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– ¿Violada?

– Es difícil determinarlo -contestó Neuman-. Junto al cadáver se ha encontrado un tanga, la goma estaba intacta. En todo caso, ha habido relación sexual. Queda determinar si fue consentida o no.

Epkeen pasó el dedo por el hombro desnudo de la chica y se lo llevó a los labios: la piel tenía un ligero sabor a sal… Se puso los guantes de látex que le tendía Neuman, examinó las manos de la víctima, sus dedos extrañamente crispados (había algo de tierra bajo las uñas) y las marcas que cubrían sus brazos: pequeños arañazos, casi rectilíneos. El vestido estaba roto en varios sitios, agujeros que eran como enganchones.

– ¿Tiene dos dedos rotos?

– Sí: en la mano derecha. Probablemente trató de protegerse.

Dos enfermeros esperaban en el camino de tierra, con la camilla en el suelo. Empezaban a hartarse de estar tanto rato quietos bajo el sol. Epkeen se incorporó, sentía las piernas como dos flanes.

– Quería que lo vieras antes de retirar el cuerpo -dijo Neuman.

– Gracias, Majestad. ¿Se sabe quién es?

– Hemos encontrado una tarjeta de videoclub a nombre de Judith Botha en el bolsillo de su chaqueta. Estudiante universitaria. Dan ha ido a comprobarlo.

Dan Fletcher, el protegido de ambos.

Los insectos zumbaban bajo las acacias del Jardín Botánico. Epkeen osciló un instante al azar de sus trayectorias, pero dos soles negros se reflejaban en los ojos de Neuman: el presentimiento que arrastraba desde el amanecer seguía ahí.

***

La ambulancia, con su sirena a pleno volumen, había formado un corrillo de curiosos delante del Seven Eleven de Woodstock: un cuerpo sobre la acera, gente asustada que se llevaba las manos a la cabeza, y entonces aparecieron los hombres de la unidad de intervención, con su chaleco antibalas… Dan Fletcher recorrió la sucia avenida del barrio popular antes de bifurcar para tomar la M 3. Si bien hasta entonces parecía que Ciudad del Cabo estaba escapando a los brinks, esos actos de terror cotidianos de los que era epicentro Johannesburgo, ese tipo de escena era cada vez más frecuente, incluso en pleno centro. Una evolución inquietante, de la que no dejaba de hacerse eco la prensa sensacionalista.

Fletcher había registrado el estudio de Judith Botha sin encontrar ningún indicio revelador sobre su desaparición: los vecinos no habían visto a la muchacha en todo el fin de semana, y el estudio no mostraba nada fuera de lo habitual en un apartamento de estudiante: libros, papeles de la universidad, tarjetas postales cutres, DVD, restos de pizza y la foto de una rubia que sonreía a la cámara y que correspondía a la descripción de la víctima. Dan había conseguido el número de teléfono de los padres, Nils y Flora Botha: la asistenta que por fin había contestado a la llamada no tenía ni idea de dónde se encontraba la señora Botha, pero su marido, Nils, debía de estar «en el rugby»…

Fletcher no conocía a Nils Botha, ni tenía idea de rugby, pero Janet Helms, que supervisaba la investigación desde la central, lo informó. Botha era el antiguo seleccionador de los Springboks, el equipo nacional; él mismo había sido jugador durante el periodo del embargo y el boicot deportivo. Hacía veinte años que era el emblemático entrenador de los Stormers de Cabo Occidental. Él y su mujer, Flora, tenían un hijo mayor, Pretorius, residente en Port Elizabeth, y una hija, Judith, que acababa de matricularse en la universidad, en Observatory.

Fletcher volvía a ver el rostro desfigurado en medio de las flores, las lianas sucias de su cabello rubio, los grumos de cerebro que se desparramaban fuera del cráneo… A Neuman le había ocultado su repugnancia, pero no podía engañar a nadie, y menos a los viejos polis de la central, que estaban de vuelta de todo. «Chupapollas» era el apodo que le había puesto Van Vlit, el sargento instructor de tiro sobre blancos móviles, terror de los agentes recién incorporados al cuerpo. El apodo era ya conocido en toda la comisaría, Dan había encontrado incluso revistas gay en el cajón de su mesa, con las páginas pegadas, jajá, qué risa, hasta que la cosa se calmó… Fletcher imaginaba que había terminado el periodo de las novatadas: se equivocaba. Neuman lo había elegido por sus dotes de sociólogo, no para que tuviera que aguantar los comentarios homófobos de los viejos polis de la comisaría central. El zulú había dejado fuera de combate al sargento instructor con un puñetazo en la nuca y le había bajado el pantalón delante de todos los demás: luego había cogido su famoso Colt cromado, del que tan orgulloso estaba Van Vlit, se lo había metido hasta la culata y lo había dejado ahí tieso, con su culo gordo y lleno de granos, sumido en una rabia fría más eficaz que ninguna advertencia. Después de eso, se acabaron los apodos, y empezó su colaboración.

Dan Fletcher salió con esfuerzo de la M 3 que dominaba la ciudad y, cruzando al otro lado de la montaña, llegó al complejo deportivo.

Los Stormers se estaban preparando para el Súper 14, el campeonato provincial del hemisferio sur. Todavía estaban lejos de su objetivo, pero los sudafricanos se entrenaban a fondo para alcanzar a los neozelandeses; Fletcher encontró a Botha a pie de campo, increpando a sus jugadores, corpulentos, fofos y sudorosos, mientras éstos ensayaban una melé. Cada balón que se caía lo sacaba de sus casillas: fue necesaria la placa para que el entrenador se dignara prestar atención al canijo con ojos de mujer que acababa de aparecer. Dejó que su ayudante prosiguiera con el entrenamiento de los delanteros, una sesión de tortura hasta el agotamiento.

Con los trapecios sobresaliendo de su camiseta pese a que ya había pasado la barrera de los sesenta, Botha, un hombre cuadrado y de pelo cano, llevaba una gorra con los colores del club y lucía en los antebrazos el vello de un orangután.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, alertado por la expresión del policía.

– Estamos buscando a su hija, Judith… ¿Sabe dónde está?

Los ojos del entrenador se inyectaron en sangre:

– Pues… ¡en su casa! ¿Por qué?

– He estado en el estudio de Observatory, allí no hay nadie -respondió con calma el policía-. Y tampoco contesta al móvil.

Había ocurrido algo grave, Botha lo supo enseguida.

– ¿Cómo que no contesta al móvil?

Se palpó los bolsillos de su pantalón corto beis, buscando el móvil, como si aquello pudiera aportar una solución al problema.

– ¿Puede describirme a Judith? -preguntó Fletcher-. Físicamente, me refiero…

– Pues es rubia, de ojos azules, uno sesenta y ocho de estatura… ¿Por qué busca a mi hija? ¿Ha hecho algo malo?

Botha lo miraba, incrédulo. Fletcher sintió que se le aceleraba el pulso.

– Esta mañana se ha encontrado el cadáver de una chica -anunció-, en el Jardín Botánico de Kirstenbosch. El cuerpo aún no ha sido identificado, pero en el bolsillo de su chaqueta había una tarjeta de videoclub a nombre de Judith. La descripción de la víctima se corresponde con la de su hija pero aún no hay nada seguro… ¿Está al corriente de las actividades de Judith, lo que tenía pensado hacer anoche, por ejemplo?

El rostro colorado del entrenador se descompuso lentamente. Botha era conocido por las broncas que echaba a sus jugadores en los descansos y por su amor por el rugby duro, sin miramientos. Ese poli canijo y afeminado lo había dejado KO.

– Judith… Judith tenía que revisar sus parciales, con su amiga Nicole. En su estudio… En eso habían quedado.

– ¿Nicole qué más?

– Wiese… Nicole Wiese. Estudian juntas en la universidad.

Los delanteros caían como moscas bajo el sol.

– ¿Tiene su móvil? -quiso saber Fletcher.

– ¿El de Nicole? No… Pero tengo el de su padre -añadió de pronto-. Las niñas se conocen desde pequeñitas.