Un olor nauseabundo lo recibió en el interior de la caseta. Los tres cerdos que se revolcaban en el fango acudieron gruñendo al otro lado de la barrera de madera: un macho, el más gordo, y dos hembras con el morro rosa cubierto de excrementos.
– ¿Qué les da de comer?
El sacerdote se había quedado en el quicio de la puerta.
– De todo… todo lo que pillo por ahí…
Neuman abrió la barrera del box y liberó a los animales. El hombrecillo quiso hacer un gesto para retenerlos -los cerdos iban a arrasar su preciado huerto- pero cambió de idea. Neuman se inclinó sobre la cloaca. Sacó su navaja y con la hoja removió la masa infecta en la que chapoteaba. Entre los desechos aparecieron unos huesos: huesos humanos… La mayor parte estaban roídos por los cerdos… Por el tamaño, parecían huesos de niño… Los había a montones…
El Boulder National Park albergaba una colonia de pingüinos del Cabo. Los animalillos brincaban libremente por la playa de arena blanca, y las olas estruendosas les servían de trampolín. Neuman caminó a zancadas regulares por la arena mojada.
Zina lo esperaba en las rocas, entre el rocío de mar que el viento arrojaba contra su vestido. Lo vio llegar desde lejos, como un gigante incongruente entre los pingüinos que se balanceaban, y se apretó con más fuerza las rodillas dobladas. El caminó hasta el arrecife, y dirigiéndose a ella, asesinó toda idea de amor:
– ¿Tienes el documento?
A su lado, sobre la roca, había una carpetilla de plástico. Zina quería hablarle de ellos dos, pero nada encajaba en ese decorado.
– Es todo lo que he podido conseguir -dijo.
Neuman olvidó los cohetes negros que explotaban en su cabeza y cogió la carpeta. El documento no tenía membrete ni mención que permitiera identificarlo, pero contenía un informe completo sobre el hombre al que estaba buscando.
Joost Terreblanche había trabajado para los servicios secretos durante el apartheid y figuraba entre los miembros de la Broederbond, la «Liga de los Hermanos», una sociedad secreta que reunía a la supuesta élite afrikáner, y de cuyas actividades poco se sabía. Pese a su implicación en Project Coast y en la desaparición de varios activistas negros, Terreblanche no había sido perseguido por la justicia. Eran pocos los procesos que habían prosperado, razón por la cual pocos antiguos miembros del ejército habían colaborado con la Comisión Verdad y Reconciliación de Desmond Tutu: algunas ramas de los antiguos servicios de seguridad se habían beneficiado así de una impunidad casi total pese a haber cometido graves violaciones de los derechos humanos. Terreblanche había abandonado el ejército tras la caída del régimen con el grado de coronel, y se había reconvertido en el negocio de la seguridad privada a través de varias empresas sudafricanas, en especial la agencia ATD, de la que era uno de los propietarios y accionistas. Según la fuente del informe, Terreblanche gozaba de protección en todos los ámbitos, tanto en Sudáfrica como en Namibia, donde el conflicto entre los dos países había permitido múltiples infiltraciones. Se sospechaba que había llevado a cabo operaciones paramilitares en distintos países de los Grandes Lagos (tráfico de armas y contratación de mercenarios). El informe mencionaba en especial una base situada en el desierto del Namib, una vieja granja muy vigilada en mitad de una zona protegida, donde Terreblanche llevaba a cabo sus actividades con total tranquilidad.
Namibia…
Las olas se estrellaban contra la playa, escupiendo pingüinos; Zina observaba al zulú, enfrascado en su lectura, extrañamente pálido bajo su máscara. Conocerse había sido algo parecido a una corriente de aire. Un impulso que nunca tendría que haber tenido lugar y que, sin embargo, los precipitaba el uno hacia el otro. No era el momento, pero nunca sería el momento.
– ¿Y si nos dejáramos de tonterías? -dijo ella.
Él levantó la cabeza, un tótem negro en mitad de la arena.
– ¿Crees que estoy ciega? -le preguntó con chulería-. ¿Crees que no veo cómo me miras?
Neuman se descompuso un poco más pero no contestó. En la superficie flotaban cadáveres, por docenas, exsangües.
– Nuestra gira termina mañana por la noche -le dijo-. Después, no sé… Me voy de la ciudad, Ali, a no ser que me retengas.
El ya no oía el tronar de las olas en la playa, ni los gritos de los pingüinos. El mundo se había vuelto del revés y se precipitaba hacia abajo. En caída libre.
– Lo siento -dijo Ali en voz muy baja.
Zina apretó los dientes, esos dientes tan bonitos que tenía.
– ¡Dilo otra vez! -exclamó-. ¡Venga: dímelo otra vez!
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se levantaba por la mañana con el olor de su piel, resistía al agua, al viento, al fuego bajo sus pies, su olor la esperaba en la cama, en su camerino, la seguía por los pasillos, las calles y el aire tibio de la noche, impregnaba el rocío del mar, su olor, su olor en todas partes.
Él bajó los ojos. Vio sus pies desnudos sobre la roca escarpada, el dibujo de sus tobillos, sus piernas y su vestido, que bailaba al viento…
– Lo siento…
Y Ali murió allí mismo, en medio de los pingüinos.
8
Los animales salían al caer la noche. Una pareja de órix pasó por la llanura, en busca de hojas tiernas que hubieran crecido con la última lluvia.
– ¿Qué coño hacen ahí esos idiotas? -rezongó Mzala desde la terraza de la granja.
El tsotsi estaba nervioso. Se la traían floja los animales, la arena y el desierto. Mzala sólo tenía unas cuantas ideas en la cabeza: dólares; Mozambique; jubilación anticipada; palacios y perras en celo.
– ¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí?
– El que haga falta -contestó el jefe-. Sería mejor que durmieras un poco…
El ex militar bebía roibos, cómodamente sentado en uno de los sillones de la terraza.
Mzala escrutó el desierto. Toda esa inmensidad lo deprimía. No tenía ganas de dormir. El speed, o más bien el miedo a despertarse con un cuchillo clavado en la espalda, lo mantenía despierto. Terreblanche odiaba a todo el que no se pusiera colorado al sol; el Gato había tomado ciertas precauciones que impedían que lo liquidara de inmediato, pero no cerraría los ojos hasta estar lejos de allí, con su dinero. Esa espera lo indisponía. Mzala no soportaba esperar. Aunque su estatus de jefe le otorgaba ciertos privilegios dentro de las fronteras del township, esa situación tocaba a su fin. La banda de los americanos había pasado a mejor vida, que descansaran en paz sus almas condenadas. Mzala había cumplido su parte del trato: había recogido los somníferos de la iglesia de Lengezi, de paso se había cargado a la otra putita que daba de comer a los cerdos y a la gruesa anciana que había aparecido de improviso y, para terminar, había quemado las lenguas con gasolina antes de seguir a los demás hasta la pista del aeródromo…
– ¿Qué le impide darme el resto de la pasta ahora mismo? -gruñó.
– Ya hemos hablado de eso -peroró Terreblanche-. Ahora las fronteras seguramente estarán vigiladas, y no me apetece que caigas en manos de la policía… Te irás al extranjero cuando no haya peligro.
No era verdad: podía desplazarse de un país a otro sin exponerse a dar con un funcionario puntilloso, pero el cabecilla de los americanos era un animal que, nada más embolsarse el dinero, se lo puliría en coches de lujo, joyas de oro y tías buenas para fardar. El disco duro estaba en lugar seguro, en manos de sus comanditarios, su fortuna y la de su hijo, aseguradas, pero la policía seguía alerta. Joost se haría el muerto hasta que el asunto se olvidara. Sólo entonces se reuniría con Ross en Australia. El dinero lo compraba todo. El dinero lo redimía todo…