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Hace tiempo que los científicos sabían que los genes no eran objetos sencillos: las relaciones entre genotipo y fenotipo eran tan complejas que impedían toda descripción elemental de los genomas de una persona y los fenómenos patológicos que sufría. Esta complejidad de la materia viva aumentaba aún más si se tomaban en cuenta los aspectos diversos de la estructura social en la que cada uno está insertado, su modo de vida y su entorno, que contribuían al determinismo a menudo imprevisible de las enfermedades -un indio de la selva amazónica no padecía siempre los mismos males que un europeo-. Poco importaba, pues las investigaciones llevadas a cabo por los laboratorios farmacéuticos no estaban destinadas a los países del sur, que no podían costearlas. Dado que las limitaciones éticas y jurídicas eran demasiado rigurosas en los países ricos (en especial el código de Núremberg, adoptado paralelamente a los juicios a los médicos nazis), los laboratorios habían deslocalizado sus ensayos clínicos, que ahora se ubicaban en los países «de bajo coste» -India, Brasil, Bulgaria, Zambia, Sudáfrica- donde los cobayas, en su mayoría personas pobres y sin cuidados médicos, podrían gozar de los mejores tratamientos y de un material puntero a cambio de su colaboración. Dado que para que un medicamento fuera aprobado antes había que probarlo en miles de pacientes, los laboratorios habían subcontratado dichos ensayos clínicos a organismos de investigación, entre los que se contaba Covence.
Tras años de búsqueda, Rossow había elaborado una nueva molécula capaz de curar los males que aquejaban a millones de occidentales -ansiedad, depresión, obesidad…-, un producto que garantizaría un volumen de negocios extraordinario.
Sólo quedaba probarlo.
Con sus townships cada vez más abarrotados, Sudáfrica y la región del Cabo en particular constituían una cantera excelente: no sólo los pacientes eran innumerables y vírgenes de todo tratamiento, sino que también ocurría que, tras las dramáticas conclusiones vinculadas a problemas de degeneración y otros efectos no deseados del producto que se estaba experimentando, se había hecho imposible proseguir dicha investigación de manera transparente. Frente a la competencia encarnizada de los laboratorios, la rapidez era una baza cruciaclass="underline" se había optado pues por una unidad móvil situada cerca de los townships donde se realizarían las pruebas sobre cobayas dóciles y sin ataduras, niños de la calle, de los que nadie se preocuparía.
Para limitar los riesgos, se les inoculaba el virus del sida, extremadamente eficaz. La ventaja era doble: la esperanza de vida de los sujetos se limitaba sobremanera, y la enfermedad, endémica en Sudáfrica no despertaría sospechas si algo salía mal.
Encargado de la operación, Terreblanche había aprovechado las zonas sin ley para hacer un trato con Mzala, cuya banda controlaba Khayelitsha, el cual a su vez había subcontratado el tráfico de la droga a Gulethu y su banda de mercenarios, que se movían por las zonas fronterizas entre el township y los asentamientos ilegales. Gulethu y sus muertos de hambre habían distribuido la mezcla por esas áreas sin despertar sospechas: el tik enganchaba a los chavales, y luego los trasladaban de noche al laboratorio de Muizenberg, situado junto al township, para evaluar la acción de la molécula. Los que sobrevivían morían de sida y terminaban en la porqueriza de Lengezi. Al tratar de jugársela, vendiendo la droga por su cuenta, Gulethu lo había mandado todo al traste.
Epkeen se moría de calor pese a que la habitación de hospital tenía aire acondicionado. Lo habían molido a palos, arrancado el cuero cabelludo y torturado en la silla eléctrica. Al otro lado de la cama, Krugë escuchaba su relato sin decir palabra. La policía había encontrado una veintena de cadáveres en el township, entre ellos el de la madre de Neuman, y huesos humanos detrás de la iglesia de Lengezi… Por el momento, la prensa no estaba al corriente de nada.
– ¿Sabe dónde está Neuman? -preguntó el jefe de la SAP.
– No.
Epkeen apenas volvía en sí cuando apareció Krugë para interrogarlo. El grueso policía apoyó la papada en el cuello de su camisa.
– Si hay pruebas de lo que dice -suspiró-, tendrá que enseñármelas… No tiene nada, teniente.
Una bandada de cuervos pasó delante de sus ojos encerrados tras unas rejas:
– ¿Cómo que no tengo nada?
– ¿Dónde están sus pruebas?
– El secuestro en casa de Van der Verskuizen, el cadáver de Debeer, Terreblanche huido: ¿qué más necesita?
– No tenemos un solo testigo de todo eso -replicó Krugë-: ni uno solo.
– Claro, como que están todos muertos.
– Ese es el problema. Nadie sabe de dónde salen los huesos encontrados detrás de la iglesia del township, ni quién los puso ahí. Ahora que Neuman ha desaparecido sin dejar rastro, no tenemos ninguna explicación. En cuanto a lo que ocurrió en casa del dentista -añadió-, no hemos encontrado huellas. O bueno, sí: las suyas.
– Lo han borrado todo, lo sabe muy bien -replicó Brian desde su montón de almohadas-. Lo mismo hicieron con la casa de Muizenberg. La cuenta en el extranjero es…
– Información obtenida de manera ilegal -lo interrumpió Krugë-. La agente Helms nos lo ha contado todo sobre su manera de proceder.
El rostro de Epkeen palideció un poco más bajo la luz artificial. Janet Helms los había traicionado. Los había dejado en la estacada cuando estaban a punto de alcanzar su objetivo. Se habían dejado engañar por sus putos ojos de foca…
– Terreblanche y Rossow participaron en el Project Coast del doctor Basson -repitió el afrikáner sin perder la calma-. Terreblanche tenía las aptitudes y la logística necesarias para organizar una operación de esa envergadura. Covence les ofrece una tapadera legaclass="underline" sólo hay que interrogar a Rossow.
– ¿Usted qué se cree, teniente? ¿Qué va a atacar a una multinacional petroquímica con eso? Terreblanche, Rossow o Debeer no figuran en ninguno de nuestros ficheros. Nada corrobora lo que usted insinúa… -Krugë se lo quedó mirando fijamente, como un conejo entre los faros de un coche-. ¿Sabe lo que va a ocurrir, Epkeen? Que lo atacarán a usted con un regimiento de abogados. Encontrarán cosas sobre usted, sus costumbres disolutas, su hijo, que ya no quiere ni verlo, y sus peleas con su ex, cuya separación no ha digerido todavía. Lo acusarán de haber asesinado a Rick Van der Verskuizen.
– ¿Qué?
– Nos habría encantado escuchar la confesión del dentista -reconoció Krugë-: por desgracia, lo encontraron muerto en su salón, de un tiro en la nuca disparado con su arma de servicio.
– ¡¿Qué quiere decir?! Nos secuestraron y a mí me torturaron para que revelara lo que sabía tras mi visita a la agencia de Hout Bay, antes de inyectarnos droga suficiente para dejar grogui a un búfalo. La porquería que tengo en la sangre, el cadáver de Debeer, las pruebas contenidas en el maletín, ¿tampoco cuenta todo eso?
Krugë no daba su brazo a torcer:
– El arma que mató al dentista fue encontrada en la habitación con sus huellas: lo van a acusar de esa muerte. Eso desacreditará su testimonio y el de su ex, a la que pintarán como a una loca furiosa de humor caprichoso capaz de todo para castigar a un hombre adúltero, incluso de aliarse con su mayor enemigo…
Dirán que se volvió usted adicto a esa famosa droga -prosiguió-, que quiso vengarse y liquidó al camello, a Debeer, en un arrebato de violencia extrema…
– Todo es una puesta en escena -se irritó Epkeen-, eso lo sabe usted también.
– Demuéstrelo.
– ¡Pero bueno, eso es ridículo!
– No más que esa historia suya de complot industrial -dijo el jefe de policía, hundiendo el dedo en la llaga-. Después de lo que ocurrió durante el apartheid, debería saber que Sudáfrica es el país más vigilado en materia de investigaciones médicas, en especial en todo lo que tiene que ver con experimentos sobre cobayas humanos. Tendrá que convencer a los jurados de sus alegaciones… Provocó una matanza de tres pares de narices en esa casa -añadió, con una mirada torva-. Y las fotos tomadas en la habitación donde los encontraron no dicen mucho en su favor…