Neuman apoyó el cañón del Steyr sobre la puerta del Toyota y apuntó al depósito. Disparó cinco proyectiles, en vano. Era un vehículo blindado…
Neuman vaciló, sentía la camisa empapada en sudor. Por fin dejó el fusil en el asiento del copiloto, abrió su navaja y se sentó al volante. El 4x4 era un vehículo blindado, pero no el Toyota… Un plan sencillo, suicida.
Los neumáticos patinaron sobre la arena antes de agarrar: empezó a bajar la pendiente de la loma. Doscientos cincuenta metros, doscientos: encendió los faros, bloqueó el acelerador con la punta de la navaja y se lanzó sobre su objetivo. Dos cañones surgieron del capó del 4x4: Neuman cogió el fusil del asiento y saltó en marcha.
El parabrisas, el capó, los asientos, el radiador, las ráfagas de metralleta lo pulverizaron todo sin modificar la trayectoria del vehículo lanzado hacia ellos: el Toyota chocó contra la parte trasera del 4x4 que, pese al impacto, apenas se movió. Terreblanche y Mzala se habían dirigido a la duna para escapar de la colisión: surgieron de la oscuridad y apuntaron con sus armas hacia el Toyota accidentado. El capó estaba destrozado, el parabrisas había saltado en pedazos y la puerta estaba llena de agujeros de bala, pero no había nadie en su interior.
Neuman había rodado sobre la arena cien metros más lejos, recuperado su fusil y tomado posición: con los codos en el suelo, apuntó al depósito del Toyota, que explotó con la tercera bala. Un haz de fuego iluminó un instante el valle de arena. Neuman ya no veía a sus objetivos, ocultos por la pantalla de humo. Las llamas alcanzaron rápidamente el vehículo blindado. Mzala y Terreblanche, refugiados detrás de la carrocería, retrocedieron un paso. Dispararon una nueva ráfaga a ciegas, y otra más, que se perdió a varios metros de él. Presa del fuego, el depósito del 4x4 explotó a su vez. La deflagración sorprendió a Mzala: el beso de fuego lo arrastró en su aliento.
Neuman oyó el grito del tsotsi antes de distinguir su silueta: la antorcha humana giró sobre sí misma, buscando huir de las llamas que la consumían. Mzala dio unos pasos torpes en la arena y agitó los brazos para zafarse del abrazo mortal, pero el fuego lo perseguía: rodó por la arena, gritando a pleno pulmón… Neuman buscó el otro objetivo con la mira, barrió la noche, pero el humo opaco ocupaba todo el espacio. Terreblanche parecía haberse desmayado… A pocos pasos, Mzala seguía gritando en su tortura. El olor a carne quemada llegaba hasta él. El Gato gesticulaba, golpeando el suelo, en vano: Neuman lo remató de una bala en el pecho.
Gotas de fiebre perlaban su rostro. Ali reptó unos veinte metros, amplió el zoom y por fin localizó a Terreblanche, que había trepado a la cima de la duna: no tenía fusil, sólo un revólver en el cinturón… La mira del Steyr se fijó sobre su hombro en el preciso momento en que desaparecía al otro lado de la duna.
Las llamas crepitaban, esparciendo un humo negro. Neuman inspeccionó la cresta por la que Terreblanche había desaparecido y se incorporó lentamente. La caída de antes le había reavivado el dolor en las costillas. Rodeó el brasero que rugía y siguió la cresta, que serpenteaba bajo la luna. Las huellas llevaban a la cima, que coronó tras una escalada laboriosa. El viento de las alturas apenas lo refrescó. Frente a él, las olas de arena se extendían hasta donde alcanzaba la vista… Encontró huellas de pasos en la falda lisa de la duna: se dirigían al oeste… Neuman soltó un taco. Nunca lo alcanzaría a pie, no con ese dolor en las costillas.
Comprobó la recámara de su arma y se estremeció al ver el cargador: sólo le quedaba una bala.
Un viento tibio soplaba en las alturas. Ali se tumbó y barrió el horizonte. Campos de montículos de contornos borrosos se sucedían unos a otros, monótonos. Pronto aparecieron unas huellas en la mira de infrarrojos, un trazado rectilíneo… Siguió la trayectoria y dio con la silueta del fugitivo. Caminaba a zancadas regulares, con un revólver en la mano. Trescientos metros, a vuelo de pájaro… Neuman contuvo el aliento, olvidó hasta el vacío que había en su cabeza y apretó el gatillo.
El disparo rasgó el silencio.
El hombre se desplomó sobre la arena.
Neuman se acercó apuntando con su Colt, pero Terreblanche ya no se movía. Yacía en el suelo, con su automática al alcance de la mano, medio desvanecido… Ali arrojó el arma lejos y se arrodilló junto al herido. Tenía la frente empapada en sudor. Le palpó el pulso y vio que aún respiraba. Neuman levantó la camiseta color caqui, manchada de sangre: la bala le había dado en un riñón, evitando por poco el hígado.
Terreblanche abrió los ojos mientras Neuman evaluaba la herida.
– Tengo dinero… -masculló-. Mucho din…
– Cierra la boca o te dejo morir aquí mismo.
Devorado por los chacales: un final feliz… Pero Neuman lo quería vivo. Los documentos relativos a los experimentos habían desaparecido, también todo resto del laboratorio y los testigos… No había encontrado nada en la granja. Muerto Mzala, traer de vuelta a la ciudad a ese hijo de puta era su última oportunidad.
Terreblanche estaba pálido bajo la luz de los astros. Neuman vio entonces una picadura en su antebrazo: a todas luces, una picadura de araña… Presionó la carne alrededor: manó un fino chorro amarillo. Una araña de arena. Algunas podían resultar mortales.
– Ese puto bicho me ha picado -maldijo el herido.
La noche era aún negra, las dunas, contornos borrosos bajo las estrellas. Neuman levantó al hombre tendido en el suelo y, sin una palabra, lo ayudó a caminar.
Tardaron casi una hora en alcanzar las carcasas humeantes.
El zulú sudaba sangre y agua, y Terreblanche no había dejado de gemir en todo el trayecto: se desplomó junto a los 4x4, sin fuerzas. Un olor acre emanaba aún de los vehículos, y todo el valle apestaba. Los restos de Mzala descansaban algo más lejos, una forma negra y consumida que le recordaba a su hermano Andy… Muy ocupado en vendarse la herida con un pañuelo, Terreblanche no le dirigió una sola mirada a su cómplice: tenía la tez cérea a las primeras luces del alba. El veneno empezaba a hacer efecto… Neuman comprobó de nuevo el funcionamiento de su móvil, sin éxito: no había cobertura.
Un velo de inquietud le ensombreció el rostro.
– ¿A cuántos kilómetros está la pista? -le preguntó a Terreblanche.
El ex militar apenas levantó la cabeza.
– Walvis Bay -dijo-. A unos cincuenta.
– ¿Y la casa más próxima?
El otro hizo un gesto evasivo…
– Por aquí no hay más que arena…
Neuman hizo una mueca. La granja estaba a más de treinta kilómetros… Calibró el azul del cielo sobre la cresta de las dunas. Los vehículos no funcionaban y no acudía nadie a rescatarlos: sin embargo hacía más de una hora que se habían incendiado…
Terreblanche desgarró un trozo de su camiseta para sustituir al pañuelo empapado. La sangre empezaba a coagularse, pero la herida le dolía de manera espantosa. Se le estaba hinchando el brazo. Miró de reojo al policía negro que escrutaba el cielo, preocupado, como si esperara alguna señal. Terreblanche comprendió entonces por qué:
– ¿Sabe alguien que estamos aquí? -preguntó.
– No.
El desierto del Namib era uno de los lugares más calientes del mundo. A mediodía, la temperatura alcanzaba los cincuenta grados a la sombra, setenta al soclass="underline" sin agua, no aguantarían ni un solo día.