzala dejó el trozo de carne sobre su cabello.

– Si gritas -dijo-, te la tragas.

El Gato ya no sonreía.

Ruby calló, aterrorizada.

El hombre puso otra lengua sobre su oreja, visiblemente satisfecho: a la chica le temblaba todo el cuerpo, parecía un gorrión bajo la tormenta. Dentro de nada la tendría comiéndole de la mano -o, mejor dicho, comiéndole la polla, ja, ja, ja… Ruby apretó los labios mientras el tipo seguía adornándola, con una sonrisa cruel en sus facciones irregulares. Ahora tenía lenguas en el pelo, sobre los hombros… Una lágrima rodó por su mejilla cuando él le decoró el escote.

Mzala contempló su obra. La chica estaba ya a punto. El tsotsi se había empalmado, tanto que casi le dolía: se estaba sacando el miembro vigoroso cuando se oyó el sonido rítmico de unos pasos en el corredor.

Debeer entró el primero, sosteniendo a un hombre con muy mal aspecto. Terreblanche venía detrás. Vio a Ruby, que lloraba en silencio, y luego la sonrisa crispada de Mzala…

***

El mundo ya no estaba formateado, los datos se movían sin parar. El tiempo también se había vuelto poroso, gravitación cuántica en espiral. Epkeen dejó que los gametos bailaran en la química incierta de su cerebro: una vez enviada la materia a la otra punta del universo, se aferraba a las partículas de ideas que silbaban como meteoritos por encima de su cabeza. Al final de su desenfrenada carrera en pos de sí mismo, vio las pelusas de polvo sobre el parqué, y a Ruby junto a él… Las imágenes borrosas le arrancaban lágrimas que le quemaban los ojos.

– ¿Qué me han hecho? -murmuró.

– No lo sé -contestó ella con voz neutra-. Pero te has meado encima.

Brian se contentó con respirar. Le escocían los ojos de manera atroz; le dolían los músculos, los huesos, su cuerpo entero no era ya sino un largo quejido, y la leona que vislumbraba entre las hierbas quemadas tenía la expresión de los días en que la caza era mala. Calibró el estado de su pantalón.

– Joder…

– Tú lo has dicho.

También su camisa estaba empapada.

Se acordó de Terreblanche, de las descargas eléctricas, de su cerebro reducido a un transformador, de sus pestañas chamuscadas, de las palabras que le salían solas de la boca, de las culebras que había escupido en medio del dolor… Una duda espantosa le atenazó la garganta: ¿había hablado? Chispas incandescentes repiqueteaban bajo sus párpados, apenas distinguía a Ruby, tendida en la cama, ni las sombras sobre la pared… Epkeen esbozó un movimiento para incorporarse pero le dolía todo el cuerpo.

– Ayúdame, por favor…

– ¡¿Que te ayude a qué?! Joder, antes ha venido un tipo, un loco que me ha pegado lenguas por toda la cara! ¡Lenguas humanas! ¡Hostia! ¿No ves que estos tíos están locos? ¡¿No ves que nos van a matar?!

Ruby estaba al borde de un ataque de nervios.

– Ya lo habrían hecho -replicó Brian.

– Si alguien me hubiera dicho que moriríamos juntos… -rezongó ella.

– Ayúdame a levantarme en lugar de pensar en tonterías.

Ruby lo agarró de un brazo:

– ¿Qué piensas hacer?

– Ayúdame, te digo.

Las lágrimas de Epkeen caían solas sobre el parqué. Al ponerse en pie, se sintió como un faro en medio del mar, pero veía mejor las formas: las persianas bajadas, la ventana sin picaporte, el secreter, la silla coja de madera, y a Ruby, con las mandíbulas apretadas para no gritar… Era una tipa dura, no flaquearía. Pegó la cara a las láminas de la persiana bajada: se distinguían los frutales del jardín y las viñas que se extendían por las laderas grises de Table Mountain… Aunque lograran escapar, no llegarían muy lejos, maltrechos como estaban.

– Tenemos que largarnos de aquí -dijo.

– Vale.

Brian evaluó la situación: no era como para tirar cohetes.

– Si Terreblanche no nos ha liquidado todavía es porque piensa utilizarnos.

– ¿De qué, de rehenes? No vales nada en el mercado, Brian. Y yo menos todavía.

No se equivocaba. Señaló sus manos, aprisionadas bajo la cinta adhesiva:

– Tú que tienes buenos colmillos, intenta morder esto.

– Ya lo he intentado, listo. Mientras estabas fuera de combate. Pero está demasiado dura -le aseguró.

– Pero entonces yo no ejercía ninguna presión a la vez: vuelve a intentarlo.

Ruby resopló, se arrodilló a su espalda y buscó una grieta en la cinta.

– ¡Venga, muerde!

– Es lo que estoy haciendo -gruñó ella.