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– ¿Qué fotos?

Una chispa de recelo animó un momento sus ojos inexpresivos.

– No ha visto en qué estado dejó a su ex mujer -dijo-. Las manos atadas a la espalda, su sangre por todo su cuerpo, su ropa hecha jirones, arañazos, golpes, agresiones sexuales… Eso ya no es amor, Epkeen, eso es rabia… Cuando lo encontraron, daba vueltas alrededor de la cama, como un animal salvaje.

Sintió un escalofrío en la espalda. Un león. Un puto león que defendía su territorio…

– No he violado a mi mujer -dijo.

– Sin embargo es su piel lo que se encontró bajo sus uñas, Epkeen: ese detalle será decisivo ante un jurado…

Brian se tambaleó un instante sobre la cama de hospital y recuperó el equilibrio agarrándose al vacío: la droga, las ratas del forense, la última fase, la de la agresión…

– Nos drogaron -protestó en voz baja-. Lo sabe tan bien como yo.

– Sus huellas están en la jeringuilla.

– Porque querían cargarme el muerto. Joder, Debeer tenía guantes de látex cuando lo encontraron, ¿no?

– Eso no explica nada. Eso al menos es lo que defenderán ante un tribunal… Pase lo que pase, lo que pueda decir sobre una complicidad entre un supuesto laboratorio fantasma y un grupo paramilitar dirigido por un antiguo coronel del ejército podrán volverlo contra usted: su visita nocturna a la agencia de Hout Bay, aparte del hecho de que de ella no queda ningún documento, de todas formas se declarará nula por vicio de forma.

– Todo está en la memoria USB.

Krugë abrió las manos en señal de buena fe:

– Pues enséñemela, estoy deseando verla…

Brian sentía un sabor infecto en la boca y estaba mareado. Ruby, Terreblanche, Debeer, las inyecciones, la desaparición de Ali, la información, todo se agolpaba en su cabeza, y el mono se anunciaba espantoso… Escrutó el rostro fofo del superintendente, que seguía impasible al otro lado de la cama.

– ¿Está usted implicado, Krugë?

– Atribuiré su comentario a su estado de confusión mental -rugió el jefe de la SAP -, pero tenga cuidado con lo que dice, teniente… Mi única intención es advertirle: la industria petroquímica es uno de los lobbys más poderosos de este maldito planeta.

– Y uno de los más corruptos también.

– Mire -dijo, en un tono más conciliador-: lo crea o no, estoy de su parte. Pero vamos a necesitar argumentos muy sólidos para convencer al procurador de que inicie un proceso judicial, registros… También habrá que desmontar una a una todas las acusaciones que puedan dirigir contra usted, y no tenemos más que su palabra.

Estupefacto, Epkeen escuchaba al jefe de la policía.

– ¿Y mis ojos? -le espetó con hostilidad-. ¿Me los he quemado porque sí, por gusto?

– Solicitarán exámenes psiquiátricos y…

Brian levantó la mano como quien tira la toalla. Había vuelto a la vida demasiado tarde. La situación era absurda. No habían pasado por toda esa mierda para acabar ahí, en una cama de hospital.

– No voy a iniciar ningún proceso contra usted -anunció Krugë para poner fin a la conversación-: no por el momento. Pero le aconsejo que se mantenga a raya hasta que hayamos aclarado todo esto. De todas maneras, está retirado del caso. Gulethu asesinó a las muchachas: ésa es la versión oficial. Nadie maneja los hilos de un complejo industrial mafioso: no hay más que un fiasco lamentable y mi cabeza en el tajo. El caso está cerrado -insistió-, y le ruego que lo considere así. Eso sin mencionar que anoche se cometió un nuevo crimen: Van Vost, uno de los principales financiadores del Partido Nacional, ha sido víctima, según parece, de una prostituta negra…

– ¿Dónde está Ruby? -lo interrumpió Epkeen.

– En la habitación de al lado -contestó el grueso policía con un gesto de cabeza-. Pero no cuente demasiado con su testimonio.

– ¿Por qué, es que también le ha cortado la lengua a ella?

– No me gusta su sentido del humor, teniente Epkeen.

– Pues hace mal, no vea lo que se divierte uno después de una sesión de tortura.

– Se extralimitó y actuó de manera inconsiderada -se irritó Krugë-. Lo hablaré con Neuman en cuanto aparezca y aplicaré las medidas pertinentes.

– Enterrar el caso, ¿a eso se refiere? ¿Tiene miedo por su puto Mundial de Fútbol?

– Vuelva a su casa -rugió Krugë-, y quédese ahí hasta nueva orden. ¿Entendido?

Epkeen asintió. Mensaje recibido. Destino a ninguna parte.

El jefe de la policía salió de la habitación dejando la puerta abierta. Masculló unas palabras inaudibles en el pasillo y se alejó. Janet Helms no tardó en aparecer. Llevaba su uniforme ceñido y una bolsa de plástico en la mano.

– Le he traído ropa limpia -dijo.

– ¿Qué quiere, una medalla?

La mestiza avanzó tímidamente, se cruzó con la mirada acusadora de Epkeen y dejó lo que traía en la silla junto a la cama.

– Krugë le ha comido el tarro, ¿eh? -le dijo él con altivez.

Janet bajó la cabeza como una niña a la que estuvieran regañando, triturándose los dedos.

– Todo lo que hemos reunido es indefendible ante un tribunal -se justificó-. No tenía elección. Está en juego mi carrera… -Levantó sus grandes ojos húmedos de lágrimas-. No tenía noticias de usted desde ayer por la mañana… Pensé que lo habían matado…

Epkeen no se creía sus excusas.

– ¿Tiene información sobre Rossow? -le espetó.

La agente Helms apretó sus labios oscuros.

– ¿Lo ha localizado? ¿Sabe dónde se lo puede encontrar?

– No estoy autorizada a hablarle de ello -dijo por fin.

– ¿Orden del jefe?

– El caso está cerrado -se defendió ella.

– Se olvida de Neuman… Krugë le ha pedido que me sonsaque, ¿es eso?

Janet Helms tardó un momento en responder.

– ¿Sabe dónde está?

– Si así fuera, hace tiempo que me habría largado de aquí -dijo Epkeen en tono perentorio.

La agente de información suspiró. Era obvio que no se decidía a hablar. Brian la dejó debatirse consigo misma un rato más. Esa chica lo asqueaba. Ella lo percibió.

– Hay algo que no les he dicho a los hombres de Krugë -dijo por fin-. Falta un fusil Steyr de la armería… El capitán Neuman firmó el volante para poder llevárselo: ayer por la mañana.

Un arma de francotirador.

El corazón de Brian se puso a latir a mil por hora: Ali iba a matarlos. A todos.

Con o sin el consentimiento de Krugë.

Brian caminaba sobre un alambre invisible en el pasillo del hospital de Park Avenue. Como el médico se negaba a darle el alta en su estado, había firmado un escrito de descargo, para que lo dejaran de una vez en paz, y había pedido ver a Ruby Petición denegada: acababa de salir del coma y descansaba después de la triterapia de emergencia que acababan de administrarles a ambos… Llamó a Neuman desde el teléfono del hospital, por si acaso, pero no había cobertura.

El asfalto se reblandecía bajo el sol de mediodía cuando el afrikáner salió del edificio público. Sólo veía un filtro turbio detrás de sus ojos quemados, lo demás se diluía. Sentía ganas de vomitar. Náuseas. Se compró unas Ray Ban de diez rands en los puestos del mercadillo de Greenmarket, se hizo con un móvil y recogió su coche en el sótano de la comisaría. La luna trasera estaba pulverizada y el parabrisas tenía una raja de parte a parte, pero el Mercedes arrancó a la primera…

And then, she… closed…

Her baby blue…

Her baby blue…

Oh… her baby blue… EYES!!!

Las cenizas revoloteaban en el habitáculo del Mercedes. Epkeen tiró el cigarro por la ventanilla y subió hacia Somerset. Le seguía doliendo terriblemente la cabeza, y su conversación en el hospital lo había dejado hecho un manojo de nervios. Krugë enterraba el caso por motivos que se le escapaban, o más bien que lo superaban. Pero Brian no se dejaba engañar tan fácilmente. Frente a la competencia de los mercados mundiales, los Estados soberanos apenas podían hacer nada para poner coto a las presiones de las finanzas y del comercio globalizado, so pena de ahuyentar a los inversores y amenazar su PNB: hoy en día, el papel de los Estados se limitaba a mantener el orden y la seguridad en medio del nuevo desorden mundial dirigido por fuerzas centrífugas, extraterritoriales, huidizas, inasibles. Ya nadie creía de verdad en el progreso: el mundo se había vuelto incierto, precario, pero la mayoría de los que partían el bacalao estaban de acuerdo en sacar tajada del pillaje que llevaban a cabo los filibusteros de ese sistema fantasma, mientras esperaban el final de la catástrofe. Los excluidos iban quedando relegados a las periferias de las megalópolis reservadas a los ganadores de un juego antropófago en el que la televisión, el deporte y la mediatización del vacío canalizaban las frustraciones individuales, a falta de perspectivas colectivas.