Estaba harto. Entregaba el testigo. A partir de ahora se ocuparía de los vivos. Empezando por David. Al volver de Java, el hijo pródigo había abierto el correo y lo había llamado por teléfono…
Corrupción, complicidad, Terreblanche y sus comanditarios gozaban de protección en todos los niveles de la sociedad, y ésta alcanzaba hasta las líneas de comunicación de la policía, que no eran seguras: Epkeen había echado al correo una de las dos memorias USB antes de ir a casa de Rick, aquella noche, con su nombre escrito en el sobre como única explicación. No había hablado bajo tortura. Nadie conocía la existencia de esos documentos. David tendría tiempo de seguir la pista, blindar su investigación y, sobre todo, elegir sus aliados. Un bautismo de fuego, que tal vez los reconciliaría…
Brian no tuvo que cruzar el jardín, Claire salió la primera de la casa. Corrió hasta él y se refugió en sus brazos.
– Lo siento… Lo siento…
Claire se agarró a él como si fuera a escaparse. Quería decirle que había sido injusta con ellos, hacía días que lo pensaba. Tenía que hablar con ellos, pero la muerte de Dan la había dejado sin voz, con el corazón cosido: ahora era demasiado tarde… Demasiado tarde… Brian le acariciaba la nuca mientras lloraba. Sintió la pelusilla rubia que empezaba a crecer por debajo de la peluca y la abrazó fuerte a su vez. El también temblaba: ya sólo quedaban ellos dos…
Levantó la cabeza de la joven y le secó las lágrimas con el dedo.
– Vamos…
El sol se ponía despacio en el Veld junto a la pista del pequeño aeródromo. Claire tampoco decía nada. Esperaba, como él, una señal del cielo. Las hierbas dobladas por el viento se teñían de esmeralda, algunas nubes rosa se dilataban en el horizonte, pero no se veía ninguna señal. Brian pensaba en su amistad, en sus silencios, en el pudor que mostraba siempre Ali ante las mujeres, en la mirada triste que tenía cuando se lo sorprendía solo… Fuera lo que fuera lo que había ocurrido, Ali había muerto con sus secretos.
Epkeen aguzó el oído. Las finas alas de una avioneta aparecieron en el horizonte, un punto plateado en el crepúsculo. Claire se apartó el mechón que bailaba sobre su mejilla.
– Aquí está -dijo bajito.
El ruido de las hélices se acercó, más sordo. Aguardaban junto a la pista cuando se oyó una voz:
– Brian…
Se volvió y vio a Ruby en la pista. Llevaba un vaquero negro ceñido, el pelo corto y tenía una gran herida en el antebrazo. No se habían vuelto a ver desde el hospital… Saludó a Claire con un gesto y avanzó tímidamente:
– Me he enterado por David… De lo de Ali…
Sus ojos eran del color del Veld, pero algo se había roto por dentro. Brian no preguntó el qué. Alzaron la cabeza al cielo que, como Ali, no terminaba de desaparecer. El bimotor había iniciado el descenso y se preparó para aterrizar. Ruby tomó la mano de Brian y ya no la soltó. Le sentaba bien el pelo corto. El vaquero negro también… Brian sintió una violenta oleada de ternura que no tardó en invadirlo por completo. Ruby temblaba en su mano, pero la pesadilla había terminado: no se iba a morir. Todavía no. La protegería de los virus, de los demás, del tiempo… Le contaría lo de Maria… Se lo explicaría… Todo… Le…
– Ayúdame, Brian…
AGRADECIMIENTOS
El autor quiere hacer llegar su sincero agradecimiento a sus exploradores, Alice, Aurel y Zouf, así como a Corinne, «la Noir'rode», por los aspectos científicos evocados en este libro.
Gracias también a Christiane, por la gimnasia en África austral.
Caryl Férey