Sonaba en sordina una melodía de bóeremusier [44]. Plantado detrás de su mostrador lleno de escudos y mecheros vacíos pegados a modo de decoración, Joppie hablaba en afrikaans con otro paleto de trescientas libras de peso, tan grácil y elegante como una vaca cagando. Cabezas de springbok y de órix, que lucían para siempre en sus rostros una expresión de soberana indiferencia, adornaban las paredes…
– ¿Qué hay? -masculló el dueño.
Hasta su voz llevaba camisa de cuadros. Epkeen le pidió en inglés un café y se instaló en la terraza que daba a la calle principal. Se tomó una taza de agua caliente negruzca y esperó hasta que la armería abriera sus puertas para comprar un fusil de caza y una caja de cartuchos.
El vendedor no le puso pegas al ver su placa de oficial de policía.
– ¿Se ha peleado con un springbok? -bromeó el tipo, mirando de reojo sus heridas.
– Sí, una hembra.
– Ja, ja!
Un tropel de rubias embutidas en vestidos de volantes salía de la iglesia cuando Epkeen guardaba el fusil en el maletero. El café se le había puesto de pie en el estómago, como el ambiente de aquella ciudad perdida. Reanudó su viaje, saludando a las gruesas majorettes con una nube de polvo.
La frontera con Namibia estaba a unos sesenta kilómetros de allí. Brian detuvo el Mercedes delante de las casetas que hacían las veces de puesto fronterizo y estiró sus músculos maltratados por la carretera.
En verano, cuando el sol lo quemaba todo, no había muchos turistas. Dejó a una pareja de ancianos alemanes vestidos como para un safari ante el mostrador de inmigración, presentó su solicitud a la constable que se ocupaba de estampar sellos y consultó el registro de entradas: Neuman había cruzado la frontera dos días antes, a las siete de la tarde…
Trozos de neumáticos reventados, algún coche hecho polvo, un camión cruzado en medio de la carretera, un cuerpo bajo una manta, la Bl que atravesaba Namibia era una carretera especialmente peligrosa pese a las obras que se habían realizado los últimos años. Epkeen llenó el depósito y el radiador en la estación de servicio de Grünau, se comió un bocadillo a la sombra del mediodía y compartió un cigarrillo con los vendedores de mangos que dormitaban bajo sus sombreros de tela. La temperatura aumentaba conforme uno se adentraba por el desierto rojo. Las ovejas se habían refugiado bajo los escasos árboles, y los camioneros dormían la siesta bajo los ejes de sus vehículos. Llamó a Neuman por quinta vez aquella mañana: seguía sin haber cobertura.
– Pero qué coño haces, joder…
Brian hablaba solo. Los hombres solos siempre hablan demasiado, o no abren la boca… Una réplica de película. O de un libro. Ya no sabía… Dejó a los vendedores de la aldea de chozas de piedra que bordeaba la nacional y siguió su camino hacia Mariental, cuatrocientos kilómetros de línea recta a través de las mesetas peladas por el viento.
Poca gente vivía en el horno namibio: descendientes de alemanes que habían aniquilado a las tribus herero al principio del siglo pasado y que hoy en día trabajaban en el comercio o la hostelería, y algunas tribus nómadas, los Khoi Khoi. Lo demás pertenecía a la naturaleza. El Mercedes cruzó las áridas llanuras bajo un sol incandescente.
Según la información de la antigua militante del Inkatha, Terreblanche había establecido su base en una reserva junto a las dunas de Sesriem: no llegaría antes del anochecer… Una vieja locomotora que tiraba de unos vagones destartalados escupió su humo negro a la salida de Keepmanshoop, antes de desaparecer entre las rocas. Los kilómetros desfilaban, espejismo permanente bajo los vapores del asfalto. Brian tenía la garganta seca pese a los litros de agua que había bebido, y sentía los ojos como si se los hubiera secado con un secador eléctrico. La policía de la frontera tenía su descripción, Krugë podría reprocharle haber actuado sin autorización, pero le traía sin cuidado. El Mercedes, lanzado a todo gas, de momento aguantaba el tirón. Después de conducir kilómetros y kilómetros en un horno, Epkeen abandonó la nacional birriosa y tomó la pista de Sesriem.
Ya no se cruzó más que con springboks poco hostiles que descansaban a la sombra de arbolillos enclenques, un gran kudú que escapó corriendo al verlo acercarse y un niño en bicicleta que llevaba una botella de agua hirviendo en la cesta. Llegó a las puertas del Namib con las primeras luces del crepúsculo.
El parque de Sesriem era fantasmagórico en esa época del año. Estiró las piernas en el patio y preguntó al afable funcionario que repartía los billetes de acceso a la reserva, pero ningún «Neuman» figuraba en sus fichas.
– No he visto más que turistas aislados -dijo, consultando su registro-. Blancos -precisó.
Epkeen volvió a llenar el depósito y el radiador antes de adentrarse en el desierto. La granja de Terreblanche estaba a unos cincuenta kilómetros, en algún rincón del Namib Naukluft Park… Tiró lo que quedaba de su bocadillo al suelo del coche y se reconcilió con un cigarrillo.
Una urraca despanzurraba a un chacal atropellado cuando el Mercedes abandonó el sector de alquitrán. Las dunas de Sossuswlei eran de las más altas del mundo: rojo, naranja, rosa o malva, los colores variaban según las perspectivas y la curva del sol en el cielo. Un paisaje dantesco que Epkeen apenas miraba, enfrascado como estaba en el mapa. Siguió la pista principal durante unos doce kilómetros, tomó hacia el oeste y no tardó en detenerse ante una barrera metálica.
Un cartel en varias lenguas prohibía el acceso a la finca, protegida ostentosamente por kilómetros de alambrada: Epkeen derribó la verja y se adentró por la pista llena de baches.
Una tormenta cruzó el cielo como en alta mar, estriando el horizonte con surcos eléctricos. Ali le llevaba cerca de dos días de ventaja: ¿qué había hecho durante todo ese tiempo?
Nubes coléricas corrían velos de lluvia sobre la llanura sedienta; Brian atisbo por fin una construcción a la sombra de las dunas, una granja prolongada por barracones prefabricados.
La manada de órix que descansaba en la llanura huyó despavorida cuando el hombre detuvo su vehículo al borde de la pista. La granja, a lo lejos, parecía desierta. Cogió unos prismáticos de la guantera e inspeccionó el lugar. La granja bailó un momento en su línea de mira: el viento le había quemado los ojos, pero no descubrió ningún movimiento. Unos halcones volaban en círculo en el cielo anaranjado… Vio entonces una mancha en el camino. Un hombre. Tendido, inmóvil. Un cadáver… Había otros más junto a los anexos prefabricados, al menos seis, que las urracas se disputaban; y otro más en el patio…
Neuman y Terreblanche habían esperado a la sombra de las carcasas calcinadas, pero no había aparecido nadie: la matanza en la granja, los disparos, la explosión de los depósitos, los vehículos incendiados, todo había pasado inadvertido. Las dunas gigantes debían de haber ocultado el fuego, y la noche, las columnas de humo. El sol había trepado a lo alto del cielo, un sol que te mordía la piel, hacía hervir la chapa e impedía estar mucho tiempo de pie. Seguían esperando y no llegaba nada. Ningún avión de reconocimiento que cruzara el azul del cielo, ninguna nube de polvo levantada por alguna patrulla de Rangers… El horizonte seguía de un azul cobalto, puro y desesperadamente vacío.
Un lagarto amarillo se refugió bajo la arena ardiente.
– Nos vamos a asar aquí -vaticinó Terreblanche, apoyado contra el flanco ennegrecido del Toyota.