Ali abrió los ojos. Sentía los párpados pesados, pero, lentamente, una impresión de ligereza desconocida absorbía su mente… ¿Fin del insomnio? Ali pensó en su madre a la que tanto quería, una imagen de ella feliz, estallando en una gran carcajada de ciega, pero otro rostro no tardó en invadir todo el espacio. Zina, Zaziwe, ese sueño repetido mil veces cuando, de noche, su olor a selva lo envolvía y lo arrastraba lejos del mundo, con ella… Una brisa tibia sopló y alisó la arena bajo la luna.
Ali cerró los ojos para acariciarla mejor. Y ahí se quedó.
11
– ,Ha visto a mi bebé? Oiga, señor… ¿tiene a mi bebé?
Una vieja vestida de harapos se acercó a los surtidores de gasolina. Epkeen, que se estaba asando bajo el tejado de chapa, apenas le prestó atención. La khoi khoi venía de la aldea vecina, una veintena de míseras chozas sin agua corriente ni electricidad, junto a la estación de servicio. Hablaba con los chasquidos característicos de su lengua, una mujer sin edad, con el rostro cubierto de arena.
– ¿Ha visto a mi bebé? -repitió.
Epkeen salió de su letargo. La vieja sostenía un viejo trapo mugriento contra su pecho y lo miraba, implorante… El de la gasolinera trató de alejarla, pero la mujer volvía a la carga, como si no lo oyera. Se pasó el día deambulando así. Acunaba su trapo repitiendo la misma frase, siempre la misma, desde hacía años, a cada automovilista que venía a llenar el depósito:
– Señor… por favor… ¿ha visto a mi bebé?
Se había vuelto loca.
Decían que su bebé dormía en la choza cuando, al volver del pozo, su madre vio a unos babuinos llevárselo. Los monos raptaron al niño. Los hombres de la aldea organizaron enseguida una batida, lo buscaron por todo el desierto, pero nunca encontraron al bebé, sólo un pañal hecho jirones entre las rocas. Ese trapo que desde entonces la madre llevaba siempre encima, y al que acunaba, para calmar su dolor…
Habladurías.
– ¿Ha visto a mi bebé?
Epkeen se estremeció pese al calor. La vieja khoi khoi le suplicaba, con sus ojos de loca…
Entonces recibió la llamada del puesto de Sesriem: un Ranger había encontrado las carcasas calcinadas de dos vehículos en el desierto, y un cuerpo humano, sin identificar…
Dos 4x4.
Dos montones de chapa encajados en la arena ardiente del Namib Naukluft Park. Las llamas habían ennegrecido las carrocerías pero Epkeen contó varios impactos -balas de grueso calibre, una de las cuales había perforado el depósito del Toyota… El cadáver yacía a unos metros, carbonizado. Un hombre, dada la corpulencia. El tejido de su ropa se había fundido sobre la piel hinchada que, al agrietarse por efecto del calor, reabría heridas que se disputaban las aves carroñeras y las hormigas. Una bala le había perforado el pecho. Un hombre de estatura media. Hubo que quitarle las botas para ver que se trataba de un negro… ¿Mzala?
Epkeen se inclinó sobre el AK-47 tirado en el suelo, junto a las placas metálicas, y comprobó el cargador: vacío… Un silbido le hizo levantar la cabeza: el Ranger que lo acompañaba le hacía gestos desde lo alto de la duna. Roy, un namibio locuaz de enigmática sonrisa. Había encontrado algo…
A mediodía, el sol lo aplastaba todo; Epkeen se ajustó la gorra, empapada de agua, y subió la pendiente de la duna a pasitos metódicos. Su cuerpo debilitado era presa de oleadas de náuseas. Se detuvo a mitad de camino, con las piernas tambaleantes. El guarda del parque lo esperaba más arriba, en cuclillas, impasible bajo su visera. Brian lo alcanzó al fin, con los ojos llenos de estrellas después de la ascensión. Allí, en el suelo, había un arma, medio tapada por la arena, un fusil Steyr con mira de precisión…
El namibio no decía nada, con los ojos medio cerrados por la viva luz del desierto. Abajo, las carcasas de los coches parecían minúsculas. Epkeen observó la extensión vacía. Un valle de arena roja, incandescente… Atrapados, sin cobertura ni medio de locomoción, Neuman y Terreblanche se habían marchado a pie y habían atajado por las dunas para encontrar la pista. El viento había borrado sus huellas pero habían caminado hacia el este, en dirección a la granja…
Avanzaron cerca de una hora bajo un calor aplastante sin cruzarse con el más mínimo animal. El Ranger conducía con seguridad, en silencio. A Epkeen tampoco le apetecía hablar. Con los prismáticos en la mano, espiaba las crestas y los escasos árboles perdidos en el océano de arena. Cielo azulón, tierra escarlata, y ni un alma en esas tierras desoladas. El termómetro del jeep indicaba cuarenta y siete grados. El calor borraba los relieves, bailaba en volutas turbias en la lente de los prismáticos. Espejismos en suspensión…
– La pista ya no queda lejos -anunció Roy con voz neutra.
El jeep brincaba sobre la arena blanda. Epkeen distinguió entonces una mancha negra, a su derecha; a unos doscientos metros más o menos, contra las faldas de una duna. Alertado, el namibio bifurcó enseguida. Los neumáticos patinaban en el desnivel; ante el riesgo de quedar atrapados en la arena, el guarda detuvo el vehículo al pie de la loma.
Una nube de polvo acre pasó delante del parabrisas. Epkeen cerró la puerta del jeep, sin apartar los ojos de su objetivo, una forma, un poco más arriba, medio tapada por la arena… Subió a lo alto de la duna, protegiéndose del viento seco y ardiente que le mordía la cara, y pronto aflojó el paso, jadeante. No había un hombre tumbado contra la duna, sino dos, uno al lado del otro, de cara al cielo… Brian recorrió los últimos pasos como un autómata. Ali y Terreblanche descansaban sobre la arena, con la ropa hecha jirones, irreconocibles. El sol había reducido sus cadáveres a dos cepas consumidas, dos esqueletos raquíticos que el desierto había devorado… El sol se los había bebido; los había vaciado. Brian se tragó la saliva que ya no tenía. La muerte se remontaba a varios días ya. Los huesos sobresalían sobre sus rostros resecos, el de Terreblanche se había vuelto negro, su piel era una hoja seca que se resquebrajaba al tacto, y tenía una sonrisa espantosa sobre los labios arrugados… Se habían cocido. Hasta sus huesos parecían haber empequeñecido.
Epkeen se inclinó sobre su amigo y se tambaleó un instante bajo el calor abrasador: Ali todavía mantenía a su presa esposada, a dos kilómetros apenas de la pista…
12
No vendría mucha gente a recibir los restos mortales de Ali.
Brian no tenía el teléfono de Maia -ni siquiera sabía cómo se llamaba-, Zina se había marchado de la ciudad sin dejar una dirección, y Ali no tenía más familia. Su cuerpo llegaba de Windhoek, por avión especial. Epkeen se encargaría del traslado al país zulú, junto a sus padres y sus antepasados, que, tal vez, lo estuvieran esperando en alguna parte…
La búsqueda en tierras namibias se había saldado con un fracaso. Neuman sólo había dejado muertos tras de sí, ninguna prueba de la más mínima complicidad entre la industria farmacéutica y las mafias del país. Krugë había evitado un incidente diplomático, y nadie quería publicidad sobre el caso. Los cuerpos de Terreblanche y de sus hombres quedaron a disposición de las autoridades namibias que, por intereses recíprocos, no abrirían ninguna investigación… Por sentimiento de culpa, por repulsa, Epkeen había entregado la placa y todo lo que la acompañaba. Se había pasado toda su vida adulta buscando cadáveres, Ali era la gota que colmaba el vaso.