Epkeen rodó sobre la cama y se dejó caer sobre el parqué de la habitación.
Los guardias habían acudido nada más romper el cristal, pero le había dado tiempo a meter uno de los pedazos debajo de la cama: buscó en las esquinas pero sólo vio oscuridad entre las estrellas. Por fin distinguió un tenue resplandor junto al rodapié. El trozo de cristal… Se dio la vuelta en el suelo y, con la punta del pie, lo acercó hasta él.
Unos pasos pesados se acercaban por el corredor. La llave giró en la cerradura. Epkeen se contorsionó y cerró los ojos en el momento en que la puerta se abría.
Debeer entró en la habitación. Llevaban media hora inconscientes. Avanzó hacia la cama y depositó el maletín junto a la chica. El poli también estaba letárgico, tendido en el suelo… El gordo se puso un par de guantes de látex y preparó sus utensilios; cuanto antes terminara ahí, antes podría irse al aeródromo. Empezó por arrancar lo que quedaba del vestido, reventó la goma del tanga y lo arrojó por los aires. Hecho esto, cubrió con un condón el extremo del mango de la azada y le abrió las piernas a la chica. Bastaba no pensar en ello.
– Enséñame el culo, putita…
Desde el suelo, Epkeen veía al afrikáner en la cama, de espaldas a él. Ruby ya no reaccionaba. Trató de cortar sus ataduras, pero la droga lo había dejado rígido, tenía los dedos entumecidos, casi insensible, quién sabe si no se estaría cortando las venas… Un tanga roto aterrizó sobre el parqué. Brian sentía calambres a fuerza de lacerar la cinta adhesiva, tenía mil pequeños cortes en los dedos, pero no conseguía nada. Debeer rumiaba insultos en afrikaans cuando, de pronto, sus manos se liberaron. Epkeen vaciló un segundo y se dio cuenta de que apenas podía moverse. Su cerebro enviaba órdenes que no producían ningún efecto. Vio a Ruby en la cama, la pierna que Debeer se había echado sobre el hombro para maniobrar mejor. La sensación de pesadez que lo mantenía clavado en el suelo desapareció durante una fracción de segundo: se lanzó sobre el gordo, echando espuma por la boca, de amor y de rabia. Una química mortaclass="underline" el trozo de cristal se hundió en la garganta de Debeer, seccionándole la carótida.
7
La luna se difuminaba lentamente en el cielo. Neuman estaba definiendo el plan de ataque que más tarde pensaba presentarle al jefe de la SAP cuando recibió una llamada de Myriam. La joven enfermera había pasado delante de la casa de Josephina temprano aquella mañana, antes de empezar su turno en el dispensario: sorprendida al ver las persianas abiertas, Myriam había llamado a la puerta, sin obtener respuesta. Preocupada, había despertado a las amigas de la anciana. Una de ellas afirmaba que Josephina tenía una cita el día anterior por la tarde en la iglesia de Lengezi, en la frontera con Khayelitsha, con una tal Sonia Parker, la asistenta del pastor, por un tema de niños de la calle.
Neuman palideció.
Parker.
Pamela, la mestiza encontrada muerta en el sótano, tenía el mismo apellido…
Ali le dio las gracias al ángel de la guarda de su madre antes de consultar los ficheros de la SAP. No tardó en encontrar lo que buscaba: «Pamela Parker, nacida el 28/11/1978. Padres fallecidos. Una hermana, Sonia, domicilio desconocido…».
Neuman se llenó los bolsillos de balas y abandonó la comisaría desierta.
La zona arenosa que bordeaba Legenzi se extendía hasta el mar. Periódicos viejos, trozos de plástico, telas de saco, placas de chapa ondulada, las chabolas que bordeaban los public open spaces eran de las más míseras del township. Neuman cerró con fuerza la puerta del coche y echó a andar por la calle de tierra.
Un viento sordo golpeaba contra las puertas cerradas. Todo parecía desierto, abandonado. Se acercó, ahuyentado las sombras, y sólo vio una rata que pasó corriendo junto a él. La fachada de la iglesia se teñía de rosa a la luz del alba. Subió los peldaños de la escalinata y entró sin ruido por la puerta entreabierta…
El cañón de su arma apuntaba a las tinieblas. Las sillas estaban vacías, el silencio encerrado en una maleta en el fondo de su cabeza. No había nadie. Avanzó por el pasillo helado, sentía la tibieza de la culata en la palma de la mano. Distinguió la columna junto al altar, el paño blanco, las velas apagadas… Neuman se detuvo en mitad del pasillo. Había una forma negra detrás del altar, una silueta de contornos nítidos, que parecía colgar de la cruz… Josephina. Le habían atado las muñecas con una cuerda al gran Cristo de madera; su cabeza descansaba sobre su pecho, gacha, inerte, con los ojos cerrados… Ali se acercó a su rostro y le acarició los párpados. Se le había corrido el maquillaje, un rímel azul manchado de lágrimas. Acarició su mejilla con un gesto mecánico, largo rato, como para tranquilizarla. Pronto terminaría todo, sí, pronto terminaría todo… Se multiplicaban las imágenes en su cabeza, confusas. Le temblaban las mandíbulas. No sabía cuánto había durado, pero su madre ya no sufriría más: el Gato le había clavado un radio de bicicleta en el corazón.
Neuman retrocedió un paso y soltó el arma. Su madre estaba muerta. Se le había venido a los labios una bocanada de sangre que había manchado su vestido blanco y su hermosa piel negra, sangre coagulada pegada en su barbilla, su cuello, su boca entreabierta… Vio los cortes en sus labios… Tajos… Hechos con un cuchillo… Ali le abrió la boca a su madre y se estremeció: no tenía lengua. Se la habían cortado.
El grito le taladró las sienes. Zwelithini. La exhortación guerrera del último rey zulú, antes de la matanza de su pueblo…
Zwelithini: «que tiemble la tierra».
Beth Xumala vivía sumida en el miedo, como todos los policías de los townships -miedo de que derribaran su puerta en mitad de la noche y la violaran, de que la mataran para robarle su arma de servicio, miedo del asesinato ciego perpetrado en plena calle, miedo de las represalias si detenían a un tsotsi importante-pero le encantaba su trabajo.
– ¿Sabe disparar? -le preguntó Neuman.
– Era una de las mejores de mi promoción sobre blancos en movimiento -contestó la constable.
– Ésos no contraatacan.
– A éstos no les dejaré tiempo para hacerlo.
Stein, su compañero de patrulla, era un albino corpulento de uniforme impecablemente planchado. Él tampoco había imaginado nunca que algún día trabajaría con el jefe de la policía criminal de Ciudad del Cabo, y menos todavía en ese tipo de intervención. Se ajustó el chaleco antibalas y comprobó los cierres.
Los primeros rayos de sol despuntaban sobre la fachada acribillada de balas del Marabi. La guarida de los americanos estaba cerrada a cal y canto, la entrada, protegida por una valla metálica, y las ventanas, tapadas con tablones y placas de chapa. No había señales de vida. También la calle estaba extrañamente tranquila.
– Vamos -dijo Neuman.
– Tal vez deberíamos esperar a que lleguen los refuerzos -aventuró Stein.
– Limítense a cubrirme las espaldas.
Neuman no esperaría a los Casspir de Krugë, ni a la ayuda renuente de Sanogo. Armó el fusil de pistón que había encontrado en el maletero del coche patrulla y avanzó. Stein y Xumala vacilaron -les pagaban dos mil rands al mes por tratar de mantener la ley, no por morir en una operación suicida contra la banda más importante del township, pero el zulú ya había rodeado el edificio.
A su señal, los dos agentes treparon al tejado vecino. Neuman ahogó un gemido al aterrizar en el patio trasero del shebeen.